26 marzo 2023

Debray sobre Debray

(Publicado en el suplemento Letra Siete de Página Siete el domingo 29 de enero de 2023)

Laurence Debray

 Pocas veces he tomado tantas notas mientras leía una obra testimonial, una autobiografía precoz, a la manera de la que publicó el poeta ruso Yevtushenko cuando tenía 30 años de edad. Fille de revolutionnaires” (2017), escrita a los 40 años por Laurence Debray, hija de Regís Debray y de Elizabeth Burgos (cuyas vidas están indisolublemente ligadas a Bolivia) es una suerte de exorcismo que pretende cerrar una etapa para pasar a otra que no esté marcada por el peso de la herencia familiar.

 Conocí a Laurence en mi exilio durante la dictadura de Banzer, seguramente ella no tendría más de uno o dos años de edad cuando yo visitaba a Elizabeth en su departamento de la rue Cherche-Midi en París.

 De su madre Laurence heredó un país, Venezuela, y un proceso político que terminó con el idilio revolucionario. Vivió de cerca la llegada de Chávez, el discurso de la impostura y las frases vaciadas de contenido. Nadie le contó esa historia, la vivió de cerca. De su padre, heredó una leyenda que se convirtió en fardo desde su más tierna infancia. El joven intelectual francés apresado y juzgado por los militares bolivianos por su participación en la guerrillera del Che, determinó el futuro de Laurence aún nueve años antes de que naciera.

 Desde el inicio y sin tapujos aborda esa memoria precoz que la hizo intuir a su más corta edad que sus padres no le querían contar lo que sucedió, algo que poco a poco tuvo que descubrir por sí misma. La mantuvieron al margen supuestamente para protegerla, sin saber que la niña y adolescente tenía una sensibilidad especial para captar las señales de todo lo que le era escamoteado. Desde su más tierna infancia fue acumulando preguntas sobre la juventud de su padre y madre, una suerte de conspiración de silencio la rodeaba, a pesar del enorme cariño recibido tanto en la familia venezolana como en la francesa: “Cuando yo abordaba la juventud de mis padres, me topaba contra un muro. Todo se hacía entonces más enigmático: mis abuelos se mostraban reticentes, mis padres cambiaban de conversación.” 

 Quizás porque no fue adoctrinada y vivió desde niña con relativa libertad, se interroga sobre la militancia castrista de su padre y madre, que no logra comprender quizás porque no entiende que en esa época la neutralidad no era una opción y mirarse en el espejismo de la revolución significaba estar del lado de los buenos. Desde la perspectiva de este siglo, esa militancia pura y dura de las décadas de 1960 y 1970 le parece absurda, aunque poco a poco en el libro entiende las motivaciones.

 Culpa a los ideales revolucionarios el destino que fue marcado para sus padres, aunque obviamente sin esa participación histórica no hubieran llegado a ser lo que fueron: “En los años sesenta, mis padres eran jóvenes, seductores, brillantes y revolucionarios… y perdieron todo con la revolución. O quizás es lo contrario: ganaron en sabiduría -y notoriedad- más rápido que otros que no se ‘mojaron’, que se quedaron debatiendo confortablemente sobre política en los cafés del bulevar Saint-Germain”.

 El proceso de indagación sobre la vida de sus padres, vivos aún pero mudos, se convierte en una tarea indispensable para conocerse a sí misma y poder continuar su vida libre de las amarras que la mantenían pegada a un puerto como un barco imposibilitado de separarse del muelle de una historia que no es enteramente suya, aunque la beneficia: “Tuve el privilegio de conocer el fin de la historia y de haber frecuentado personas y lugares que son parte esencial de esta aventura de novela”.  Sin embargo, siente no haber sido parte de una época en que “las estrellas no eran los presentadores de televisión o los jugadores de fútbol, sino los intelectuales comprometidos…”

