18 mayo 2022

Sagrada y profana

(Publicado en Página Siete el domingo 6 de marzo de 2022)

 ¿Cual es el motor del cine documental en Bolivia? ¿Por qué sobrevive a pesar del precario apoyo a la producción y a la difusión? No hay una respuesta simple, pero quizás la que más se acerca es: el cine documental sobrevive en Bolivia a “puro pulmón”, por obra y gracia de cineastas que invierten tiempo, energía y dinero, y no obtienen a cambio nada más que la satisfacción de haber contribuido a una de las cinematografías más pobres de la región, pero a la vez una de las más interesantes por sus motivaciones sociales y su determinación por escribir la historia contemporánea del país a través de imágenes.

 En medio de la producción documental boliviana, Inal Mama, sagrada y profana (2008) de Eduardo López Zavala es una propuesta diferente. No es el primer documental que se hace sobre la hoja de coca, pero es quizás el más completo en la medida en que combina miradas antropológicas, sociales, económicas y políticas, y lo hace en el momento en que se producen en Bolivia los cambios que llevan a la Presidencia de la República precisamente a un dirigente sindical cocalero, Evo Morales, cuya lucha durante muchos años tuvo como eje principal la defensa del cultivo de la hoja de coca, incluso por encima de las reivindicaciones indígenas.

 La tesis del film es que la hoja de coca es la savia aglutinante de la cultura y de la sociedad bolivianas, y no solamente entre las poblaciones indígenas del altiplano como se cree generalmente, sino también entre indígenas de las zonas bajas, como los guaraníes del Chaco, y los trabajadores de las minas. Para demostrarlo el documental está estructurado como un corte transversal que atraviesa  los niveles geográficos y sociales de Bolivia, desde las cumbres nevadas donde los médicos naturistas de la comunidad Kallawaya utilizan las hojas de coca para curar y adivinar, hasta los guaraníes de la comunidad de Tentayape, que la usan porque les da fuerza y les quita el hambre, pasando por las minas donde en los socavones se le rinde tributo al “tío” (el diablo) y las estribaciones de la cordillera, en Yungas, y por los valles tropicales del Chapare, donde se cultiva.

 Los Yungas y el Chapare son las dos caras de la hoja de coca. Las venas verdes pueden dar la vida o la muerte, según se bifurca la cadena de su industrialización. La coca cultivada en Yungas está destinada a la masticación y al uso ritual, mientras que la del Chapare, zona de colonización relativamente reciente, está destinada en buena parte a la producción de pasta base para la elaboración de cocaína. Mientras el discurso de los afro-bolivianos de Chicaloma que aparecen en el documental está centrado en el uso tradicional de la hoja de coca, en el discurso politizado de los campesinos colonizadores del Chapare aparece entre líneas el tema de la droga como un mal necesario cuya responsabilidad recae en los consumidores en Estados Unidos, y no en los humildes campesinos que cultivan el arbusto.

 López Zavala es cuidadoso y evita satanizar a los productores de coca del Chapare, la región donde Evo Morales creció como dirigente sindical y político. Lo “profano” de la hoja de coca se muestra a través de un narcotraficante brasileño, Nacipio, preso en el penal de San Pedro, en La Paz, sin señalar a los narcotraficantes bolivianos y sus conexiones políticas. En cambio, el director hace énfasis en lo “sagrado” mostrando el tejido social y ecológico que se construye en las relaciones que establecen los curanderos y adivinadores kallawayas, con los afro-bolivianos de la comunidad de Chicaloma, y los guaraníes de Tentayape, que viajan hasta Yungas desde el sur del país para lograr un acuerdo de provisión de hojas de coca. Los planos narrativos están al principio separados por pisos ecológicos, pero luego se van entrelazando en la medida en que avanza la historia. Pues es una historia la que cuenta el documental, con personajes que actúan al servicio de una construcción narrativa que desborda los espacios de sus vidas. Así, el médico kallawaya desciende de los 3,800 metros de altitud de Charazani, a los 1,600 metros de Chicaloma, mientras los guaraníes de Tentayape suben de sus comunidades a 900 metros de altitud para llegar a Yungas. En ese entramado social y étnico reside la estructura de la edición, y la hoja de coca es el hilo conductor del relato. La cultura de la coca atraviesa la sociedad de los pobres, sus historias de vida se entrelazan.

 El montaje no fluye ordenadamente, es más bien un collage en el que hay tensiones, retazos que no armonizan con el conjunto. La misma disparidad de la imagen y de la banda sonora revelan esas tensiones. La banda sonora a veces se satura, cuando la música de Panchi Maldonado se hace omnipresente y quiebra la continuidad. La intención declarada de realizar “una saga política, visual y musical sobre la coca y la cocaína en las culturas de Bolivia” no siempre se logra en el plano musical, a pesar del intento –o precisamente por ello- de poner la edición de la imagen al servicio de la música. 

 Así como la imagen es límpida y apacible en las escenas de las montañas nevadas o del altiplano, se muestra agitada y evidencia una subjetividad conflictiva en las escenas que transcurren en la ciudad de La Paz, donde aparece repetidas veces un personaje de ficción que es marginal con relación a los demás, quizás más marginal que el propio narcotraficante brasileño, quien en la cárcel se integra, hace familia, o baila con los demás durante las festividades del Gran Poder. El personaje de Santiago, vendedor de periódicos, campesino desarraigado que siente el rechazo de la gran ciudad, sirve para los propósitos del film como un enlace que permite marcar el tiempo histórico de los episodios políticos y sociales; acontecimientos como los enfrentamientos sangrientos en el centro minero de Huanuni, la huelga contra la Ley 1008 (que penaliza los delitos por narcotráfico) organizada por mujeres y hombres presos en La Paz, o las elecciones generales en las que Evo Morales sale victorioso. En un momento dado el personaje se libera, lanza al vacío los ejemplares del diario y decide regresar a su comunidad del altiplano. Ese regreso a las fuentes originarias es un tema recurrente en el cine boliviano y en particular en la cinematografía de Jorge Sanjinés, con quien López Zavala ha trabajado.

 (Este texto se publica por primera vez en Bolivia como segunda parte de mi homenaje a Chichizo López, recientemente fallecido. Una versión más extensa apareció en el libro “Miradas desinhibidas: el nuevo documental iberoamericano” (2009) coordinado por Paulo Antonio Paranaguá y publicado en edición bilingüe (castellano y portugués) por el ministerio de Cultura de España con motivo del II Congreso Iberoamericano de Cultura).

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La tarea verdaderamente heroica y difícil fue la de extender a la mayoría de la población capitalina esta comprensión por el arte llamado indígena.
—José María Arguedas