17 noviembre 2019

Mi Habana

 Hace treinta años escribí que La Habana iba a convertirse en la capital más bella de América. Nadie me creyó cuando lo dije, porque la capital cubana estaba recién empezando el largo camino de su recuperación, emergiendo de las cenizas del aislamiento y de la sobrevivencia económica. Ahora que festeja los 500 años de su fundación, lo que parecía una afirmación descabellada se ha hecho realidad. Y hoy, toda América lo celebra, de sur a norte. 

Desde 1985 he ido a La Habana unas veinte veces, siempre con motivo de reuniones internacionales académicas y culturales. Tengo una relación entrañable con esa ciudad y la quiero describir aquí, sin reiterar la información turística que abunda en estos días sobre esa bella ciudad. 


Varias de las visitas que hice fue como invitado al Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el más importante de la región, que ya llega a la edición 41 en diciembre de 2019. Tengo recuerdos entrañables del festival, y en particular del año 1985 cuando los largometrajes de dos grandes cineastas amigos compartieron el Gran Coral, el premio máximo que se otorga: “Frida” del mexicano Paul Leduc y “Tangos, el exilio de Gardel” del argentino Fernando “Pino” Solanas. Fue ese mismo año que en un largo discurso, que todos escuchamos de pie durante cinco horas en el teatro Carlos Marx, Fidel Castro anunció en nombre del Comité de Cineastas de América Latina la creación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión en San Antonio de Los Baños, filial de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, por donde han pasado varias generaciones de cineastas bolivianos y de toda América Latina. 


En la Escuela de Cine tuve amigos queridísimos como Fernando Birri, Lola Calviño, Julio García Espinoza, y otros que me extendieron invitaciones para enseñar, aunque no pude hacerlo por los compromisos que tenía en ese momento en África. En varias ocasiones fui invitado por el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), a cuya cabeza estaba entonces “Manelo” González, otro querido amigo promotor de la cultura. En otras ocasiones, fue el poeta Roberto Fernández Retamar, director de Casa de las Américas, quien me invitó a reuniones sobre educación popular. También estuve en eventos internacionales como Cocoyoc II (1989) que se organizó con apoyo de Unicef, el Primer Congreso Internacional de Cultura y Desarrollo (1999), y el XIII Congreso de la Federación Latinoamericana de Facultades de Comunicación Social (Felafacs) en 2009, donde Luis Ramiro Beltrán presentó el libro “La comunicación antes de Colón”.  


La última vez que estuve fue invitado por la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, para el ICOM, el gran evento internacional de comunicación que se realiza cada dos años, donde me tocó ofrecer una de las principales conferencias y también conversar con los estudiantes de comunicación, estudiantes muy leídos (a pesar de la dificultad económica de obtener libros publicados fuera de Cuba), deseosos de aprender, verdaderas esponjas de conocimiento a quienes les brilla el rostro cuando tienen oportunidad de intercambiar con colegas de otros países. 


Alquimia Peña, directora de la FNCL 
Siempre me sentí en casa propia en la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que presidía Gabriel García Márquez y que dirige con acierto Alquimia Peña, otra amiga entrañable que tengo en Cuba. A pedido de la FNCL y con el apoyo de la Unesco, trabajé más de un año (2010-2011) como coordinador de la investigación “Cine comunitario en América Latina y El Caribe”, que se publicó primero en coedición con el Ministerio de Cultura de Venezuela (2012), luego en edición colombiana de la Fundación Friedrich Ebert (FES Comunicación, 2014) gracias a Omar Rincón, y finalmente en una tercera edición, el mismo 2014, realizada por el Consejo Nacional de Cinematografía del Ecuador (CnCine) por iniciativa de su entonces director, Juan Martín Cueva. 


Cada vez que voy a la capital cubana me tomo unas horas para recorrer La Habana Vieja, y siempre descubro algo que ha cambiado, la restauración de algún edificio emblemático al que se le ha devuelto la dignidad que tuvo antes, una calle antes dilapidada y ahora renacida, un restaurante, un café, una cervecería en el muelle, etc. Cuando regresé en 1999 después de una década de trabajo en Nigeria, Haití, Guatemala y otros países, tuve dos experiencias curiosas que se grabaron en mi memoria. 

La primera ocurrió durante mi habitual paseo por La Habana. Me invitaron a un concierto de cámara en la Plaza Vieja, y de pronto me sentí desorientado porque no recordaba cual era esa plaza. A pesar de haber recorrido muchas veces el casco antiguo de la ciudad, el nombre de la plaza no me sonaba. Cuando pude llegar, guiado por la música, me di una enorme sorpresa: allí donde antes se levantaba un espantoso estacionamiento construido durante la dictadura de Fulgencio Batista, rodeado de conventillos, se abría ahora llena de luz una amplia plaza, reconstrucción de la Plaza Nueva que existía originalmente. Es decir, voltearon el estacionamiento y devolvieron a la ciudad una de sus plazas más lindas, hoy rodeada de restaurantes, cafés y viviendas que han sido restauradas. 