Elizabeth y Laurence

 El relato de Laurence conjuga hábilmente la pequeña y la gran historia, es decir la intimidad revelada descarnadamente y la mirada sobre los grandes hechos y protagonistas, desde una perspectiva generacional novedosa. Por el lado de la madre descubre una bella historia de migrantes españoles que se instalan en Venezuela en 1630, uno de cuyos descendientes, Carlos Brandt Tortolano, adquiere notoriedad como periodista, escritor y científico. Exiliado por el dictador Juan Vicente Gómez por defender la libertad de prensa, funda el movimiento vegetariano y publica “El fundamento de la moral” con prólogo nada menos que de Albert Einstein. Pero más cerca en ese linaje familiar, una abuela que pasó por tres abandonos y quedó con seis hijos a su cargo, la mayor Elizabeth Burgos, cuyo traslado a Europa en 1959 cambiará su vida radicalmente. De ese primer itinerario europeo retengo su encuentro en Múnich con el boliviano Jorge Vásquez Viaña, quien sería asesinado en 1967 durante la guerrilla del Che. Allí comienza el profundo vínculo de Elizabeth con Bolivia.

 El pasado no siempre es bienvenido por la memoria: “A medida que avanzo en mi búsqueda, me doy cuenta de que hay cosas que prefiero no saber”, escribe Laurence.

Régis y Laurence Debray

 Por el lado de su padre, Régis Debray, un legado de caminos que divergen: los ideales revolucionarios de un intelectual voraz de experiencias, que busca huir del seno confortable de una familia burguesa acomodada. La madre de Régis cautiva a Laurence desde niña. Janine es una mujer emprendedora y militante política próxima a De Gaulle, su fortaleza y dignidad inspiran a Laurence durante toda su juventud. Régis dudaba si seguiría estudios de filosofía o de cine. Quizás su aparición, muy joven, en aquella película seminal de Jean Rouch y de Edgar Morin, “Chronique dun été”, lo hizo interesarse en el cine, pero su camino fue siempre el de la reflexión.

 Laurence reconstruye, muchos años más tarde, el primer encuentro entre Régis y Elizabeth, propiciado por Oswaldo Barreto en Caracas. Régis ya lo había registrado en 1975 en su libro “L’indesirable” (“El indeseable”), dedicado inicialmente a Elizabeth (pero la dedicatoria desapareció de las ediciones más recientes). La importancia de Elizabeth en la vida de Régis es mucho mayor de lo que muchos suponen. Laurence alude el “turismo político” de su padre en Venezuela, que pudo superar gracias a la actividad política militante de Elizabeth. En esa etapa venezolana, la conspiración, la clandestinidad, la compartimentación y los riesgos políticos unen a ambos como pareja, más allá de la militancia en la guerrilla venezolana. Ese secretismo conspirativo, según Laurence, será un rasgo permanente de sus progenitores, aún en espacios de democracia y legalidad.

Elizabeth Burgos y Régis Debray

 Un periplo de miles de kilómetros lleva a la pareja a refugiarse en otros países de América Latina. En Quito el gran Guayasamín no solo los acoge en su casa, sino que además pinta los retratos de ambos, un privilegio. El itinerario continúa por Perú, donde son arrestados durante unos días, y luego a Chile y a Bolivia, que se convertirá para Elizabeth en “su país de adopción y de corazón”. En nuestro país, gracias a la acogida de Líber Forti y Juan Lechín, entre otros, se introducen en el mundo del sindicalismo minero, ejemplar en toda América Latina (y no la pantomima servil que es hoy).

 Consciente de que los lectores más jóvenes suelen ignorar incluso capítulos muy recientes de la historia, la autora no escatima esfuerzos para contar, en paralelo con su autobiografía, el desarrollo de los eventos más importantes, sin los cuales sería difícil situar hechos y personajes citados. Quienes vivimos aquella etapa reconocemos esos parámetros, pero los más jóvenes tendrán que leer mucho más sobre Vietnam, Palestina, la lucha por la legalización del aborto, los conflictos raciales, el feminismo, y otros movimientos que marcan las décadas que ella revive, aunque no las vivió. Los apuntes sobre la relación entre sus padres y Fidel Castro son fascinantes. El líder cubano los recibe como huéspedes ilustres, los instala en una casa de protocolo para vigilarlos mejor mientras estudiaban para graduarse como guerrilleros y espías profesionales: estrategia militar, contrainteligencia, entrenamiento físico y sicológico…

