05 octubre 2014

Jacobo

Hablé con Jacobo Libermann el domingo pasado, para felicitarlo por su cumpleaños. Lo sentí animado como siempre, con esa voz que vibraba de juventud. Y como siempre que hablábamos, rayaba rápidamente la cancha de la conversación recordándome cuán amigo había sido de mi padre y la satisfacción que sentía de que yo hubiese heredado la amistad y el cariño que se profesaban.

Jacobo Libermann, Victor Paz Estenssoro, y Alfonso Gumucio Reyes en Tipuani
Esta vez volvió a evocar una anécdota que en conversaciones anteriores simbolizaba esa amistad especial que tuvo con mi padre, más allá de la militancia política en el MNR, más allá del poder y el exilio, más allá de los ajos y carajos con que Jacobo se expresaba siempre sobre política, pícaro en la lengua y en la mirada.

Recordó la finca San Antonio, en Rosario del Tala, en Entre Ríos, que Jacobo administró cuando estuvo exiliado en Argentina a mediados de la década de 1960, hasta la muerte de Barrientos. Mi padre se recuperaba apenas en Buenos Aires de una operación de la que, en realidad, nunca se repuso totalmente, y Jacobo lo visitó varias veces primero en el hospital y luego en la pensión de Marilú Valdivia de Escobari, donde estaba alojado. En esas visitas solía encontrarlo deprimido, hasta que lo invitó a Rosario del Tala y lo acompañó en el viaje en tren hasta Zárate Brazo Largo y de ahí en ferry hasta Ibicuy sobre el Rio Paraná.

Bertha, esposa de Jacobo, y los cuatro hijos (Máximo, Kitula, Juan y Gilka) los recibieron en el aljibe de la casa con una bandera boliviana atada a una caña larga. Era como estar un poquito en Bolivia, donde por las sinrazones de la dictadura militar no podían estar. “Le dimos una inyección de nueva fuerza a la vida, porque estaba delicado. Ahí estaba él en ese crepúsculo, y la bandera y las vacas mugiendo… y nosotros cantando el himno nacional”.  Esa anécdota y otras las repetía Jacobo con fruición.  

En Rosario del Tala, en Buenos Aires o en el dormitorio de la casa de Obrajes en La Paz, las conversaciones entre Jacobo y mi padre duraban cinco o seis horas, nunca les faltó materia para dialogar y discutir a veces acaloradamente. La política era, por supuesto, uno de los temas que regresaba en las conversaciones. A veces se puteaban, con inmenso cariño.

Con Jacobo, en su casa (2004)
Jacobo era un gran conversador, se expresaba con una energía que podía a veces intimidar a sus interlocutores, porque su manera de afirmar era siempre contundente. Además, se expresaba en un castellano perfecto, con una dicción envidiable, regodeándose en particular con los adjetivos cortantes (las “malas palabras”, que no son necesariamente malas). Los once años de diferencia entre Jacobo y mi padre se borraban a medida que ambos envejecían, sólo que Jacobo tuvo más tiempo para envejecer, tener nietos y bisnietos, y ver cómo el país se convertía en otro país, mientras que mi padre murió a los 67 años, con Jacobo a su lado, pendiente de su último suspiro.

De las veces que visité a Jacobo para conversar, en por lo menos dos ocasiones lo entrevisté largamente, la última de ellas en video, en abril de 2001. La anterior, solo con sonido, fue el 22 de octubre de 1999. En su estudio, rodeado de libros, apoyaba cada uno de sus recuerdos y argumentos exhibiendo algún documento, artículo o fotografía. No había límite de tiempo en esas conversaciones en las que, faltaba más, quien monopolizaba la palabra era él.

Jacobo y mi padre en el puente de Lipari recién construido (1975)
Habría mucho que escribir sobre la personalidad y la obra de Jacobo Libermann. Espero que los especialistas en historia, arqueología, antropología y literatura le dediquen algo de su tiempo a rescatar su obra dispersa y devolverle algo de lo mucho que dio a Bolivia. 

