01 febrero 2019

De Kaplan a Mujica

Como jurado de los Premios José María Forqué me ha tocado calificar en los últimos cinco años las mejores películas producidas en América Latina. Lamentablemente, muchas de ellas ni siquiera llegan a distribuirse comercialmente en Bolivia.

En la edición de 2015 mi preferida fue la uruguaya “Mr. Kaplan” dirigida por Álvaro Brechner. Es la historia de un judío-uruguayo septuagenario, que decide darle sentido a su vida persiguiendo a un nazi que se esconde bajo una identidad ficticia. La estrategia que despliega para atrapar al supuesto nazi (que resulta siendo un judío-alemán), está narrada con humor y humanidad, porque en el camino revela las relaciones del personaje con su familia, con los amigos y con la comunidad. Es una producción sin grandilocuencias, pero llena de valores humanos.

Ese mismo año, en julio, me invitaron a la gala de los Premios Platino del Cine Iberoamericano en Marbella (España), que se ha convertido en el “Oscar” iberoamericano, donde pude conocer a Álvaro Brechner y conversar con él. Hablamos de su largometraje, por el que yo había votado en primer lugar, pero además me contó su conexión familiar con Bolivia.

Traigo esto a colación porque su nuevo largometraje, “La noche de 12 años” (2018) me ha parecido extraordinario. Se trata de una reconstrucción ficcional de los 12 años que tres dirigentes tupamaros (José Mujica, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro) pasaron en cárceles de máxima seguridad bajo la dictadura militar que tomó el poder en 1973. Estos tres militantes no estaban reconocidos como presos políticos, porque eran rehenes que los militares uruguayos podían asesinar como represalia contra cualquier acción que cometieran los Tupamaros. En otras palabras: cada día, todos los días, su vida pendía de un hilo.


Durante los primeros años, los tres rehenes –al igual probablemente que otros presos políticos, pasaban días enteros encapuchados y en aislamiento total, sin poder comunicarse y sin poder interpelar a sus guardianes. La parte más dura de ese encierro, el hecho de no saber la hora, el día, el mes o incluso el año del calendario, podía haberlos enloquecido y de hecho estuvo a punto de enloquecer a José Mujica, pero la voluntad y el sentido de justicia de los jóvenes guerrilleros pudo más que el aparato represor de sus captores. Las torturas cotidianas, los traslados intempestivos de noche de una prisión a otra, la incertidumbre de no saber si la salida de la celda era para un simulacro de fusilamiento o para otra sesión de tortura, la imposibilidad de saber sobre los seres queridos o la situación que vivía el país y el mundo…

Todo esto lo narra de manera magistral Álvaro Brechner, sin caer en la morbosidad de la violencia, pero sin obviarla tampoco. Lo que se propone mostrar es la capacidad de resistencia, la voluntad de sobrevivencia y la solidez de las convicciones. Lo interesante del film de Brechner no es solamente el relato histórico, narrado de manera testimonial en el libro de Rosencof (sobre el que se inspira la película), sino la manera como teje las relaciones entre los tres rehenes y también sus relaciones con los militares que los custodian.

Al principio estas relaciones son inexistentes dadas las condiciones del encierro, pero poco a poco se abren pequeñas compuertas de luz y sonido que permiten establecer lazos. Son conmovedoras las secuencias donde los tres rehenes descubren que se encuentran en una misma prisión y se las ingenian para comunicarse con golpes en la pared, para descubrir que están vivos, y poco a poco para jugar ajedrez “virtual”, para intercambiar anécdotas y bromas. La relación de uno de ellos, el “poeta”, con el militar que le pide que escriba cartas para su novia, es otro hilo narrativo que sirve para destacar la humanidad que, en el fondo de esa guerra cruenta, prevalece en los personajes. No hay caricaturas de “malos” y “buenos” en esta película porque la situación política los sobrepasa a todos.

La manera que tiene Brechner de narrar esos episodios no descarta el humor, ingrediente indispensable en su manera de hacer cine. En 2015 hablamos precisamente de esto a propósito de “Mr. Kaplan”, y se aplica perfectamente a “La noche de 12 años”:

“El humor es un vehículo para hacer un comentario auxiliar, para ver los hechos de otra manera y sobrellevar las sensibilidades y las angustias, es un mecanismo de defensa.  Pero aparte de eso, el humor brinda la posibilidad de decir ciertas cosas de una forma a veces más profunda, permite reírnos de nosotros mismos”, me dijo Álvaro cuando conversamos en Marbella. “Soy alguien pesimista, pero creo que el humor es una forma de combatir eso, de no dejarse vencer.  El humor apela al intelecto, es una garantía que tenemos los seres humanos de luchar contra la adversidad. El humor es libertad.”

Una de las escenas culminantes de humor es la del baño donde los presos encadenados a una tubería muy alta, no pueden agacharse para hacer sus necesidades.  Eso motiva un reclamo que es elevado desde rango más bajo de los uniformados hasta el más alto, todo ello narrado de manera jocosa. Y una escena luminosa es aquella que transcurre en el patio de la prisión, hacia el final del encierro, cuando por primera vez en más de una década los tres compañeros pueden mirarse en la distancia, sucios, barbudos, flacos, maltratados, pero vivos.

En cuanto supo que yo era boliviano, Álvaro comentó su vínculo afectivo con Bolivia: “Mi abuelo era polaco y en 1938 emigró a Cochabamba y mi abuela es alemana y ese mismo año emigró a Bolivia, justo antes de la Segunda Guerra Mundial. Bolivia y Chile eran los dos únicos países que todavía permitían el ingreso de inmigrantes. Por ello, Bolivia significa mucho para mí, a pesar de que yo nací en Uruguay. La generosidad histórica que tenía entonces Bolivia es impensable ahora, este mundo donde las fronteras se han ido cerrando. “Mr. Kaplan” está inspirado en mi abuelo, en su nacimiento en Polonia y su migración a América Latina”.  

“Mi abuela conoció a mi abuelo en Cochabamba.  Ahí tuvieron sus hijos, mi padre y mis tíos. El año 1959 todos emigraron a Uruguay. Recuerdo una anécdota que me contó mi padre. Ya sabes que los uruguayos somos muy de fútbol, y todos de Peñarol. En 1960, el primer partido de la copa Libertadores se jugó en el Estadio Centenario entre Peñarol y Wilsterman. Mi padre, sus hermanos y mi abuelo fueron a ver el partido, y bueno, Peñarol ganó 7-1 a Wilsterman. Claro, para mi familia recién llegada de Cochabamba fue un momento decisivo. Parece que mi padre y todos lloraron la derrota de Wilsterman, pero luego se hicieron todos de Peñarol.”

(Publicado en Página Siete el 20 de enero 2019)
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Creo que el hombre aprende mucho más de la adversidad, 
siempre que no lo destruya, que de la bonanza. 
Uno aprende con lo que vive, no con lo que cuentan. 
Se aprende más del dolor y no de los triunfos.
—José Mujica