17 noviembre 2018

Aguas turbias

 El río nunca es igual aunque se lo mire desde el mismo lugar. Las aguas pasan y nunca retornan, aunque podríamos imaginar también lo contrario: el río no se mueve y lo que se mueve es la tierra que gira, es nuestro tiempo de vida el que cambia. No pasan las aguas, pasamos nosotros, los que miramos. No envejece el río, sino la mirada. 


La fascinación que ejerce un río tan respetable como el Mamoré, cuyas aguas se vierten sobre el Madeira y luego en el caudaloso Amazonas, y que constituye la frontera natural del norte de Bolivia con un extenso territorio de Brasil, ha inspirado el escenario natural de “El río”, largometraje de Juan Pablo Richter. Con ese fondo de agua y de tiempo que transcurre implacablemente Richter arma una historia de pasiones con asomos de crítica social a la depredación de la naturaleza y a la violencia de género (machismo). 

Soy de los que se aproxima a una nueva producción de cine boliviano con la esperanza de ser sorprendido positivamente. En otras palabras, tengo una predisposición generosa porque reconozco el esfuerzo creativo y las limitaciones económicas para hacer cine en Bolivia.  Otros dirán: “eso no importa, lo que importa es el resultado”… Y es cierto en buena parte desde que la técnica y el financiamiento ya no constituyen los principales obstáculos, sino la manera de contar una historia, es decir, la capacidad narrativa del cineasta. 


Durante la filmación de "El río" 
Sin embargo, en un país donde los espectadores suelen ser diez veces más exigentes con una producción nacional que con una película importada, el desafío de llenar las salas con público es mayor. En años recientes los cineastas de las nuevas generaciones han optado por estrenar primero sus películas en festivales internacionales (hay más de 300 festivales por año), de manera que regresen a Bolivia precedidas por oropeles que podrían despertar la curiosidad del público. Pero ni aún así, colocando en los afiches los laureles de los premios obtenidos, el público boliviano se deja convencer. 

Es un público que tiene otros valores que los de aquel espectador que llenaba las salas para ver “Chuquiago” hace 40 años. Había más interés por la producción nacional cuando las fronteras culturales eran menos difusas. Hoy los favores de los espectadores se encaminan por lo que dicta la publicidad que precede a un film producido en Hollywood: el resto del cine mundial no existe. El bajo nivel de exigencia del espectador boliviano hace que sea benigno con cualquier film producido en Estados Unidos. El día del estreno de “Avengers” o “Rápido y furioso” las filas pueden ser de varias cuadras, aunque nadie sepa a ciencia cierta si se trata de buenas películas. Esa predisposición al cine de acción ha adormecido el sentido crítico de toda una generación. 


Pero volvamos al río antes de que pase demasiada agua. Como espectador y como crítico considero que uno está en el deber de ver la producción de cine boliviano y en el derecho de emitir juicios críticos, aunque tengo serias dudas de que lo que escribimos sirva para algo más que para reflexionar desde el rincón de alguna página de diarios que cada vez se leen menos. 

Las películas nacionales no duran mucho en pantalla, salvo en la Cinemateca Boliviana donde existe una política comprometida para favorecer a nuestro cine. En los multicines comerciales, que imponen los gustos de la cartelera, cuando ya no hay espectadores llega como guillotina el miércoles fatídico en que se acaba el plazo de exhibición. Los realizadores (que suelen ser a su vez productores de sus films) se sienten satisfechos si llegan a 25 mil o 30 mil espectadores (“Chuquiago” de Antonio Eguino, tuvo medio millón en Bolivia). 

Vi “El río” un día antes de que saliera de cartelera. Había seis personas en la sala, espectadores de mediana o ninguna cultura cinematográfica, de esos que se ríen en momentos dramáticos y hacen comentarios necios cuando no entienden lo que está pasando. Aún con ese molesto ruido de fondo, hice lo posible para extraer lo mejor de la película. 


Juan Pablo Richter, director 
La historia tarda en pronunciarse, transcurre más lentamente que el caudal del Mamoré: Sebastián, un joven paceño de 16 años, viaja al encuentro del padre que lo abandonó de niño. Su padre (interpretado por Fernando Arze) es un ganadero y maderero que tiene su finca en el Beni y vive con una mujer mucho más joven que él (Julieta, interpretada por Valentina Villalpando). Más de la mitad del tiempo de la película se queda en eso, no avanza. 

Entendemos que Sebastián y su madre terminaron muy mal su relación, aunque nunca sabemos las razones. Y vemos en el film que la relación entre Sebastián y su padre tampoco va a ser mejor. El taciturno hijo no deja transparentar ni sus sentimientos ni sus pensamientos: es un personaje hermético que solo se abre un poquito con las mujeres por la que siente atracción física. 

La sexualidad que se expresa en el film parece una parábola de la depredación de la naturaleza. Las escenas sexuales explícitas no expresan deseo y placer sino hastío y violencia, esa misma violencia que se ejerce contra la naturaleza cuando el bosque milenario es violado por las motosierras. En entrevistas, el director ha tratado de poner la carga del “mensaje” sobre la crítica a la deforestación y la crítica al machismo, pero las alusiones no hacen suficiente énfasis en esa temática. A  mi juicio el verdadero tema del film son las relaciones entre los personajes, sin embargo esa perspectiva es la que no logra ser bien desarrollada. 


Fernando Arze y Santiago Rozo 
Si lo que se pretendía era hacer del río Mamoré un personaje de la película, ese propósito queda frustrado. Hay secuencias muy bellas de la naturaleza, pero no basta que los diálogos describan al río y sus leyendas. Como espectador me hubiera gustado sentir en las imágenes la fuerza del río, su turbulencia, su majestuosidad, su enigma: un río “subjetivo” que sea inseparable de la historia. Sin embargo, incluso en la escena más dramática, cuando el padre cae al agua, se pierde una oportunidad de traducir en imágenes aquello que en palabras se había dicho antes sobre ese cauce caudaloso donde los hombres desaparecen para siempre. 

Si el río, como personaje, carece de “espesor”, también los otros personajes adolecen de la misma debilidad con excepción de Valentina Villalpando, extraordinaria actriz capaz de transmitir sus sentimientos con una mirada o un mínimo movimiento de la boca. 


Valentina Villalpando y Santiago Rozo 
Unas palabras sobre el estilo narrativo: desde el plano inicial uno nota el uso y el abuso de encuadras posteriores, de los personajes de espaldas, a veces bien logrados cuando se juega con el enfoque y la profundidad de campo, pero otras veces malogrados cuando solo el paisaje aparece con nitidez y los personajes quedan desenfocados. El uso de teleobjetivo incluso en escenas interiores, con el propósito de desenfocar el primer plano o el último plano del encuadre, se verá probablemente mejor en la pantalla de televisión que en la de una sala de cine. 

De Juan Pablo Richter yo había visto antes “Casting” que realizó junto a Denisse Arancibia, promocionado como el primer largometraje de terror realizado en Bolivia. Una buena parte de la crítica vapuleó al film, pero a mi me pareció un ensayo interesante, coherente y verosímil con el género, pero además innovador en su forma narrativa que superpone varias texturas. Entre “El río” y “Casting”, esta última me parece más convincente. 

(Publicado en Página Siete el domingo 19 de agosto de 2018)
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En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado.
—Ramón Gómez de la Serna