El 25 de febrero del 2002, a sus 52 años
de edad, murió mi primo y colega periodista Juan Carlos Gumucio en Tarata, Cochabamba,
donde se había refugiado para escribir. Murió de muerte prematura y caprichosa,
nunca esclarecida. Hoy lo recuerdo porque las veces que estuvimos
juntos fueron memorables.
Recuerdo en particular nuestro encuentro
casual a principios de junio de 1992, en Amman, que nos hizo sentir que el
mundo era un pañuelo, como se suele decir. Ni él ni yo vivíamos en Jordania, y
ambos estábamos allí por unos días, pero los astros quisieron que
coincidiéramos en el mismo lugar.
Acababa de ocupar mi habitación en el Hotel
Intercontinental cuando sonó el teléfono y una voz, en inglés, me saludó: “Is that Juan Carlos?”. Era Tim Lewelyn, corresponsal
de la BBC de Londres, que había preguntado en la recepción por “Mister Gumucio”,
y le dieron mi número. Le sorprendió mi respuesta: “Juan Carlos es mi primo,
pero vive en Líbano”. Pero Tim me devolvió la sorpresa multiplicada por dos:
“Juan Carlos se registró hoy en este mismo hotel”.
Le envié una botella de vino a su
habitación y nos vimos esa misma noche. Había llegado a Amman para cubrir la
operación de cerebro a la que fue sometido Yasser Arafat. Yo estaba en Amman
por menesteres menos dignos de ser noticia: una reunión internacional de Unicef
sobre el libro emblemático de la organización, Para la vida, traducido ya a un centenar de idiomas (me tocó hacer
en Nigeria ediciones en hausa, yoruba, igbo y pidgin english).
Ese fin de semana nos fuimos al Mar Muerto
y la pasamos muy bien frente a Israel, flotando en las aguas saturadas de sal y
cubriéndonos de barro medicinal. Las fotos que conservo de esos días son un
hermoso recuerdo del encuentro con Juan Carlos.
J-C –como le decían sus amigos- fue sin
duda el boliviano que más lejos llegó como profesional del periodismo en la
geografía del planeta. Su trayectoria durante la guerra en Irán y luego en
Líbano lo convirtió en un respetado corresponsal de guerra. Arafat lo trataba
con familiaridad, al igual que otros líderes políticos de Medio Oriente.
Durante la guerra en Líbano, circulaba en Beirut Occidental entre las milicias exhibiendo
los pases que estas le proporcionaban. Sólo tenía que cuidarse de no
equivocarlos al llegar a los puestos de control.
Recuerdo otro encuentro en 1981, en New
York, cuando trabajaba en la redacción de la Associated Press. No era lo suyo. En cuanto pudo se hizo nombrar jefe
de corresponsales en Roma, pero no pasaba mucho tiempo allí, a pesar de que
tenía un departamento precioso, con terraza, a dos cuadras de Santa María en
Trastevere, donde lo visité alguna vez. La hermosa capital italiana era
simplemente una base, pues J-C pasaba la mayor parte del tiempo en el frente de
guerra, y en cuanto pudo trasladó su domicilio a Beirut, luego de que el
periodista Terry Anderson fuera secuestrado.
Cuando la guerra recrudeció, la Associated Press retiró sus
corresponsales de Líbano y le ofreció a Juan Carlos la jefatura de
corresponsales en El Cairo, pero J-C prefirió renunciar y quedarse en Beirut a
pesar de los riesgos. Compró casa
allí y tenía como ama de llaves a una filipina, lo cual tiene importancia por
algo que contaré más adelante.
Lo contrató entonces la CBS, pero J-C
detestaba eso de aparecer 20 segundos en la televisión de Estados Unidos para
relatar el número de muertos o de explosiones del día. Lo suyo era el análisis,
y por eso renunció a la CBS y comenzó a escribir artículos para el Times de Londres y luego El País de España.
A mediados del 2000 se cansó de todo eso
y regresó a Bolivia, a Cochabamba, y para ser más precisos, a Tarata, donde al
parecer escribía sus memorias de corresponsal de guerra. Nunca supe qué tanto
avanzó en ese proyecto, pero me encantaría leer lo que escribió, porque su
trabajo como periodista fue una gran aventura.
