Visité la retrospectiva de esculturas de Danielle Caillet en el Espacio Simón I. Patiño, en La Paz. Lo hice porque desde que Danielle falleció el 1 de noviembre de 1999 no he vuelto ha tener noticias de ella, y me alegró que Antonio Eguino, quien fue su pareja tantos años, hubiera montado esta muestra de homenaje, que rescata los valores artísticos de Danielle como escultora, pero también como fotógrafa y como cineasta.
Recuerdo a Danielle con ese rostro dulce de ojos claros, una expresión apacible y risueña que ofrecía a los demás, y una sonrisa con un dejo de ironía. Pocas veces la vi alterada o enojada, y una de las pocas fue cuando no le gustó lo que escribí sobre “Chuquiago” (tampoco le gustó a Antonio y a Oscar “Cacho” Soria). Por lo demás Danielle tenía para los amigos un carácter llevadero y suave.
En alguna de mis anteriores reencarnaciones de pareja tuve un par de pequeñas esculturas de Danielle, de la serie de amantes. Las perdí como perdí cerca de cincuenta cuadros, grabados y dibujos de pintores bolivianos… pero esa es otra historia. Las esculturas en bronce de Danielle me gustaron porque me maravilló la capacidad de la artista de transmitir sensualidad en un material tan duro como el bronce. Claro que si uno lo piensa bien, las obras más sensuales de la escultura mundial están hechas en materiales duros: piedra (o mármol) y metal.
La obra escultórica de Danielle atravesó varias etapas, reconocibles en la exposición retrospectiva. Luego de un primer intento que le debe demasiado a Marina Nuñez del Prado, Danielle empieza a volar con alas propias. Su escultura de los años setenta tiene ya los rasgos de sensualidad y ternura que son esenciales en su obra. A mediados de los años 1980s explora otras superficies más rugosas y menos táctiles, y formas geométricas y abstracciones que no dejan de ser frías, como si quisiera tomar distancia consigo misma. Esta etapa es de una búsqueda formal, alejada –a mi juicio- de la alegría estética.
A fines de esa misma década y los primeros años de los 1990s regresa con las figuras humanas, muy humanas, en continuidad con su primera obra de los años 1970s. Otra vez esa mezcla de superficies lisas, tersas como la piel, en contraste con espacios de sombra rugosos: sus maternidades, amantes y mujeres son para mí lo mejor de su obra.
A partir de 1992 la escultura de Danielle se hace conceptual, sin dejar el naturalismo. Sus referencias son concretas pero cruzadas con elementos simbólicos. La representación de la flecha adquiere diferentes sentidos según atraviese una cabeza humana, una manzana o dos pájaros. Danielle traduce refranes en volúmenes y formas: “le costó un ojo” de la cara, o “gato encerrado”, o “dos pájaros de un tiro” o “le entró por una oreja” y le salió por otra…
A partir de allí, hay como un retorno a la que fue su segunda época de superficies rugosas y figuras humanas sumidas en el bronce, apenas distinguibles porque aquí y allá aparece una mano que indica un abrazo.
Su etapa final, hasta 1997, es de ruptura y de dolor. Utiliza superficies planas, metal recortado en ángulos agudos y punzantes, para reclamar “espacio vital” y representar algunos temas religiosos, un arcángel o un Cristo.
En suma, Danielle aportó con amor y creatividad al arte en Bolivia. Por ello esta retrospectiva de homenaje es tan justa.