Che Guevara y Fidel Castro 

 La génesis del libro “Revolución en la revolución” (1967) que hace famoso a Régis Debray está allí, en las conversaciones que sostenía con Fidel durante noches enteras. Régis escribió el libro que Fidel quería que escribiera. El presidente cubano leía y corregía el manuscrito de la obra que se convirtió en una especie de catecismo para aprendices guerrilleros. Es muy interesante la distinción que establece Laurence entre la actitud casi sumisa del joven Debray frente al “padre de todos los cubanos” y la de Elizabeth Burgos, desenvuelta, incontrolable, llena de dudas y preguntas incómodas. La consecuencia lógica de esa etapa de preparación en Cuba fue el apoyo brindado por Régis a la guerrilla del Che. “Sin fusil, mala pluma; sin pluma, mal fusil”, solía repetir, según Laurence, para indicar que su papel de intelectual no era suficiente si no pasaba a la acción. Elizabeth, con más olfato y experiencia política, no estaba convencida de esa decisión, y el tiempo le daría la razón.

 Laurence revela una anécdota fascinante que subraya la diferencia entre su padre y su madre. Antes de partir a Bolivia, ambos visitan la oficina vacía del Che, que se había desvanecido dos años antes. Elizabeth abre un cajón del escritorio y encuentra un cuaderno del Che con su diario del Congo, que nadie conocía hasta entonces (y que luego fue publicado en versión censurada). Escandalizado al ver que su compañera revisaba el cuaderno, Régis la increpa para que devuelva el diario a su lugar: “Ella estaba al acecho de elementos de análisis mientras que mi padre se quedaba en la admiración devota. Para él el mito era intocable; para ella era deconstruible”.

Debray preso en Camiri 

 El 24 de abril de 1967 los padres de Régis llegan a La Habana para un evento internacional y se enteran que su hijo no está ahí estudiando filosofía. El embajador de Francia les muestra un cable de la AFP que acaba de llegar de Bolivia, donde se afirma que un francés “de apellido Debray o Lebray” habría fallecido en combate en una guerrilla recién inaugurada. El golpe para ellos fue inmenso. Su primer encuentro con Elizabeth, de quien Régis nunca les había hablado, da inicio a una complicidad afectiva que más tarde heredará Laurence.

Eric Pittard, Regis Debray y Alfonso Gumucio Dagron 
en la filmación de “Señores generales, señores coroneles"

 De Gaulle escribe a Barrientos a instancias de la madre de Régis, que mueve además todos sus contactos internacionales en favor de su hijo preso en Camiri. Laurence concluye esa parte de su testimonio con un comentario que contrasta con los jóvenes de estos tiempos. Sus padres “apenas tenían 27 años pero ya habían vivido varias vidas”. El “proceso Debray” tuvo repercusiones mundiales. Los bolivianos lo vivimos de cerca y supimos después de las torturas sicológicas a que fue sometido Régis (simulacros de fusilamiento), y las manipulaciones mediáticas de las que fue objeto. Algo de eso me contó cuando lo entrevisté en 1975 para mi largometraje documental “Señores generales, señores coroneles”. Laurence no pudo conocer muchos detalles porque su padre ha guardado sobre ese tema un mutismo casi absoluto. Lo que sabe del periodo de prisión en Camiri es lo que se ha publicado. Yo me pregunto si Debray tiene un libro inédito que no ha querido publicar todavía.

 El papel de Elizabeth durante la prisión de Régis es enfatizado. Más allá de la enorme y exitosa campaña internacional que organizó en Europa, de la que sabemos por las grandes firmas que apoyaron, Laurence destaca el papel fundamental de su madre en la estabilidad sicológica y emocional de Régis. Su matrimonio en Camiri, sin testigos ni fotografías (el 14 de febrero de 1968), permitió visitas maritales “en dosis homeopáticas” cada tres meses, a las que Elizabeth llegaba cargada de libros y cartas, escondiendo algunos mensajes cifrados en sus botas. Eran visitas controladas y humillantes para la pareja recién casada: en cuatro años pudieron estar apenas un total de seis horas juntos. “Ella era su ventana al mundo y a la vida”.