Si tan solo nos pusiéramos a revisar los números de la Revista de Arte y Letras Khana que él fundó cuando era Oficial Mayor de Cultura de la Alcaldía de La Paz, tendríamos una medida de su enorme aporte a la cultura y a la identidad nacional. Sin sesgo político y sin favorecer capillas ni feudos culturales, cada tres meses Khana abrió sus puertas a los investigadores más serios de este país, y allí se publicaron textos de Teresa Gisbert, de José de Mesa, de Carlos Ponce Sanginés, de Julia Elena Fortún, entre otros. No está por demás añadir que la calidad de la revista decayó rápidamente cuando Libermann dejó la dirección.

Desde la Alcaldía de La Paz impulsó a mediados de los años 1950 el primer Festival Anual de Música y Danzas Nativas, creó la biblioteca paceña y también el Salón Anual Pedro Domingo Murillo, un espacio privilegiado para los artistas plásticos. Y mientras tanto escribía poesía, poco conocida todavía.

Hombre cercano a Paz Estenssoro, no tuvo tan buena “química” con Siles Zuazo quien al llegar a la presidencia en 1956 lo cesó sin mayor trámite, nombrando en su lugar en el cargo de Director Nacional de Informaciones, a José Fellman Velarde. Sin ingresos para mantener a la familia, abrió una pequeña librería en la Imprenta Artística, en la calle Ayacucho que pertenecía a Jaime Otero Calderón, amigo y partidario político. La pequeña librería se llamaba Humaniora, como se leía en un gran letrero decorado por Luis Luksic. No les fue bien: “Fue un maldito negocio, más nos robaban los libros que lo que vendíamos”, recordaba Jacobo.

Luego de exilios y peregrinajes durante el régimen de Barrientos, regresó a Bolivia y fue director del vespertino Última Hora y también columnista de varios diarios en los que colaboró hasta años recientes.  Sin embargo la memoria de ese océano virtual que es internet es tramposa, porque depende mucho de cómo se etiqueta la información. Por ello no es fácil encontrar el rastro de los varios centenares de artículos que publicó Jacobo. Yo conservo algunos que me interesaron especialmente, como aquel que escribió a fines de 2013 sobre los chipayas que migran a Chile en busca de mejores oportunidades.

El primer párrafo da una idea del vigor de su lenguaje de cronista: “A nadie le importa si están aquí, allí, en cualquier lugar o desaparecen. Los miran sin ver y son transparentes como el vidrio. Parecen estar y no están. Su tiempo pertenece a un ayer sin fecha. En la estructura social, desde las oscuras edades del pasado, existe una escala de servidumbres de los indios chipayas que fueron subalternos de los aymaras y éstos, a su vez bajo el dominio de los incas, hasta llegar al sistema colonial hispanoamericano y sus jilakatas mestizos provistos de chicote. Habría que estudiar el papel de los cholos en el mundo de la explotación india. ¡Ahora lucen sombreros negros de ala ancha!”.

Su interés por la figura fundacional de Bolívar lo llevó a dedicar varios años de investigación entre los documentos y cartas del Libertador y a convertirse en uno de los mayores especialistas de América Latina. Su obra Tiempo de Bolívar: 1783-1830, publicada en 1989 en dos tomos, tiene más de mil páginas que son la mejor prueba de esa dedicación. Paradójicamente, esa obra magnífica no se publicó en Bolivia.  La primera edición se hizo en Colombia y la segunda, dos años más tarde, en Venezuela, auspiciada por la presidencia de la república. Su incorporación a la Academia Boliviana de la Historia el 17 de febrero de 1993, no fue sino un reconocimiento de su enorme capacidad y erudición. Ocupó desde entonces la silla “Z” con la que empieza su segundo apellido, Zelonka. Como resultado subsecuente de esa misma investigación publicó, también en Caracas, Sucre, desde el ápice a la adversidad (1995).

En la última conversación que sostuvimos por teléfono el día de su cumpleaños, el domingo 28 de septiembre, me dijo que ya no quedaba nadie de su generación para charlar, y que veía cercana la posibilidad de seguir conversando con mi padre más allá de la vida. Quizás por eso cuando el corazón volvió a traicionarlo hace unos días y los médicos recomendaron que fuera internado en una clínica, él, con la plena lucidez que lo acompañó hasta el último minuto, dijo que prefería quedarse en la casa. Y el viernes al mediodía, casi entre sueños, decidió que ya era tiempo de irse.
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Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado.
—Voltaire