21 febrero 2014

Imagine

Imagine, imagen, imago, imaginación… La raíz de estas palabras tiene magia. Desde el arte rupestre en las cuevas de Altamira y las pictografías del neolítico, hasta los dibujos y canciones de John Lennon, hay un universo infinito de imágenes y de imaginación. Todos hemos sentido el impulso, muchos la vocación y algunos privilegiados el talento, de representar y de interpretar la realidad a través de signos, imágenes, formas y colores.

Las expresiones artísticas pagan mal. No basta el amor al arte ni la voluntad de plasmar una obra sobre papel, lienzo o celuloide. La trascendencia de las obras de arte y de los artistas no depende solamente de la calidad de la expresión.  Además, ¿qué se entiende por “calidad”?

Obra de Diego Torres (2013)
La trascendencia del arte es el resultado, en gran medida, de las circunstancias históricas y del contexto social en que se desarrolla. Cada vez más el “mercado” determina el valor de intercambio del arte y a ello contribuyen galerías, curadores y comerciantes. Las grandes obras de arte se hacían con sangre y sudor, hoy las obras que mejor se venden son el resultado de cálculos comerciales. Tantos artistas han muerto y morirán pobres y desconocidos, y son tan pocos los que en vida o después de muertos recibirán algún reconocimiento por su obra.

Las líneas que preceden están motivadas por aquello que constato en nuestro país, donde la actividad artística es tan difícil e ingrata, que uno admira a quienes se dedican a escribir, a pintar y esculpir, a componer música, a realizar una película o a montar una obra de teatro o danza. Las artes mayores sobreviven porque los artistas invierten en ellas sus neuronas y pulmones, sin otro objetivo que establecer un diálogo y obtener un mínimo de reconocimiento por su trabajo.

Pensaba en esto mientras recorría con Diego Torres la exposición 4DKDAS (“cuatro décadas”, para los lentos de entendimiento), una reunión de artistas de los “años ácidos”. Re-unión, palabra que tiene su peso. Vuelven a unirse cuarenta años más tarde Rodolfo Asbún, Armando Urioste, Gastón Ugalde, Jaime Taborga y el propio Diego Torres, parte de ese grupo más amplio de artistas (en el que también estaban Juan Luis Recacoechea, Ricardo Bonel, Javier Salgueiro, Federico Freudenthal, Eduardo López, Roberto Borda y Jorge Valdez) que incursionaron a mediados de la década de 1970 en la pintura, la poesía, el cine y la fotografía. 


Lo hicieron en un momento difícil en el país, durante la dictadura del coronel (luego general) Hugo Bánzer. El contraste no podía ser mayor: de un lado un régimen duro que proclamaba “orden, paz y trabajo” a la manera del “generalísimo” Franco o de los militares brasileños. Del otro lado un grupo de jóvenes con una identidad contestataria, melenudos y barbudos, vestidos con pantalones “campana”, manifestando su inconformidad a través de expresiones a veces artísticas y otras menos, similares a las que motivaron en la década de 1910 el surgimiento del dadaísmo en Europa. Todos los movimientos artísticos nacen de un rechazo, de una ruptura.

En 1974 el Museo Nacional de Arte, que entonces dirigía Teresa Gisbert de Mesa, abrió sus espacios del 21 al 25 de octubre para que este grupo sin nombre pero con identidad ingresara por la puerta grande. No todos tenían el mismo talento creativo o pericia técnica, pero todos sentían el mismo entusiasmo por manifestar su rebeldía. Por ejemplo, cuando la dictadura prohibió los cabellos largos y las barbas, Diego Torres hizo una obra-objeto alusiva al tema, usando sus propios cabellos. Vale anotar que no aparecía en el grupo de artistas ni una sola mujer.

Recuerda Diego Torres, celoso guardián de esa memoria, que el grupo se constituyó de una manera “casual, espontánea”. En 1973 y 1974 empezaron a hacer publicaciones, presentaciones en las que mezclaban poesía, música y algo de teatro, y luego exposiciones de pintura y fotografía. La mayoría del grupo siguió en el campo de las artes, en unos casos dedicándose por entero y en otros como actividad secundaria.

Cuatro décadas después...
Más allá de sus actividades artísticas, al grupo lo unían la complicidad generacional y las aventuras lúdicas que compartían. Dice con picardía Diego Torres: “Hacíamos viajes a la isla del Sol o a Sorata, ‘viajes' internos y externos, ocasiones para descubrir lugares, sacar fotos, buscar temas y también para estar en la naturaleza, una búsqueda propia de esos tiempos: la gente joven salía de la ciudad al campo, era un afán de descubrir la naturaleza y también las culturas propias del lugar. Era una época en la que de manera espontánea y sin ningún decreto o ley de por medio, queríamos saber cómo eran las culturas del país donde vivíamos”.

Unos se iniciaron como dibujantes o cineastas, y luego derivaron de manera más sostenida hacia la pintura o la poesía. Diego Torres se dedicó en paralelo el cine, la poesía y la pintura, pero ante la pregunta “con cuál te quedarías si tuvieras que escoger” responde sin dudarlo: “con el cine podría incorporar elementos de la pintura y de la poesía”.

La muestra presentada en el Espacio Patiño es una manera de cerrar con nostalgia el círculo de cuatro décadas. Si bien los cinco artistas comparten una raíz común que se remonta a los “años ácidos”, tienen personalidades que a lo largo del tiempo se han ido diferenciando claramente por su manera de encarar la experiencia artística y, por último, de vivir la vida.

Obra de Jaime Taborga (1998)
Gastón Ugalde tiene una trayectoria creativa caracterizada por una productividad mayor a la de los otros. Su obra plástica innovadora ha podido proyectarse con éxito en espacios internacionales a los que no es fácil acceder. Armando Urioste es un fotógrafo exigente cuya obra en blanco y negro es de excepcional calidad y belleza. Jaime Taborga conserva la capacidad de jugar con el arte, sus collages y sus textos rezuman humor e ironía sobre los símbolos de la hegemonía cultural. Rodolfo Asbún mantiene la actividad pictórica como un complemento de otras actividades. Y Diego Torres, finalmente, muestra la constancia y la voluntad de mantener el equilibrio entre sus incursiones en el cine, su poesía de artesano y su expresión pictórica, más formal y menos cuestionadora que hace cuarenta años.

Me quedan preguntas sobre quiénes son los productores de arte que en 2014 representan las rupturas que este grupo heterogéneo representaba en 1974. ¿Tenemos hoy grupos de artistas que desafían las convenciones y tienen la capacidad de ser innovadores, renovadores de nuestras maneras de mirar el laberinto visual en el que vivimos? ¿O las nuevas generaciones se han instalado definitivamente en el conformismo y el autismo tecnodependiente?


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No existe movimiento sin una diferencia,
no existe enamoramiento sin la transgresión de una diferencia.
—Francesco Alberoni