 La revisión crítica que hace la autora sobre sus progenitores antes de su nacimiento, encuentra eco en quienes sin ser “pro imperialistas” supieron en esa etapa histórica distanciarse de la lucha armada que algunos presentaban como el único camino. Laurence atribuye a ese fanatismo lo que ella es ahora: “Ellos hicieron de mí una persona totalmente hermética a las utopías”.

 Sobre las acusaciones de que Debray habría filtrado información de la guerrilla a los militares bolivianos y a la CIA, Laurence reitera lo dicho por su padre en su momento: “Solo pido una cosa: que publiquen mis interrogatorios, todo lo que he dicho desde que fui interrogado por agentes de la CIA, y así se darán cuenta de que yo sé cien veces menos cosas que ellos”. 

 En sus memorias el coronel Federico Arana Saucedo revela que el general Alfredo Ovando le habría instruido liquidar “al francés”, y cómo él logró disuadirlo. Laurence rinde homenaje a Rubén Sánchez (militar) y a su hermano Gustavo, quienes protegieron la vida de su padre y de otras personas, arriesgando a veces la propia. La historia de ambos está por escribirse.

 La verdadera actividad de Debray en apoyo a la guerrilla del Che no la conocían los militares bolivianos, aunque estaba delante de sus narices: apenas dos meses antes de la llegada del Che, en septiembre de 1966, Régis estuvo en Bolivia levantando información poblacional y cartográfica en dos zonas donde estimaba que era conveniente iniciar el movimiento guerrillero: el Chapare y Alto Beni. A último momento los comandantes del Che eligieron la zona de Ñancahuazú, insalubre y aislada: “Por comparación, la Sierra Maestra era una colonia de vacaciones”, apunta Laurence. Había alrededor de cien libros en el campamento de apenas medio centenar de guerrilleros… “más que medicinas”. Años después Líber Forti le dijo a Régis delante de Laurence: “El Che era médico. Podía haber llegado a Bolivia con jeringas y una valija de medicinas, en lugar de armas. Sin duda los campesinos lo habrían recibido mejor”.

 Para escribir su testimonio Laurence no se limitó a recoger lo que le contaron (poco), sino que llevó adelante una rigurosa investigación histórica de diversos archivos oficiales del Estado francés: “Los archivos no mienten”, apunta. En el ministerio de Relaciones Exteriores encontró los cables intercambiados con la embajada de Francia en La Paz, una mina de oro para explorar. Para adelantar su pesquisa la autora viajó a Bolivia a conocer los lugares donde habían transitado sus padres, y visitar la celda donde estuvo Régis en Camiri, convertida por Evo Morales en una estación del circuito turístico sobre el Che. Sus impresiones de Bolivia difieren de las de su madre, y son lapidarias. No comparte el mismo cariño, por el contrario se refiere al “odio en la mirada de los indios bolivianos”, manifiesta su repulsión por las sopas “cocidas durante horas a base de tubérculos”, y afirma que la luna le parece un lugar más acogedor que nuestro país. Basa su comparación en su experiencia en el Caribe de colores intensos, donde la gente es espontánea y expresiva. En otras páginas ratifica su aversión: “Puedo sentirme en casa en cualquier parte” -si libros s su disposición- “menos en Bolivia”.

Régis Debray y Salvador Allende 

 El libro desgrana numerosos apuntes críticos sobre Regís quien, liberado de Bolivia hacia el Chile de Allende, mantenía una terca hostilidad incluso contra aquellos que habían contribuido a su supervivencia y liberación. “Estaba encerrado en la imagen de Danton -su nombre de guerra. En lugar de deconstruirla la habitaba plenamente. ¿Tenía elección? Había adquirido un nombre y una reputación de revolucionario antes de haber escrito una obra o construido un pensamiento personal”.

