06 septiembre 2011

Los 100 de Mario Monteforte


Fui muy cercano a Mario Monteforte Toledo durante los años finales de su vida, y este 15 de septiembre en que celebraría su cumpleaños número 100, quiero recordarlo.

Mario fue uno de los grandes de la literatura de Guatemala, junto a Miguel Ángel Asturias (el del Premio Nóbel), a Tito Monterroso (el del dinosaurio) y a Luis Cardoza y Aragón (el de "la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre"). Ellos eran los cuatro mosqueteros de una generación fundamental de las letras de Guatemala. Los cuatro vivieron una parte importante de sus vidas fuera de su país; Asturias entre Francia, Argentina y otros destinos diplomáticos, mientras Monterroso, Cardoza y Aragón y Monteforte desarrollaron gran parte de su obra en México. Solo Mario regresó a Guatemala luego de los años de exilio, y allí murió el 4 de septiembre del 2003, pocos días antes de cumplir 92 años.
Monteforte estuvo de paso por La Paz, Bolivia, el año 1971, para pedir al gobierno del General Juan José Torres la liberación de Regis Debray. Por entonces yo era un incipiente periodista que escribía en “El Nacional”, el diario del gobierno. Lo entrevisté en el Hotel Sucre, en la Avenida 16 de Julio (el Prado); nos sentamos a conversar sobre su obra que yo no conocía porque era imposible conseguir sus libros en Bolivia. Para entonces ya había publicado novelas tan importantes como Anaité (1948), Entre la piedra y la cruz (1948), Donde acaban los caminos (1952), Una manera de morir (1958), y Llegaron del mar (1966).  
Quién iba a pensar, cuando lo entrevisté en La Paz, que seríamos amigos 30 años después. Por esas vueltas que da la vida, me tocó aterrizar en Guatemala a fines de 1997 y tropezarme con él en una recepción de esas que celebraban el retorno del país a la vida democrática, en las que participaban lado a lado autoridades del gobierno y exguerrilleros como Rolando Morán (Ricardo Ramírez de León) a quien conocí en esa misma ocasión. Allí reanudé la relación con Mario y se inició una amistad que solamente quedó interrumpida con su muerte.

Sobre todo durante los dos años últimos de su vida, vi a Mario con frecuencia. Lo visitaba en su casa o él venía a la nuestra (alguna vez con Maco Quiroa, otras con Efraín Recinos, Alan Mills, y otros), o salíamos al cine o a pasear. Caminaba sobre sus queridos zapatos Clarks, ingleses, envejecidos pero cómodos, no los cambiaba por otros. En el cine protestábamos al unísono por el comportamiento poco civilizado de la audiencia, incapaz de mantener silencio para ver una película.  Mario decía que la burguesía guatemalteca de antes, en los años cuarenta, era por lo menos culta, leía mucho, sabía de música, de teatro: “La de hoy es de una ignorancia lamentable, mucho dinero y muy poco en la cabeza”.

El cine le encantaba, y no solamente verlo. Pocas veces lo vi tan entusiasmado como cuando se hizo la película basada en su novela y guión Donde acaban los caminos. Lo acompañé varias veces a Antigua para asistir a la filmación, que dirigía el mexicano Carlos García Agraz. No quería perderse nada, se involucró tanto, que en los créditos aparece como Productor Ejecutivo.  

Solía acompañar a Mario a montar caballo, una de sus pasiones. Esperado era el nombre que le había puesto a su caballo andaluz de pelaje blanco. ¿Qué habrá pasado con Esperado? Mario lo acariciaba, le llevaba zanahorias y dulces para consentirlo. En mis viajes yo sabía lo que debía traer de regalo para Mario: dulces típicos de los países que visitaba.  Cuando traje de Camboya unos pedazos de chancaca (piloncillo o panela), los recibió alborozado: “Está muy rico, no sé si va a quedar algo para Esperado”, me dijo.

