Mis viajes a Cuba en los años 1980s fueron numerosos, sobre todo con motivo del Festival Latinoamericano de Cine de La Habana, el evento de cine más importante en la región, y para participar en otras reuniones sobre cultura y comunicación. En una de ellas, en junio de 1988, conocí a Hilda Guevara Gadea, la hija mayor del Ché, que trabajaba como bibliotecaria en Casa de las Américas.
En su casa, un departamento en un piso alto de un edificio de El Vedado, me regaló la edición más reciente del “Diario del Ché en Bolivia”. Allí conocí a uno de los nietos del Ché, Camilo, de unos 8 o 9 años entonces, hiperactivo saltando sobre los muebles. Me recordó esas primeras imágenes del Che cuando era niño, que aparecen en la película de Fernando Birri. En agosto de 1995 me enteré que Hilda había fallecido, cuando tenía apenas 39 años, de un tumor cerebral.
Cuando mi amigo Pierre Kalfon, escritor y periodista francés muy conocedor de América Latina, estaba preparando la monumental biografía que escribió sobre el Ché, me pidió que lo ayudara con algunos contactos en Bolivia. El 11 de abril de 1995 organicé una reunión en casa con algunos amigos que tuvieron relación, más o menos directa, con la etapa boliviana del Ché. Loyola Guzmán, Carlos Soria Galvarro, Ted Córdova Claure, Marcelo Quezada, Amalia Barrón y Freddy Alborta participaron en ese intercambio con Kalfon. La biografía resultante, “Ché, una leyenda de nuestro siglo” (1998), ya publicada en varios idiomas y ediciones, es quizás el documento más completo sobre la vida del Ché.
¿En realidad, a quien no se le ha cruzado el Ché alguna vez en la vida? Cada uno podría escribir su relato personal con el Ché, la manera como ese gran hombre ha influido en nuestro comportamiento, en nuestras decisiones, en el posicionamiento político y ético. Me parece que a los 40 años de su muerte, esta es la mejor manera de recordarlo: analizando lo que el Ché significa en cada una de nuestras vidas, y no tanto repitiendo lo que ya se ha dicho tantas veces.