A mi paso por Lima volví al Museo Marina Núñez del Prado, en el hermoso parque del Olivar de San isidro, con la intención de recorrer nuevamente con la vista y con las manos varios centenares de magníficas esculturas que dejó a su muerte la escultora boliviana. Encontré las puertas cerradas. Qué triste señal.
La más importante escultora que ha tenido Bolivia, “la boliviana genial” según Pablo Neruda, pasó los últimos 20 años de su vida en esa casa del Olivar de San Isidro, un lugar mágico no solamente por lo que encierra sino porque la casa está en el parque más hermoso de Lima.
La última vez que estuve con Marina Nuñez del Prado a principios de los años 1970s, conversé con ella sobre la historia del cine boliviano. En 1929 ayudó a decorar la escenografía y actuó como “ñusta” en el largometraje Warawara de José María Velasco Maidana, sobre quien me dio la pista para encontrarlo.
Marina vivió hasta su muerte con Jorge Falcón, historiador peruano y amigo de Mariátegui. En marzo del 2001 visité a Falcón acompañado por mi amigo Luis Peirano, director de teatro, vecino también del Olivar de San Isidro y uno de los personajes más conocidos de Lima. Falcón nos mostró personalmente la casa-museo, y nos habló con nostalgia de la mujer con la que había compartido su vida. Mantenía el museo con devoción.
Son innumerables las piezas escultóricas de Marina Núñez del Prado en la casa de San Isidro. Por el jardín que rodea completamente la casa están regadas las piezas más grandes, majestuosas, recortadas contra el cielo azul. Dentro de la residencia-museo, otras piezas medianas y pequeñas, obras en granito, mármol, basalto, bronce o madera. Los temas de Marina se reiteran por doquier: torsos de mujer, aves con las alas desplegadas, figuras maternas, rostros indígenas y otras obras abstractas que sugieren diversas interpretaciones. Como dijo de ella Gabriela Mistral: “Marina cumple su comisión natural y sobrenatural de doblar un rostro, un torso o un cuerpo entero”.
Los torsos de mujer son de extraordinaria sensualidad, la dureza de la piedra no se siente en la suavidad de los vientres y de los pechos; las curvas femeninas adquieren movimiento e invitan a tocarlas. La escultura es volumen, y el volumen no puede apreciarse solamente con la vista, hacen falta las manos.
La piedra cancela la fuerza de gravedad en las esculturas de pájaros que parecen flotar en el aire, amarrados a la tierra solamente por los pesados zócalos sobre los que se yerguen. Los rostros indígenas muestran los pómulos salientes, adustos y duros, silenciosos más allá de la piedra que los revela.
De ahí que entristece encontrar en el Parque del Olivar las puertas cerradas. Desde la muerte de Jorge Falcón, el museo no recibe visitantes y la Fundación Marina Núñez del Prado, que preside Rosa Oliva, no ha tenido la capacidad de gestionar fondos de apoyo, ni convenios que puedan mantener la casa-museo con el mínimo de los cuidados que requiere.
En realidad, quien mantiene el lugar limpio y ordenado es Primitiva Mitma, la cuidadora, que lo hace más como una obra de amor a quienes habitaron esa casa y con quienes ella trabajó durante muchos años. Primitiva fue quien me permitió finalmente entrar la última vez que estuve, en diciembre 2006, y visitar de nuevo las obras de Marina y el espacio que compartió con Falcón.