En su departamento sosteníamos largas conversaciones en las que a mi me interesaba más escuchar que hablar. Sacaba una botella de tequila Don Julio (que acabó regalándome) o un té especial que guardaba celosamente. Me mostraba su colección de dagas o los cuadros que empezó a pintar en la última etapa, o mencionaba los tiempos en que fue campeón de esgrima. Yo escuchaba, lo grababa y filmaba cuando me lo permitía. Y cuando no lo grababa, al regresar a casa escribía una síntesis de lo que me había contado. La vida de Mario era fascinante, porque la literatura no era sino una de sus facetas.

Sociólogo y abogado de profesión, tuvo una intensa vida política desde 1944. Como militante destacado del Partido Unificado de la Revolución, fue elegido diputado en 1944 tras el derrocamiento del dictador Jorge Ubico. En 1946 fue nombrado embajador de Guatemala en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y, dos años después, accedió a la vicepresidencia de la República, durante el gobierno de Juan José Arévalo. También desempeñó la presidencia del Congreso Nacional. 

El escritor Gore Vidal visitó Guatemala en esa época y Mario lo acogió.  Años después Vidal escribiría que Monteforte Toledo era en esa época” la persona más interesante dentro y fuera de Guatemala”. 

En 1956, poco antes de la llegada al poder del General Castillo Armas gracias a un golpe militar fraguado por la CIA, Monteforte se fue a México. No estaba de acuerdo con la manera como Jacobo Arbenz había llegado a la presidencia, rodeado por un grupo “de pícaros”.  

Durante una larga estancia en Ecuador construyó una amistad entrañable con Guayasamín (quien pintó su retrato) y con los Adoum (Jorgenrique, Nicole, Alejandra). A la muerte de Mario, Jorgenrique escribió: “No sé a quien darle el pésame, como no fuera a mi mismo”. 

Estuvo 35 años exiliado. Dio clases en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), publicó numerosos libros y escribió regularmente durante 16 años en la revista “Siempre”. 

Al regresar a Guatemala, no dudó en dar el salto de la máquina de escribir a la computadora, lo cual a su edad era un gesto de audacia. Decía: “Odio y amo la computadora, pero me sirve”.  Me llamaba por teléfono con voz de urgencia: “Se me ha borrado todo el artículo que estaba escribiendo para El Periódico, ¿qué hago ahora?”. Le explicaba que si no apretó la tecla “delete”, no había perdido nada.  Bastaba que mantuviera la computadora encendida hasta que yo llegara a su casa para resolver el problema.

Entre las muchas virtudes y habilidades de Mario, me maravillaba su dicción en inglés, perfecta, con un acento británico impecable. Era una delicia escucharlo repetir de memoria el soliloquio de Hamlet: “To be or not to be”, tanto que alguna vez le pedí que lo dijera frente a mi cámara de video.  

Su conocimiento profundo de las lenguas le permitía traducir tanto a Pessoa como a Joyce. Como recuerda Jorgenrique Adoum: “Una muestra insólita de su talento literario fue el artículo ‘Finnegans Wake: Presentación y algunas páginas’, publicado en La cultura en México, suplemento de Siempre: se trata de nueve cuartillas de su traducción de la obra de Joyce. Leerla es una hazaña casi igual a la de escribirla: publicada en 1939, Finnegans Wake es una «estela funeraria bajo la cual se han abandonado a la putrefacción los restos de toda la literatura anterior». Pero Mario, ‘con optimismo de boy-scout’, creía, como Poe, que todo lo que ha sido creado por la mente del hombre puede ser comprendido por la mente del hombre”.  




















Como toda memoria, la mía sobre Mario Monteforte está hecha de muchos fragmentos de conversaciones, textos, anécdotas e imágenes. De todas las fotos que atestiguan los momentos que pasamos en compañía de Mario, hay una por la que tengo especial predilección. En ella aparece también Efraín Recinos, el gran artista guatemalteco, uno de sus amigos más queridos. Esa foto me gusta porque Mario y Efraín, a pesar de la diferencia de edad, fueron los mejores amigos que tuve en Guatemala. Ambos estaban más allá del bien y del mal, por encima de las pequeñeces cotidianas típicas de un pueblo chico que no ve más allá de sus fronteras. Un hábil artesano de Antigua hizo a partir de la foto una escultura en cerámica, que conservo como uno de mis bienes más preciados.