Hablé con Jacobo Libermann el domingo
pasado, para felicitarlo por su cumpleaños. Lo sentí animado como siempre, con
esa voz que vibraba de juventud. Y como siempre que hablábamos, rayaba rápidamente
la cancha de la conversación recordándome cuán amigo había sido de mi padre y
la satisfacción que sentía de que yo hubiese heredado la amistad y el cariño
que se profesaban.
Jacobo Libermann, Victor Paz Estenssoro, y Alfonso Gumucio Reyes en Tipuani |
Esta vez volvió a evocar una anécdota que
en conversaciones anteriores simbolizaba esa amistad especial que tuvo con mi
padre, más allá de la militancia política en el MNR, más allá del poder y el
exilio, más allá de los ajos y carajos con que Jacobo se expresaba siempre
sobre política, pícaro en la lengua y en la mirada.
Recordó la finca San Antonio, en Rosario
del Tala, en Entre Ríos, que Jacobo administró cuando estuvo exiliado en
Argentina a mediados de la década de 1960, hasta la muerte de Barrientos. Mi
padre se recuperaba apenas en Buenos Aires de una operación de la que, en
realidad, nunca se repuso totalmente, y Jacobo lo visitó varias veces primero
en el hospital y luego en la pensión de Marilú Valdivia de Escobari, donde
estaba alojado. En esas visitas solía encontrarlo deprimido, hasta que lo
invitó a Rosario del Tala y lo acompañó en el viaje en tren hasta Zárate Brazo
Largo y de ahí en ferry hasta Ibicuy sobre el Rio Paraná.
Bertha, esposa de Jacobo, y los cuatro
hijos (Máximo, Kitula, Juan y Gilka) los recibieron en el aljibe de la casa con
una bandera boliviana atada a una caña larga. Era como estar un poquito en
Bolivia, donde por las sinrazones de la dictadura militar no podían estar. “Le dimos
una inyección de nueva fuerza a la vida, porque estaba delicado. Ahí estaba él en
ese crepúsculo, y la bandera y las vacas mugiendo… y nosotros cantando el himno
nacional”. Esa anécdota y otras las
repetía Jacobo con fruición.
En Rosario del Tala, en Buenos Aires o en
el dormitorio de la casa de Obrajes en La Paz, las conversaciones entre Jacobo
y mi padre duraban cinco o seis horas, nunca les faltó materia para dialogar y
discutir a veces acaloradamente. La política era, por supuesto, uno de los
temas que regresaba en las conversaciones. A veces se puteaban, con inmenso
cariño.
Con Jacobo, en su casa (2004) |
Jacobo era un gran conversador, se
expresaba con una energía que podía a veces intimidar a sus interlocutores,
porque su manera de afirmar era siempre contundente. Además, se expresaba en un
castellano perfecto, con una dicción envidiable, regodeándose en particular con
los adjetivos cortantes (las “malas palabras”, que no son necesariamente malas).
Los once años de diferencia entre Jacobo y mi padre se borraban a medida que
ambos envejecían, sólo que Jacobo tuvo más tiempo para envejecer, tener nietos
y bisnietos, y ver cómo el país se convertía en otro país, mientras que mi
padre murió a los 67 años, con Jacobo a su lado, pendiente de su último
suspiro.
De las veces que visité a Jacobo para
conversar, en por lo menos dos ocasiones lo entrevisté largamente, la última de
ellas en video, en abril de 2001. La anterior, solo con sonido, fue el 22 de
octubre de 1999. En su estudio, rodeado de libros, apoyaba cada uno de sus
recuerdos y argumentos exhibiendo algún documento, artículo o fotografía. No
había límite de tiempo en esas conversaciones en las que, faltaba más, quien
monopolizaba la palabra era él.
Jacobo y mi padre en el puente de Lipari recién construido (1975) |
Habría mucho que escribir sobre la
personalidad y la obra de Jacobo Libermann. Espero que los especialistas en
historia, arqueología, antropología y literatura le dediquen algo de su tiempo
a rescatar su obra dispersa y devolverle algo de lo mucho que dio a Bolivia.