La segunda sorpresa que me llevé ese año es de otro orden. Como solía suceder cuando había algún evento internacional importante y en todos los festivales de cine, nos llegó la invitación para la cena con Fidel, un evento que nadie quería perderse porque era la oportunidad para estrechar la mano del líder cubano y a veces conversar con él en un grupo pequeño. Esa noche, a la hora indicada bajé a la recepción del hotel con mi mejor guayabera de manga larga y me encontré con mi buen amigo mexicano Carlos Núñez, también con guayabera. Pronto nos dimos cuenta de que todos los demás invitados internacionales vestían saco y corbata, y que los únicos con guayabera, además de nosotros dos, eran los fortachones del personal de seguridad. El protocolo había cambiado radicalmente en los 10 años en que ni Carlos Núñez ni yo habíamos estado en Cuba. 


Eusebio Leal, historiador de La Habana 
La Habana es una señora mayor que rejuvenece con el tiempo, recuperando el encanto que tuvo medio siglo antes. Se llena de calor y color, pero no cualquier color, sino que recupera la armonía del colorido que tuvo en la década de 1950. Cada elemento restaurado está al cuidado de un hombre maravilloso cuyo título oficial es de “historiador de La Habana”, pero cuyo trabajo ha sido el de un mago. 

Todo el mundo respeta y quiere a Eusebio Leal, quien desde 1981 renueva casa por casa, calle por calle, plaza por plaza, en esa hermosa ciudad.  Leal conoce la ciudad mejor que nadie, cada esquina, cada callejón, cada balcón, cada escalera, cada ventana y cada techo, cada casa por afuera y por adentro, porque se ha preocupado no solamente por hacer una restauración cosmética de los edificios monumentales, sino que ha tomado en cuenta desde el principio a los habitantes y los problemas sociales (vivienda, servicios, etc). 

Mas allá de la muy turística “Bodeguita del medio”, hay lugares que me encanta visitar en La Habana, como el Hotel Ambos Mundos y bares como El Floridita, donde Ernest Hemingway solía tomar su daiquiri (“Mi mojito en La Bodeguita, mi daiquiri en El Floridita”, decía), y la Finca Vigía donde vivía, a 10 kilómetros de la ciudad, que todavía tuve la suerte de visitar cuando se podía entrar a la casa y mirar de cerca los enormes zapatos del escritor, el lugar donde escribía de pie, etc. Es un paseo delicioso en las afueras de La Habana , imperdible homenaje cubano al autor de “El viejo y el mar”. 

Gracias a José Antonio Jiménez en La Habana conocí a Rosita Fornés, la actriz y cantante que hizo su carrera artística entre Cuba, Estados Unidos y México, y que a sus 96 años sigue idolatrada por sus “fans”. Tuve el privilegio de estar en su casa y ser el único espectador (además de su hija Rosa maría Medel y de su yerno José Antonio Jiménez) cuando cantó para mí, a capella, “Balada para un loco”. ¿Cómo voy a olvidar semejante ocasión? 


John Lennon también me ha hecho querer a La Habana. Su escultura de bronce, sentado en una banca del parque que lleva su nombre es un lugar icónico donde los amantes de su música vienen a rendirle tributo y a fotografiarse con él.  Lo más extraordinario es que existe una vigilia de la escultura, 24 horas al día, realizada por vecinos que se turnan para cuidarla para que nadie se lleve sus emblemáticos anteojos. Llueve o truene están allí, como se muestra en esa maravillosa película cubana de Fernando Pérez que le rinde tributo sin palabras a la ciudad: “Suite Habana”. 

¿Y cómo olvidar los conciertos de Silvio Rodríguez, de Pablo Milanés, de Arturo Sandoval, de los Van Van, y de otros menos conocidos que tuve la suerte de escuchar en vivo? 


Tengo amigos cineastas, escritores y especialistas en comunicación que con su generosidad me han revelado una Habana acogedora y amable. Me ha tocado estar en hoteles tan clásicos como El Nacional, sobre el malecón, pero también en el Habana Libre, en el Capri, en el Colina, en el Palco, en el Occidental, en el Riviera, y muchos otros, así como en una casa de protocolo y en habitaciones rentadas en casas particulares (antes de que hubiera AirB&B). 

Esos amigos me han hecho apreciar cada espacio de la ciudad, que tiene problemas de vivienda, de transporte, o de servicios, como toda otra ciudad latinoamericana. Pero de que ya es la capital más bella de América, no me cabe la menor duda, y lo celebro con sincera emoción cuando cumple 500 años de historia.

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En América Latina, lo maravilloso se encuentra en vuelta de cada esquina, en el desorden, en lo pintoresco de nuestras ciudades... En nuestra naturaleza... Y también en nuestra historia.
—Alejo Carpentier