El lunes 14 de agosto del año 2000, recibí un mensaje de e-mail de
J-C: “Unas
cuantas líneas para mandarte un abrazo desde la llajta, donde aterricé hace
tres semanas con la intención de hacer cosas. Confirma recepción de este
mensaje y restablezcamos contacto.
Juan Carlos”
Meses
antes nos había enviado una tarjeta de invitación para asistir a la fiesta de
celebración de su cumpleaños número 50, “at Tchaik and Melissa’s, Flat 2, 17
Powis Terrace” en Londres, el 6 de noviembre del 1999. Ambos cumplíamos años con apenas una semana de
diferencia –pero él era un año mayor- por lo que el signo del escorpión nos vinculaba,
además del parentesco y la amistad que cultivamos esporádicamente a través de
los años. Como se sabe, los escorpiones podemos ser autodestructivos y terminar
clavándonos el aguijón.
En 2001 fuimos a buscarlo a Tarata, pero no pudimos encontrarlo. Nadie pudo señalarnos
la casa en la que vivía. Me quedé con la frustración de sentir que estaba muy
cerca, detrás de alguno de esos muros de adobe, y jamás imaginé que no lo iba a
volver a ver.
A su muerte muchos colegas de Europa y
América le rindieron homenajes. Robert Fisk, quizás el más importante analista
de Medio Oriente, corresponsal de The Independent, escribió: “Era imparable y amaba
la vida. De hecho, después de muchas noches de juerga con J-C, me preguntaba si
no la amaría demasiado. Le gustaba la buena comida, le gustaba beber -una vez
más, demasiado- y le gustaban las mujeres. Viajar por Líbano con él fue una
experiencia impactante.”
En The Guardian, Julie Flint escribió que
a Juan Carlos “le gustaban tanto las mujeres, que se casó con cuatro, y
solamente lamentaba que hubiera sido en secuencia”.
Otro colega, Charles Glass, recuerda en The Telegraph, los gestos ampulosos y generosos
del “Rey Juan Carlos”, que en el restaurante Fink de Jerusalén “pedía caviar y
vodka no solamente para él sino para todos los que escuchaban sus maravillosos relatos”.
Agrega Glass que la aparición de J-C en una fiesta o acontecimiento periodístico,
era un evento, “como si Godot finalmente hubiese llegado”.
“Ganar su amistad era como hacerse de un
hermano. Su lealtad era legendaria, pero lanzaba su desprecio hacia colegas que
cometían lo que él consideraba uno de los dos pecados capitales del periodismo:
alardeando de estar en peligro o escribiendo clichés sobre la guerra”, añade
Glass en el obituario.
Quizás nuestros caminos se hubieran
cruzado nuevamente gracias al azar. Quizás hubiera recibido noticias de él a
través de otras personas, como me pasó una vez en Nigeria, en febrero de 1994.
Llegué a Kano, en el norte de Nigeria,
para cumplir con mis tareas de Unicef. Me alojé en “La Locanda”, un pequeño
hostal de siete habitaciones que me gustaba porque era limpio y contaba con un
restaurante italiano excelente, ambas cosas poco comunes en Nigeria, donde ni
la cultura de la limpieza ni la culinaria son atributos nacionales. En este
caso era posible porque el hostal y el restaurante eran propiedad de un piloto
nigeriano casado con una italiana.
La primera noche de mi estadía, durante
la cena, se me acercó una mujer de rasgos asiáticos y de manera cortés me
preguntó de donde era mi apellido. Para no entrar en detalles le dije que de
América Latina, pero ella insistió: “Sí, ¿pero de qué país? Cuando le dije
Bolivia, se interesó aún más: “En Líbano trabajé en la casa de un boliviano
apellidado Gumucio….” Antes de que continuara la interrumpí: “Juan
Carlos”. Quedó tan sorprendida como yo por esa casualidad. Era la mujer de
Filipinas que había sido ama de llaves de Juan Carlos en Beirut.
El destino tiene sus paradojas y sus
vueltas insospechadas. Mientras
escribo estas líneas recordando los diez años de la desaparición de Juan
Carlos, me llega la noticia de la muerte de Marie Colvin, quien fue su cuarta esposa y también
aguerrida periodista. En 2001 perdió un ojo en Sri Lanka cuando estalló
una granada cerca de ella. Marie, corresponsal de guerra del Sunday Times, acaba de morir en Homs
este 22 de febrero, bajo las bombas del dictador sirio Bashar Assad.
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Yapa: