Parece increíble que hayan pasado 25 años desde la muerte de Luis Buñuel. Lo conocí de la manera más casual en México en 1982, meses antes de su muerte. Un día, en la esquina de mi casa en la Colonia del Valle vi a un señor mayor, caminando solito por la calle Félix Cuevas. Su rostro de ojos saltones era inconfundible. Me acerqué y cuando le dije que era cineasta boliviano abrió aún más los ojos saltones y me dijo con una expresión de sorpresa: “Vaya, no he encontrado a ningún boliviano desde que estuve exiliado en Paris durante la guerra”, o algo parecido. Le ofrecí un ejemplar de mi Historia del Cine Boliviano y de mi libro Bolivie (1981) que publicó en Francia la Editorial Le Seuil en la colección Petite Planete. Me dio la dirección de su casa en la Cerrada de Félix Cuevas, número 27, a dos cuadras de mi propia casa, y al día siguiente le hice llegar los ejemplares prometidos.
Una semana más tarde llamó su mujer, para invitarnos -con Eva mi esposa de entonces- a “tomar un té” con Don Luis. Jeanne, que en la intimidad llamaba a Buñuel “mi moro” (interesante casualidad), me hizo por teléfono estrictas recomendaciones: que Luis nos recibiría solamente una hora, que estaba muy cansado, que nunca recibía a nadie, etc.
Sin embargo las cosas sucedieron de otra manera, porque una vez en su casa, nos embarcamos en una agradable conversación que duró más de dos horas y no en torno a una taza de té, sino de unos vasos de whisky y de dry martini, su bebida favorita. Me contó cosas sorprendentes, “que nunca las he comentado con nadie antes, porque usted es el primer boliviano que conozco”, que luego publiqué en un artículo en el diario Excelsior de México, y que lamentablemente no tengo a mano. Ojalá que no se pierda, porque es parte de mi memoria, y ahora cuando escribo 25 años más tarde, temo no ser fiel a la experiencia vivida.
Buñuel sentía cierta fascinación por Bolivia y en un momento dado de la charla me sorprendió: “Yo he sido boliviano…” Al ver mi cara sorprendida explicó que cuando vivía en Francia, indocumentado, en 1937 durante la Guerra Civil de España, la única delegación diplomática que lo ayudó con un pasaporte fue la de Bolivia. Añadió que nunca llegó a usarlo, pero que se sintió desde entonces agradecido hacia Bolivia.
Había revisado los libros que le dejé y comentó sobre Bolivia y sobre el cine boliviano. Me dijo que quería regalarme uno de los primeros ejemplares de su autobiografía, “Mon dernier soupir”, que acababa de publicarse en Francia. Todavía no existía la edición en castellano. Me pidió que lo acompañara al segundo piso de su casa para buscar el ejemplar del libro en su dormitorio. Pocas veces he visto un ambiente más sencillo y austero. Una estrecha cama, nada en los muros, ningún otro objeto a la vista. Buñuel vivía como un monje de claustro. Me hizo pensar en Don Juan Lechín, que vivía con esa misma sobriedad.
La imagen del lugar donde Buñuel dormía me ha quedado grabada; y su gesto de llevarme a su espacio íntimo lo he valorado aún más cuando leí un comentario de Carlos Fuentes en el que afirma que a pesar de ser un estrecho amigo de Don Luis, y de haberlo visitado regularmente todas las semanas durante muchos años, nunca conoció su dormitorio.
Con motivo de los 25 años de su muerte se están publicando numerosos artículos sobre su vida y su obra, que se extiende a lo largo de 32 películas, desde “Un chien andalou” (1928) hasta “Ese oscuro objeto del deseo” (1977), pasando por “El Ángel Exterminador” (1962), de su etapa mexicana, por la que tengo una debilidad especial. Buñuel no veía sus propias películas una vez terminadas. Me dijo que muy rara vez iba al cine a ver películas de otros.Desde todo punto de vista era un ave rara en el cine mundial.
No era frecuente que hiciera comentarios sobre cine, pero cuando los hacía eran memorables: “Una película debe defender y comunicar indirectamente la idea de que vivimos en un mundo brutal, hipócrita e injusto… Debe producir tal impresión en el espectador que éste, al salir del cine, diga que no vivimos en el mejor de los mundos.”