 No todo es política y vida pública en el libro. Laurence introduce en el texto páginas que ilustran la vida familiar, para ella fundamental, por ejemplo, el cariño que le tenía su abuelo Georges Debray y la indiferencia o frialdad con que Régis se relacionaba con él.

 Para ella, su llegada al mundo en 1976 es como un símbolo de la reinserción de su padre y madre en el ámbito francés, y el principio de un adiós a “les lendemains que chanten” (un futuro color rosa, triunfalista). Si la primera mitad del libro le sirve para establecer de dónde viene y con qué pesada carga llega al mundo, la segunda mitad, luego del exorcismo, es su propia ruta, sin por ello renegar de sus raíces. Es como si hubiera escrito el libro en dos tiempos distintos, como si la primera parte fuera el mosto añejado para la segunda: “Si antes de mí fue increíble, conmigo fue torpe y caótico”.

Elizabeth, Laurence y Régis 

 A partir de la premisa de que “nadie puede robarse los recuerdos”, Laurence desafía en su autobiografía precoz la memoria selectiva y caprichosa de su padre, que en el documental “Carnet de route” omite o disminuye la importancia de algunas personas en su vida. Esa revisión de su pasado no satisface a su hija, que tiene su propia historia que contar, desde que nació y la llamaron Laurence por sugerencia de Yves Montand y su madrina Simone Signoret. Caída “como un pelo en la sopa” en medio de esa relación de pareja estilo Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Laurence le toca percibir desde muy niña su condición de hija y nieta de personalidades públicas y famosas (aunque “fama” es una palabra triste).

 Ya había pasado una década desde el movimiento estudiantil de mayo de 1968, pero muchos seguían viviendo con nostalgia una vida cotidiana de rebeldía contra todas las reglas, y entre ellos, los progenitores de Laurence. El concepto de “familia” era todavía considerado demasiado burgués y el libertinaje seguía de moda. La militancia que antes había unido a Régis y Elizabeth comenzó a separarlos, “¿o fueron las diferencias culturales?”, se pregunta Laurence, tratando de reconstruir esos años de su infancia: “Mis padres se volvieron disonantes”. No era fácil crecer con un padre “encerrado en su personaje”, “ícono del intelectual comprometido, cuyo bigote le servía de logo y las diatribas encendidas de forma de comunicación”.

Laurence Debray

 En remplazo de la presencia parental una red de personalidades acuerpó a Laurence desde niña (Jane Fonda, Julio Cortázar, Roberto Matta, Alfonso Guerra…) Si bien eso la reconforta, al mismo tiempo la llena de preguntas sobre su propia identidad.

 Subraya con emoción los momentos felices son Régis, su padre ausente y ocasional. Pasaba temporadas con él en un pequeño departamento de la Rive Gauche donde todo funcionaba bien gracias a Angela, la ama de llaves panameña, anticastrista y antisandinista, con cierta ascendencia sobre el propio Régis, ya que se convirtió en su ayuda indispensable. Esas cortas estadías le permiten a Laurence esbozar un retrato singular de su ubicuo padre: “seductor con las mujeres, serio con mi madre, incómodo con sus padres, deprimido o exaltado con sus amigos, despistado y gentil conmigo”. 

François Mitterand y Régis Debray

 Con la llegada de François Mitterrand a la presidencia de Francia en 1981, los padres de Laurence subieron al carro del poder, aunque sin abusar de privilegios, como otros del tren socialista que esperaban esa oportunidad de “cambiar la vida”. Con sorna, Laurence Debray apunta que primero cambiaron las suyas, ocupando en París departamentos más espaciosos o adquiriendo residencias secundarias en regiones soleadas. 

Mientras Régis oficiaba como asesor presidencial en cuestiones internacionales, Elizabeth dirigía la Casa de América Latina. Su libro sobre Rigoberta Menchú fue un éxito que llevó a la indígena guatemalteca hasta el premio Nobel de la Paz, y a un reconocimiento mundial que nunca tuvo en su propio país. El poco agradecimiento de Rigoberta con Elizabeth le permite a Laurence entender mejor las bifurcaciones de las buenas causas cuando se cruzan con el poder: “Yo, desarrollé una desconfianza hacia aquellos representantes mediáticos de los más desposeídos”. 

