A principios de
1981, treinta años atrás, fue publicado en Francia mi libro Bolivie cuyas pruebas de página había
corregido en septiembre de 1980 en condiciones estimulantes en algún sentido y
deprimentes en otro, ya que me encontraba como asilado político en la
residencia de la Embajada de México, en la calle 5 de Obrajes, en La Paz, luego
de haber pasado un par de semanas en la clandestinidad a raíz del golpe militar
del General de Caballería Luis García Meza. Pero no es el episodio político que
quiero recordar ahora, sino la pequeña historia del pequeño libro publicado en
la colección “Petite Planète » (Pequeño
Planeta) de la editorial francesa Le Seuil.
De cómo llegué a
publicar en esa colección tiene su propia historia detrás de bastidores, porque
yo no era más que un estudiante de cine en el IDHEC (Instituto de Altos
Estudios de Cinematografía), por entonces la principal escuela de cine de
Europa, y como escritor solamente había publicado en Bolivia dos libros de poemas
(Antología del asco y Razones técnicas), uno de conversaciones
con escritores (Provocaciones), unos
cuentos en un libro colectivo (Seis
nuevos narradores bolivianos) y un ensayo sobre cine latinoamericano (Cine, censura y exilio en America Latina)
resultado de un breve periodo de clases que impartí en la Universidad Mayor de
San Andrés.
Los libros
mencionados salieron antes que Bolivie
en Francia, es decir, antes de 1981, pero cuando yo logré el contrato con Le
Seuil en 1977, tenía 26 años y no había publicado ninguno. Era nada más un aprendiz de
brujo, con más entusiasmo que otra cosa.
Me gustó tanto la
colección “Petite Planète” cuando la vi en librerías, que me propuse escribir
el libro sobre Bolivia. Cada uno de esos volúmenes de menos de 200 páginas era
una deliciosa introducción al país del que se ocupaba. El texto era conciso, fácil
de leer, y llevaba ilustraciones en casi todas las páginas. Hoy es común encontrar ese diálogo
visual entre texto e imágenes a todo color en colecciones tan bellas como las
que publica “La Découverte” en Francia, pero en esa época “Petite
Planète” estaba en la
vanguardia.
La directora de la
colección era Simone Lacouture, autora, además, del libro sobre Egipto, país
que conocía muy bien. Simone no era tan conocida entonces –ni ahora- como su
marido, Jean Lacouture, biógrafo de personalidades como De Gaulle, Nasser,
Blum, Mauriac, Montesquieu, Stendhal y Malraux, entre otros, que se suman a
medio centenar de libros fundamentales sobre los países árabes y sobre la política
francesa.
Para conseguir una primera cita con Simone, acudí a mi buen amigo Pierre Kalfon, que había escrito
el tomo sobre Argentina, donde fue
corresponsal de “Le Monde” durante varios años. Pierre escribió un libro lleno
de humor y a la vez agudo, capaz de capturar la esencia de Argentina y de los
argentinos. Él le pidió a Simone que me recibiera, y lo primero que ella me dijo
es que el libro de Pierre sobre Argentina era un modelo para ella: “Es el mejor
de toda la colección”, afirmó.
Pero inmediatamente
después me bajó los ánimos cuando me dijo: “Pero usted no puede ser autor de
esta colección, por dos razones: la principal es que usted es boliviano, y
hemos evitado que los autores escriban sobre sus propios países, preferimos una
mirada desde afuera, menos subjetiva. Y segundo, la lengua francesa no es su
lengua materna, de modo que no podría usted escribir el libro en francés”.
En los dos puntos
tenía razón. Mi francés era aún precario cuando conversamos por primera vez a
mediados de 1975, y con mi nacionalidad no había mucho que hacer, estaba en mis
genes. Pero entonces mi determinación me llevó a hacerle una propuesta. Le dije que iba a escribir 2 o 3 capítulos
del libro, sin compromiso editorial alguno, y que se los iba a presentar en
francés en un par meses, después del verano. Aceptó la idea insistiendo en que
no comprometía para nada a la editorial "Le Seuil", una de las más importantes en
ese momento.
Un tiempo después
le presenté los capítulos. Me había
entusiasmado escribirlos, y lo hice de un tirón, seleccionando al mismo tiempo
las ilustraciones (por ejemplo, dibujos que le pedí especialmente a mi amigo
Luis Zilveti). Aunque escribí algunas partes directamente en francés,
especialmente los títulos de los capítulos y algunas expresiones, me ayudó en
la traducción definitiva mi amiga Monique Roumette, profesora de castellano que
maneja ambos idiomas sin la menor dificultad.
Luego de leerlos,
Simone Lacouture puso el contrato frente a mi. Le había gustado el texto sobre todo porque se podía leer
como si fuera una narración cinematográfica. Estaba muy contenta con el
resultado. De ese modo me convertí en el único autor -de toda la colección de más
de un centenar de libros- que escribió sobre su propio país. Y el libro se
publicó con el número 63 en la colección, en un primer tiraje de 30 mil ejemplares, que para la época era mucho. Como tapa utilizaron una foto de Alain Mesili, otro amigo. Resta decir que es el único libro con el que he ganado algo de dinero. Todo lo
demás ha sido amor al arte.
Lo anterior viene a
cuento no solamente porque se han cumplido ahora 30 años de la publicación del
libro, hoy agotado y jamás publicado en castellano, sino porque estuve en París hace dos semanas, visité a mi
amigo Pierre Kalfon, y durante la conversación salió el nombre de Simone
Lacouture. “Acaba de morir hace unas semanas, en julio”, me dijo Pierre, y otra
vez sentí, como tantas otras veces este año, que una parte de mi propia
historia se había muerto.
“Murió tranquila –añadió
Pierre- puso música de Mozart y se fue a su cama a dormir. Y ya no despertó más”.