07 marzo 2009

Marina Dagron de Gumucio (1922-2009)

Su cerebro funcionó con lucidez hasta el último minuto y su buen humor la acompañó hasta el final. Una hora antes de irse definitivamente, bromeaba con los médicos del servicio de emergencia que la atendía en la casa.

Se fue como vivió el último tramo de su existencia, con ese modo suave de disfrutar con optimismo lo que la vida todavía le podía ofrecer. 

En sus últimos años tuvo que prescindir de una de sus grandes pasiones, la lectura. Su voracidad de lectora, en castellano y en francés, la llevó a devorar bibliotecas. En una época fue asidua de la biblioteca de la Alianza Francesa en La Paz, y decidió leer todos los autores comenzando por la “A”. Le prestaban 10 o 12 libros a la vez para que no tuviera que hacer el viaje todos los días, y ella devolvía los libros forrados en plástico, para que se conservaran  mejor. Cuando iba por la “B” se detuvo varios meses en las obras completas de Balzac y leyó todo. Le gustaban en especial las sagas, las historias amplias que abarcaban varias generaciones.

Las cataratas nublaron su vista poco a poco pero en 2005, cuando vivíamos en Brasilia, la operó el mejor especialista, el Dr. Leonardo Akaishi (ella lo nombraba en broma como “Dr. Abacaxi”), y quedó como nueva. Veía, mejor que cualquiera, caer los limones del árbol que estaba al fondo del jardín, a por lo menos 20 metros. 

Pero el año 2008, ya en Guatemala, descubrieron que tenía mácula y ese fue un camino sin retorno. Sin lecturas su vida se hizo más contemplativa. Trasladó su avidez de conocimientos de la lectura a la televisión, donde era asidua de “Animal Planet” y “Discovery”, maravillándose de las cosas extraordinarias que ofrece la naturaleza. Sentía curiosidad por todo, me preguntaba cada día el precio del barril de petróleo, como si tuviera acciones.

Siguió disfrutando de los viajes y siempre tenía una maleta lista para tomar el avión. Si sus hijos la invitaban a Paris, a Montreal, a Brasilia o a Guatemala, siempre estaba dispuesta. Añoraba el regreso a La Paz, al departamento en Los Pinos (porque “todos me conocen en mi barrio”), pero al cabo de unas semanas ya empezaba a soñar con otro destino. 

Las salidas a Antigua Guatemala le encantaban, para ver las alfombras de flores y de aserrín de hermosos diseños y las procesiones de Semana Santa, o cualquier día del año simplemente para pasear entre las ruinas de las iglesias de piedra, recorrer las calles empedradas de la antigua capital o comer en La Fonda de la Calle Real.

Sus otros placeres eran sencillos: chocolates, una copa de vino, un vaso de whisky, Les Luthiers… Solía decir que si sus regalos de cumpleaños o de navidad incluían un libro, un perfume y chocolates, ella se daba por satisfecha. 

En Guatemala esperaba con ansias la visita a la Pastelería Zurich donde compraba los sábados 340 gramos de chocolates surtidos. Allí la reconocían, la saludaban con cariño y eso le agradaba.

No exigía ni pedía nada más, y todo lo recibía con inmensa gratitud (“que Dios te lo pague y te lo multiplique”, era su frase). Convivir con ella era fácil, porque la discreción y la sencillez eran su norma. Decía que había aprendido a comportarse así observando a su suegra, mi abuela Adriana, quien pasó por el mundo con ejemplar delicadeza. 

Con su amplia cultura y su facilidad de trato mi madre tenía amigos de todas las generaciones: niños, jóvenes, adultos y gente de su edad. Con todos tenía conversación. Estos amigos y amigas de varias generaciones la despidieron el 14 de febrero, el Día de la Amistad, exactamente un mes después de haber cumplido 87 años de edad.