El 31 de octubre del 2013 a los 83 años de edad murió con un cáncer de
páncreas el escritor Gérard Adam de Villiers. La noticia pasó casi desapercibida en estas alturas
altiplánicas, porque pocos en Bolivia conocen a este francés que publicó 200
novelas de espionaje (a un promedio de 4 por año), que fueron traducidas a muchos idiomas y que vendió la friolera de
150 millones de ejemplares desde que comenzó en 1965 con la saga de su
personaje estrella, el espía Su Alteza Serenísima (SAS), el príncipe Malko.
La prolífica y famosa serie SAS cuenta las aventuras de
este espía internacional que aparece con la misma facilidad en cualquier ciudad
o rincón del mundo, vinculado a organismos de inteligencia nacionales e
internacionales, a conspiraciones y complots. No hay ciudad del mundo que no
haya aparecido en sus novelas, pero no es la cantidad de obras la que posicionó
al escritor entre los especialistas del género, sino la exactitud de la
información ofrecida.
Esto se atribuyó durante mucho tiempo a los
viajes de dos o tres semanas que de Villiers realizaba a los países para reunir
información para sus proyectos. Su disciplina era legendaria: dos semanas de
exploración en el terreno y seis semanas de escritura en París le permitían
entregar una nueva novela cada enero, abril, junio y octubre. Sus ingresos
anuales de aproximadamente un millón de euros le garantizaban una vida
confortable en alguna de sus mansiones.
Como otros escritores de novelas de espionaje
que se venden bien pero que no merecen mucho el respeto de la crítica, la vida
de este autor permaneció en una conveniente zona de discreción hasta que el New
York Times le dedicó un largo artículo en enero del 2013, escrito por Robert
Worth, colocándolo bajo los reflectores del mundo editorial. Una revista francesa retomó el tema en agosto
2013 para revelar que de Villiers había trabajado con el servicio de
inteligencia francesa (SDECE), lo cual explicaría la información de primera
mano que revelaban sus novelas.
Como puertas que se abren hacia una verdad más
interesante que la que deja suponer el éxito superficial de los best sellers, siguieron apareciendo testimonios
de diplomáticos y antiguos oficiales de inteligencia de varios países que
dieron a entender que de Villiers obtenía su información de fuentes de inteligencia
en activo.
Así se sucedieron novelas cuyo título
generalmente indicaba el lugar de los hechos narrados, varias de ellas
ambientadas en la región latinoamericana e inspiradas en hechos históricos y
políticos reales, como Duelo en
Barranquilla, El orden reina en
Santiago, Visa para Cuba, SAS
contra la CIA, La caza del hombre en Perú, Samba para SAS, El ángel de Montevideo, Cruzada en Managua, Ciudad Juarez, Que viva Guevara, El hombre fuerte de Panamá, etc.
Una nota reciente de mi amigo Carlos Carrasco
me convenció de que no sería mala idea recordar la novela que de Villiers
escribió sobre Bolivia, Safari a La Paz,
sobre la que yo publiqué un largo comentario en el suplemento Semana de Ultima Hora, el viernes 10 de
junio de 1977. Quizás fui uno de los pocos lectores que esa novela tuvo en
Bolivia.
Leí ese y otros de sus libros, que no pueden
ser clasificados entre las grandes obas literarias, pero que tienen un rasgo
interesante, que es la descripción minuciosa de algunos detalles que nos hacen
pensar que reunía cuidadosamente información sobre cada caso, ciudad o país
sobre el que iba a escribir. Al menos
tiene el mérito de haber conocido los lugares sobre los que escribió, viajó bastante
más que Lobsang Rampa, aquel místico autor de El tercer ojo y otros best-sellers,
de quien luego se supo que era el buen señor inglés Cyril Henry Hoskin que
nunca había salido de su casa en Surrey, hasta que las revelaciones sobre su
verdadera identidad lo llevaron a huir a Irlanda, a Uruguay y finalmente a Calgary
en Canadá, donde falleció. En nuestra época de búsqueda de la espiritualidad todos
leímos con fruición sus primeras novelas, y muchos nos sentimos igualmente
engañados cuando se supo la verdad, aunque otros muy voluntariosos todavía le
rinden culto.
De Villiers no engañaba a nadie porque no
ofrecía sino una buena trama de espionaje basado en hechos reales, o al menos
probables. En Safari a La Paz se
inspira en la cacería del viejo nazi refugiado en Bolivia.
Klaus Barbie vivía todavía en La Paz y
caminaba tranquilamente por el Prado cuando de Villiers publicó su novela y
cuando yo publiqué mi comentario sobre ella. Probablemente leyó ambos muy
divertido, pues en esa época gozaba de la protección del dictador Bánzer y más delante
de la que le brindó García Meza (si
olvidar que ya había sido protegido por el gobierno de Estados Unidos
entre 1947 y 1951, como otros jerarcas nazis).
No fue sino años más tarde, durante el gobierno de Hernán Siles Zuazo,
que el “carnicero de Lyon” fue deportado a Francia, el 25 de enero de 1983,
para ser juzgado allá por los crímenes de guerra que cometió como jefe de la
Gestapo en esa ciudad del sur de Francia. Condenado a 4 años de cárcel en 1987,
murió en prisión en 1991.
El comentario que escribí tiene ahora cierto
valor histórico por el hecho de que daba cuenta para los lectores paceños, de una
novela que hurgaba un tema todavía candente. Fue por ejemplo en esa época que
otro escritor francés, René Hardy, a quien llegué a conocer en su casa en
París, llegó a Bolivia para identificar en la calle a Barbie, que vivía en
Bolivia escondido detrás del apellido Altmann. Con el mismo propósito estuvo en
nuestro país la cazanazis Beate
Klarsfeld, quien llegó dos veces a principios de la década de 1970 para exigir
la extradición. El 23 de febrero de 1972 ni siquiera la dejaron abordar el
avión en Lima, con destino a La Paz. A ese extremo protegía el gobierno militar
al viejo nazi.
Ese es el contexto histórico de la novela,
pero como mi comentario sobre Safari a La
Paz es un poco largo, lo dejo para la siguiente entrega.
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La política es más peligrosa que la
guerra,
porque en la guerra sólo se muere una
vez.
—Winston Churchill