 Tenía apenas diez años de edad, pero se daba perfecta cuenta de lo que significaba tener un padre que era una figura pública. En el patio de la escuela, a través de la radio, se enteraba de las polémicas que encendía Régis, que no juzgaba necesario comentar con su hija: “… los medios se encargaban de nuestra comunicación interna”.

 Probablemente sus reflexiones sobre lo que significó para ella el ejercicio del poder de sus progenitores no fueron tan precoces, sino producto de un análisis posterior. Citando a Alfonso Guerra se refiere a la “presbitocracia”, es decir, “la vista cansada que engendra el poder”, que impide ver la realidad y pierde de vista los principios que antes eran defendidos, así como a las personas más cercanas.

 “No tengo ningún recuerdo de mis padres haciendo juntos algo conmigo o para mi”, una sensación de vacío familiar la invade desde niña, aunque Elizabeth fue el verdadero sostén y una familia solidaria más amplia cubría los vacíos. Amigos de diferentes países se ocupaban de ella con cariño. Menciona con afecto a Eduardo Arauco (sin citar el apellido), el estudiante boliviano que le enseñó a montar bicicleta, algo que Régis nunca hizo. Conozco esa anécdota porque Eduardo estuvo alojado en mi casa varias semanas, cuando recién aterrizó en París. Líber Forti, exiliado en París, enseñó a Laurence a contar hasta diez en castellano, aunque Régis no quería que aprendiese esa lengua.

 Recuerda que “… había tantos exiliados chilenos y bolivianos que pasaban por la casa, que yo estaba perdida. Todos tenían de todas maneras los mismos problemas: persecución, papeles, exilio”. De tanto exiliado latinoamericano que pasaba por su casa Laurence fue desarrollando desde niña un sentimiento antimilitarista y una repulsa generalizada por todos los uniformes. De ahí que su experiencia en un campo de pioneros en Varadero (Cuba) la marcó tan negativamente. Vivió casi un año de calvario, una suerte de castigo inmerecido. Los ejercicios militares en las mañanas y el adoctrinamiento político (culto a Fidel) por las tardes contribuyen, a su corta edad de diez años, a ver claramente aquello que no quiere en su vida. El fusil era casi más largo que ella y cuando le daban el mismo plato de comida todos los días se preguntaba por qué en Cuba, que está rodeada por el mar, no se come pescado.


 Por ello su regreso a Europa fue un bálsamo. Durante los cuatro años que vive con su madre en Sevilla, ciudad protagonista del la Exposición Universal en 1992, es una adolescente que absorbe todo como una esponja. Por primera vez se siente ella misma, a nadie le importa quienes son sus padres: “El alivio fue inmenso. A fuerza de no ser nadie, me convertí en alguien”. Vivir su propia vida significó también irse a vivir y a trabajar a Estados Unidos en la banca, algo que no podía estar más lejos de la actividad de Régis o de Elizabeth, e interesarse (esto desde su adolescencia) en el controvertido personaje del rey Juan Carlos de España, sobre quien publicó un primer libro (y viene mucho más). De alguna manera, el retorno a Francia y a la escritura es también un acto maduro de reconciliación. 

A medida que desarrolla su propia personalidad y se lanza por el mundo con sed de descubrimiento, se parece más a sus progenitores cuando jóvenes, aunque con un espíritu abierto, no domesticado por opciones ideológicas. El testimonio rebelde de Laurence Debray es el de una generación que rechaza ese mundo polarizado de las décadas de 1960 y 1970 (prolongado hasta hoy por la política vaciada de ideología pero pletórica de oportunismo).

 Pasar de la negación y el secreto impuesto por la vigencia política de sus progenitores, a una suerte de catarsis literaria que tiene también algo de ajuste de cuentas, es un acto valiente y finalmente amoroso, un acto de liberación. Eso es este libro.

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Crecí en un mundo binario, donde no había lugar para el gris,
y donde los tibios eran denigrados.
—Laurence Debray