Si tan solo nos pusiéramos a revisar los
números de la Revista de Arte y Letras Khana que él fundó cuando era Oficial
Mayor de Cultura de la Alcaldía de La Paz, tendríamos una medida de su enorme
aporte a la cultura y a la identidad nacional. Sin sesgo político y sin favorecer
capillas ni feudos culturales, cada tres meses Khana abrió sus puertas a los
investigadores más serios de este país, y allí se publicaron textos de Teresa
Gisbert, de José de Mesa, de Carlos Ponce Sanginés, de Julia Elena Fortún,
entre otros. No está por demás añadir que la calidad de la revista decayó
rápidamente cuando Libermann dejó la dirección.
Desde la Alcaldía de La Paz impulsó a
mediados de los años 1950 el primer Festival Anual de Música y Danzas Nativas, creó
la biblioteca paceña y también el Salón Anual Pedro Domingo Murillo, un
espacio privilegiado para los artistas plásticos. Y mientras tanto escribía
poesía, poco conocida todavía.
Hombre cercano a Paz Estenssoro, no tuvo
tan buena “química” con Siles Zuazo quien al llegar a la presidencia en 1956 lo
cesó sin mayor trámite, nombrando en su lugar en el cargo de Director Nacional de
Informaciones, a José Fellman Velarde. Sin ingresos para mantener a la familia,
abrió una pequeña librería en la Imprenta Artística, en la calle Ayacucho que
pertenecía a Jaime Otero Calderón, amigo y partidario político. La pequeña
librería se llamaba Humaniora, como se leía en un gran letrero decorado por
Luis Luksic. No les fue bien: “Fue un maldito negocio, más nos robaban los
libros que lo que vendíamos”, recordaba Jacobo.
Luego de exilios y peregrinajes durante
el régimen de Barrientos, regresó a Bolivia y fue director del vespertino Última
Hora y también columnista de varios diarios en los que colaboró hasta años
recientes. Sin embargo la memoria de ese
océano virtual que es internet es tramposa, porque depende mucho de cómo se
etiqueta la información. Por ello no es fácil encontrar el rastro de los varios
centenares de artículos que publicó Jacobo. Yo conservo algunos que me
interesaron especialmente, como aquel que escribió a fines de 2013 sobre los
chipayas que migran a Chile en busca de mejores oportunidades.
El primer párrafo da una idea del vigor
de su lenguaje de cronista: “A nadie le importa si están aquí, allí, en cualquier
lugar o desaparecen. Los miran sin ver y son transparentes como el vidrio. Parecen
estar y no están. Su tiempo pertenece a un ayer sin fecha. En la estructura
social, desde las oscuras edades del pasado, existe una escala de servidumbres
de los indios chipayas que fueron subalternos de los aymaras y éstos, a su vez
bajo el dominio de los incas, hasta llegar al sistema colonial hispanoamericano
y sus jilakatas mestizos provistos de chicote. Habría que estudiar el papel de
los cholos en el mundo de la explotación india. ¡Ahora lucen sombreros negros
de ala ancha!”.
Su interés por la figura fundacional de
Bolívar lo llevó a dedicar varios años de investigación entre los documentos y
cartas del Libertador y a convertirse en uno de los mayores especialistas de
América Latina. Su obra Tiempo de
Bolívar: 1783-1830, publicada en 1989 en dos tomos, tiene más de mil páginas
que son la mejor prueba de esa dedicación. Paradójicamente, esa obra magnífica no se publicó en Bolivia. La primera
edición se hizo en Colombia y la segunda, dos años más tarde, en Venezuela,
auspiciada por la presidencia de la república. Su incorporación a la Academia
Boliviana de la Historia el 17 de febrero de 1993, no fue sino un reconocimiento
de su enorme capacidad y erudición. Ocupó desde entonces la silla “Z” con la
que empieza su segundo apellido, Zelonka. Como resultado subsecuente de esa
misma investigación publicó, también en Caracas, Sucre, desde el ápice a la adversidad (1995).
En la última conversación que sostuvimos
por teléfono el día de su cumpleaños, el domingo 28 de septiembre, me dijo que
ya no quedaba nadie de su generación para charlar, y que veía cercana la
posibilidad de seguir conversando con mi padre más allá de la vida. Quizás por
eso cuando el corazón volvió a traicionarlo hace unos días y los médicos
recomendaron que fuera internado en una clínica, él, con la plena lucidez que
lo acompañó hasta el último minuto, dijo que prefería quedarse en la casa. Y el
viernes al mediodía, casi entre sueños, decidió que ya era tiempo de irse.
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Es peligroso tener razón cuando el
gobierno está equivocado.
—Voltaire