Hay magia en pueblos que han vivido
durante muchos años aislados y ensimismados, a veces poco conscientes de sus
tesoros y de sus secretos. Imaginemos lo que era tres siglos atrás la Chiquitanía –esa gran
extensión de territorio entre el Gran Chaco y la Amazonía boliviana- cuando los jesuitas
instalaron sus reducciones indígenas, entre 1691 y 1767, hasta su expulsión del
reino de España mediante la “Pragmática Sanción” del Rey Carlos III. Imaginemos también lo que significaba
llegar hasta Concepción a lomo de mula o de caballo, a 290 kilómetros de Santa
Cruz, o hasta San José de Chiquitos, a 833 kilómetros, pasando por San Ignacio
de Velasco, San Miguel, San Rafael, y Santa Ana, entre otras.
La epopeya de las misiones jesuíticas en Bolivia, Argentina y Paraguay (en parte narrada en La Misión
una película de Roland Joffe con Robert de Niro), desapareció de la memoria y
sus emblemas más evidentes, las iglesias de las misiones, pasaron al olvido
durante muchas décadas, demasiadas. Hasta principios
de la década de 1970, eran decrépitos edificios librados a la intemperie
durante tantos años que ya habían perdido su color y su propia estructura
estaba en riesgo. Pero en 1975 se llevó a cabo la restauración de la iglesia de
Concepción y posteriormente de las otras, marcando así un renacimiento
extraordinario no solamente de la arquitectura de las misiones, sino de los
pueblos chiquitanos.
Las iglesias florecieron con todos sus
colores y sus juegos de luz y sombra. Durante los trabajos de restauración de
Concepción se encontraron cerca de 6 mil partituras de música de los siglos
XVII y XVIII; algo similar sucedió en Moxos y en San Javier. Las partituras se
han incorporado desde entonces al acervo de la música barroca boliviana, y ha
sido interpretadas en varios festivales y por supuesto grabadas en hermosas
ediciones.
Hans Roth |
Al empeño del sacerdote suizo Martin
Schmid le debemos la existencia de
varias de las magníficas iglesias de las misiones, pues fue él quien diseñó y
construyó la Inmaculada Concepción el año 1725 y San Francisco Xavier en 1749,
entre otras. Y el arquitecto Hans Roth Merz, también suizo, tiene el mérito de haberles
devuelto la vida a esos templos abandonados durante décadas, a través de su
dedicación -a partir de 1972 y durante 27 años- a los trabajos de restauración.
Roth rescató también las partituras de música barroca de Domenico Zipoli, entre
las más de cinco mil hojas que encontró durante las restauraciones. Renacidos y
rehabilitados, los templos fueron declarados Patrimonio Mundial de la Humanidad
por la Unesco, en 1990. Roth falleció en 1999 y en su honor se creó al año
siguiente el premio que lleva su nombre.
Una reciente visita a mediados de noviembre, a San Javier y a
Concepción -las más cercanas a Santa Cruz de la Sierra- me ha permitido
regresar a esta región que no ha perdido su magia pero ha ganado color y
magnificencia. En lugar de las iglesias cuya madera se había rajado con el
tiempo y cuyos colores se habían desvanecido, hoy encontramos magníficas estructuras con colores vivos que brillan quizás más aún que cuando fueron construidas.
La iglesia de Concepción, que data de
1708, es impresionante, con sus altas columnas y su campanario independiente,
separado del edificio de la iglesia. El exterior es imponente, sobresale en el
inmenso espacio de la plaza y sobre las casas blancas, de un solo piso, de la
población. En el interior iluminado con la luz que atraviesa amplios
ventanales, el techo se eleva sobre gigantescos pilares de madera que dejan
adivinar la majestuosidad de los árboles de los que provienen. El colorido intenso
de los altares, de los retablos o de los confesionarios, se revela en la
penumbra con sus ribetes y marcos cubiertos de pan de oro.
Cuando se hizo la restauración se decidió
dotar a la iglesia de nuevos relieves de madera representando el via crucis. Es interesante ver cómo el artista local talló imágenes que combinan los momentos
del pasado con temas actuales y sitúa las escenas bíblicas en el trópico chiquitano. En
uno de esos relieves, que corresponde a la Décima Estación, “Jesús despojado de
sus vestiduras”, la imagen muestra en el fondo un camión repleto de madera, significando la
destrucción de los bosques, el tráfico de madera y el deterioro del medio ambiente. Como esa, hay otras escenas
alusivas a temas muy actuales y con preocupación social.
El frontis de la iglesia de San Xavier es
quizás menos majestuoso, pero no menos valioso por su historia y su belleza. Los
altos pilares de madera que sostienen el techo están pintados del color de los
muros de la iglesia, el campanario está adentro, en una esquina del patio
interior, y no sobre la plaza como en Concepción. El reloj de sol marcaba las
5:45 de la tarde cuando iniciamos el regreso.
Desde 1996 se realiza cada dos años en
las misiones de la Chiquitanía el Festival Internacional de Música Renacentista
y Barroca Americana, un festín no solamente para los amantes de la música
barroca, sino para quienes saben apreciar el arte barroco colonial. En su
primera edición el festival atrajo 14 grupos de 8 países, y más de 12 mil
espectadores, y en los años siguientes esas cifras se fueron multiplicando
gracias a la calidad de la oferta musical y a la espectacularidad de los
templos y de la naturaleza chiquitana. En la octava edición, en 2010, el festival atrajo 45 grupos de 14 países
(diez menos que en su año “cumbre” que fue 2008), y 60 mil espectadores. El
número de músicos participantes, de conciertos y de sedes del festival ha
crecido incesantemente. Sin duda el 2012 será una vez más la prueba de que el
festival se ha convertido en un referente internacional de la música barroca.
El paseo tuvo ingredientes memoriosos,
desenterró de mi memoria sabores e imágenes de la infancia. En el restaurante El Buen Gusto, en Concepción,
me bajé con la comida una gran jarra de refresco de achachairú, que hace muchos
años no había vuelto a encontrar en mis viajes a Santa Cruz; y en la plaza de San
Javier – con sus árboles de motacú a los que se abraza el bibosi- me topé con
un antiguo trapiche para moler caña de azúcar de manera artesanal, de esos que
todavía me tocó ver en funcionamiento cerca de Guabirá, muuuchos años atrás, cuesta creer que sean tantos.