Las colecciones privadas de arte son la
base de los grandes museos que hoy nos permiten ver la evolución de la pintura
o de la escultura a través del tiempo. No tendríamos acervos magníficos como el
del Museo del Prado en Madrid sin la colección privada de Carlos V y Felipe IV,
como no tendríamos el Hermitage en San Petersburgo sin las colecciones
acumuladas por los zares. El Museo Guggenheim y la colección Frick en New York,
o el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, entre muchos otros, nacieron con base
a colecciones privadas que ahora disfruta el gran público.
Así es el Museo Soumaya en México, cuyo
dueño Carlos Slim –el hombre más rico del mundo– decidió que será siempre
gratuito, lo cual democratiza el acceso a las obras de arte. Admirado por unos
y vilipendiado por otros, el museo es demasiado importante como para
despreciarlo. No sólo está abierto a todos sino que uno puede fotografiar
libremente todas las obras (sin flash) como en casi todos los museos mexicanos,
a diferencia de los museos en otros países donde los cancerberos del arte lo
impiden torpemente sin jamás ofrecer una explicación lógica.
Estuve la primera vez en el Museo Soumaya
de Plaza Carso el día de su inauguración oficial, el 1 de marzo 2011. Estaban
allí García Márquez, Larry King y otras personalidades, como conté en su
oportunidad.
He vuelto muchas veces desde entonces,
acompañando a amigos que pasan por México, y mi primera impresión prevalece: es la colección privada de
arte más importante de América Latina, pero se exhibe con un criterio
museográfico precario. El eclecticismo de la colección contamina la
improvisación o inexperiencia de sus curadores.
El último piso, el de las esculturas, es
quizás el más coherente pues en un espacio abierto, sin divisiones, se puede
apreciar la magnífica colección de obras de Dalí, Rodin y Camille Claudel,
entre otros. En los otros niveles inferiores hay extensas colecciones de Renoir
y obras magníficas de pintores europeos y mexicanos, lamentablemente dispuestas
de una manera arbitraria. Por ejemplo, se agrupan por temas las obras (caballos,
montañas, marinas, retratos) como si se tratara de una exposición temporal
cuando habría sido mejor agrupar las obras por autores o por periodos
históricos.
Se le ha criticado a Slim coleccionar de
todo un poco y sin un criterio artístico definido y claro, como aquellos nuevos
ricos que llenan sus paredes de cuadros valiosos sin entenderlos. Sin embargo
gracias a esa manera algo arbitraria de acumular obra, México tiene la segunda
colección más importante de Rodin fuera de Francia, decenas de Renoir, una
veintena de esculturas de Dalí magníficas, entre muchas otras colecciones que
cubren seis siglos de arte. Hay para todos los gustos.
Gracias al eclecticismo de la colección puedo ahora comentar una serie de 13 óleos relacionados a las riquezas
(y pobrezas) de la minería en Potosí a fines del siglo XVIII o principios del
siglo XIX. Se trata de una serie que representa los trajes de mujeres y hombres
que dicen mucho del auge de la plata cuando la ciudad tenía más habitantes y
riquezas que las principales capitales europeas y estaba en la cúspide de su
fama.
La serie de cuadros de autor anónimo
europeo –un mismo autor, a juzgar por el tamaño de los bastidores (aproximadamente
40 x 60 cms) y la técnica utilizada– es hermosa por cuanto muestra con
extraordinaria fidelidad a los personajes de Bolivia en esa época.
Los nombres de los cuadros son
descriptivos: “Traje de una señora de la ciudad de La Plata y el de la criada
de recámara”; “Trajes de una señora vestida para ir a la iglesia o de visita, y
de una esclava negra que lleva libro de rezo, pañuelo y caja de tabaco, ambas
de la ciudad de La Plata”; “Trajes de los indios de la provincia de Mojos”, “Traje
de un indio del pueblo de Charasani, partido de Larecaja de la provincia de La
Paz, robustos, ágiles y astutos, dedicados a labrar y comerciar poros, mates y
otras especies medicinales. El de una india del mismo partido, cargada con
mercancía y su hijo o guagua”; “Traje de un mestizo o cholo de la provincia de
Cochabamba, vendedor de jabón, ligas y fajas de lana. El de las mujeres de la
misma provincia, comerciantes de molinillos, lienzos, algodón, pólvora y
manufacturas semejantes”; “Traje de mulatos camiluchos”, “Traje de un mestizo o
cholo de la provincia de Santa Cruz con guitarra y cigarro, y el de una señora
de la misma provincia”; “Trajes de indios de la fiesta de Tinguipaya, Potosí”,
“Indios chiriguanos de la cordillera de los sauces, partido de Tamina de la
provincia de La Plata, pacíficos y amigables con os pueblos vecinos, productores
de palillo, azafrán, chile arivivi, resina, cerbatana. El de una india chiriguana
cargada con mates y bejuco”; “Trajes de indios de la laguna del Partido y
subdelegación de Chucuito, Potosí”; “Trajes de un indio potoleño del pueblo de
Quilaquila, vestido de gala para las fiestas de carnaval, y el de una india
potoleña”; “Traje de los indios de la villa de Potosí en la faena de purificar
la plata” y "Trajes de los indios danzantes en la fiesta del Corpus Christi".
Estas detalladas y sugestivas leyendas
del artista están escritas en cada cuadro al pie de los personajes
representados como si se tratara de un catálogo antropológico. Si bien los
personajes de los cuadros no pertenecen exclusivamente a Potosí, la serie está
unificada por lo que la riqueza de la plata representaban en ese momento.
Cochabamba era el granero que alimentaba las minas, La Plata era la residencia
de los gobernantes y de los más ricos, y los pueblos del altiplano eran los
lugares de procedencia de los indios que trabajaban en las minas. Potosí era el
centro de todo aquello.
Así se describe en una nota al inicio de
la serie: “El Cerro Rico alimentó de plata al Imperio español. En 1545 se fundó
en sus faldas la ciudad de Potosí, que a mediados del siglo XVII se erigió como
la villa industrial más grande del mundo. Después de un siglo, como atestigua
esta serie de pinturas costumbristas, seguía siendo el centro social y
económico de mayor importancia en una amplia región de Sudamérica. (…) La
abundancia de plata y de relatos trágicos y fantásticos de las minas del Cerro
Rico, que desde el sur del Perú y en el norte boliviano que continúa cifrada
para nosotros en tres palabras vigentes desde el siglo XVI: vale un Potosí”.
Y pensar que aún hoy hay bolivianos que
nunca han visitado Potosí…
Esa serie sobre Potosí es una de las
satisfacciones que me ha ofrecido el Museo Soumaya, que miro todos los días a
escasos 50 metros desde la ventana de nuestro dormitorio en el piso 12 del edificio
Rodin en Plaza Carso. Su revestimiento de hexágonos de metal cambia de brillo y
color a lo largo del día y refleja los estados de ánimo del cielo en diferentes
estaciones del año.
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Desde las bocas de los cinco
socavones que los españoles abrieron en el cerro rico
se ha chorreado la riqueza a lo
largo de los siglos. —Eduardo
Galeano