Fui muy cercano a Mario Monteforte Toledo
durante los años finales de su vida, y este 15 de septiembre en que celebraría
su cumpleaños número 100, quiero recordarlo.
Mario fue
uno de los grandes de la literatura de Guatemala, junto a Miguel Ángel Asturias
(el del Premio Nóbel), a Tito Monterroso (el del dinosaurio) y a Luis Cardoza y
Aragón (el de "la poesía es la única
prueba concreta de la existencia del hombre"). Ellos eran los cuatro mosqueteros de una generación fundamental de las letras
de Guatemala. Los cuatro vivieron una parte importante de sus vidas fuera de su
país; Asturias entre Francia, Argentina y otros destinos diplomáticos, mientras
Monterroso, Cardoza y Aragón y Monteforte desarrollaron gran parte de su obra
en México. Solo Mario regresó a Guatemala luego de los años de exilio, y allí
murió el 4 de septiembre del 2003, pocos días antes de cumplir 92 años.
Monteforte estuvo
de paso por La Paz, Bolivia, el año 1971, para pedir
al gobierno del General Juan José Torres la liberación de Regis Debray. Por entonces yo era un incipiente periodista que escribía en “El Nacional”,
el diario del gobierno. Lo entrevisté en el Hotel Sucre, en la Avenida 16 de
Julio (el Prado); nos sentamos a conversar sobre su obra que yo no conocía
porque era imposible conseguir sus libros en Bolivia. Para entonces ya había
publicado novelas tan importantes como Anaité (1948), Entre la piedra y la cruz (1948), Donde acaban los caminos (1952), Una manera de morir (1958), y Llegaron
del mar (1966).
Quién iba a pensar, cuando lo entrevisté
en La Paz, que seríamos amigos 30 años después. Por esas vueltas que da la
vida, me tocó aterrizar en Guatemala a fines de 1997 y tropezarme con él en una
recepción de esas que celebraban el retorno del país a la vida democrática, en
las que participaban lado a lado autoridades del gobierno y exguerrilleros como
Rolando Morán (Ricardo Ramírez de León) a quien conocí en esa misma ocasión. Allí
reanudé la relación con Mario y se inició una amistad que solamente quedó
interrumpida con su muerte.
Sobre todo durante los dos años últimos
de su vida, vi a Mario con frecuencia. Lo visitaba en su casa o él venía a la nuestra
(alguna vez con Maco Quiroa, otras con Efraín Recinos, Alan Mills, y otros), o salíamos
al cine o a pasear. Caminaba sobre sus queridos zapatos Clarks, ingleses, envejecidos
pero cómodos, no los cambiaba por otros. En el cine protestábamos al unísono
por el comportamiento poco civilizado de la audiencia, incapaz de mantener
silencio para ver una película.
Mario decía que la burguesía guatemalteca de antes, en los años
cuarenta, era por lo menos culta, leía mucho, sabía de música, de teatro: “La
de hoy es de una ignorancia lamentable, mucho dinero y muy poco en la cabeza”.
El cine le encantaba, y no solamente
verlo. Pocas veces lo vi tan entusiasmado como cuando se hizo la película
basada en su novela y guión Donde acaban los caminos. Lo acompañé varias veces a Antigua para asistir a la
filmación, que dirigía el mexicano Carlos García Agraz. No quería perderse
nada, se involucró tanto, que en los créditos aparece como Productor Ejecutivo.
Solía acompañar a Mario a montar caballo,
una de sus pasiones. Esperado era el nombre que le había puesto a su caballo
andaluz de pelaje blanco. ¿Qué habrá pasado con Esperado? Mario lo acariciaba,
le llevaba zanahorias y dulces para consentirlo. En mis viajes yo sabía lo que
debía traer de regalo para Mario: dulces típicos de los países que
visitaba. Cuando traje de Camboya
unos pedazos de chancaca (piloncillo o panela), los recibió alborozado: “Está
muy rico, no sé si va a quedar algo para Esperado”, me dijo.
En su departamento sosteníamos largas
conversaciones en las que a mi me interesaba más escuchar que hablar. Sacaba
una botella de tequila Don Julio (que acabó regalándome) o un té especial que
guardaba celosamente. Me mostraba su colección de dagas o los cuadros que
empezó a pintar en la última etapa, o mencionaba los tiempos en que fue campeón
de esgrima. Yo escuchaba, lo grababa y filmaba cuando me lo permitía. Y cuando
no lo grababa, al regresar a casa escribía una síntesis de lo que me había
contado. La vida de Mario era fascinante, porque la literatura no era sino una
de sus facetas.
Sociólogo y
abogado de profesión, tuvo una intensa vida política desde 1944. Como militante
destacado del Partido Unificado de la Revolución, fue elegido diputado en 1944
tras el derrocamiento del dictador Jorge Ubico. En 1946 fue nombrado
embajador de Guatemala en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y, dos años después, accedió a la vicepresidencia de la República,
durante el gobierno de Juan José Arévalo. También desempeñó la
presidencia del Congreso Nacional.
El escritor
Gore Vidal visitó Guatemala en esa época y Mario lo acogió. Años después Vidal escribiría que
Monteforte Toledo era en esa época” la persona más interesante dentro y fuera
de Guatemala”.
En 1956, poco
antes de la llegada al poder del General Castillo Armas gracias a un golpe
militar fraguado por la CIA, Monteforte se fue a México. No estaba de acuerdo
con la manera como Jacobo Arbenz había llegado a la presidencia, rodeado por un
grupo “de pícaros”.
Durante una larga
estancia en Ecuador construyó una amistad entrañable con Guayasamín (quien
pintó su retrato) y con los Adoum (Jorgenrique, Nicole, Alejandra). A la muerte
de Mario, Jorgenrique escribió: “No sé a quien darle el pésame, como no fuera a
mi mismo”.
Estuvo 35 años
exiliado. Dio clases en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), publicó numerosos libros y escribió regularmente durante 16 años
en la revista “Siempre”.
Al regresar a Guatemala, no dudó en dar
el salto de la máquina de escribir a la computadora, lo cual a su edad era un
gesto de audacia. Decía: “Odio y amo la computadora, pero me sirve”. Me llamaba por teléfono con voz de
urgencia: “Se me ha borrado todo el artículo que estaba escribiendo para El
Periódico, ¿qué hago ahora?”. Le explicaba que si no apretó la tecla “delete”,
no había perdido nada. Bastaba que
mantuviera la computadora encendida hasta que yo llegara a su casa para
resolver el problema.
Entre las muchas virtudes y habilidades
de Mario, me maravillaba su dicción en inglés, perfecta, con un acento británico
impecable. Era una delicia escucharlo repetir de memoria el soliloquio de
Hamlet: “To be or not to be”, tanto que alguna vez le pedí que lo dijera frente
a mi cámara de video.
Su conocimiento profundo de las lenguas
le permitía traducir tanto a Pessoa como a Joyce. Como recuerda Jorgenrique
Adoum: “Una muestra insólita de su talento literario fue el artículo ‘Finnegans
Wake: Presentación y algunas páginas’, publicado en La cultura en México, suplemento de Siempre: se trata de nueve cuartillas de su traducción de la obra
de Joyce. Leerla es una hazaña casi igual a la de escribirla: publicada en
1939, Finnegans Wake es una «estela
funeraria bajo la cual se han abandonado a la putrefacción los restos de toda
la literatura anterior». Pero Mario, ‘con optimismo de boy-scout’, creía, como
Poe, que todo lo que ha sido creado por la mente del hombre puede ser
comprendido por la mente del hombre”.