No conocí personalmente a Alejandro Aura, pero descubrí su poesía hace cuarenta años, cuando tanto él como yo éramos poetas en ciernes, aunque él ya había publicado algo. Uno de mis primeros libros lleva unos versos suyos (de su poema “Mi hermano mayor”), como apertura de un grupo de poemas: “El que se casa pobre / tiene que andar cuidando su manera de contar estrellas / tiene que andar despierto y trabajando, qué remedio”. Desde entonces el nombre de este poeta mexicano me fue siempre querido y familiar.
“Ora que el chiste es que a los demás les interese lo que escribimos, que se sepa, que todo el mundo se entere y que tengamos el toque de la varita mágica, el ábrete sésamo del interés de los demás. Y como esa es la principal característica de este medio, ahí les voy”, así comenzó su blog, que cultivó con entusiasmo desde el 20 de febrero del 2007.
Primero publicaba reflexiones sobre su propio quehacer, su diario personal, textos testimoniales, y opiniones sobre lecturas o noticias. Cada día una o dos notas. A veces aludía a su interés por la cocina, otras a su quimioterapia que lo obligó a raparse el cabello a cero. A veces una foto de sus manos o de la bandeja del desayuno, tomadas por Milagros Revenga su compañera de los años finales.
Sobre cada evento narrado escribía unos versos, como si prosa y poesía se miraran en un espejo. El 18 de abril del 2007 anunciaba que en adelante sus poemas aparecerían también leídos por él en el blog. Con sus entregas cotidianas, a veces dos o tres en un solo día, iba construyendo su memoria.
Aura supo que ese legado era fundamental desde que empezó a convivir con un cáncer que terminaría con su vida. El 30 de julio de 2008, a las cuatro y media de la tarde, falleció en Madrid en el Hospital Gregorio Marañón, a los 64 años de edad.
Sin dramatismo alguno, desde el 31 de marzo de 2007 había publicado su “Despedida”, que comienza con estos versos: “Así pues, hay que en algún momento cerrar la cuenta, / pedir los abrigos y marcharnos, / aquí se quedarán las cosas que trajimos al siglo / y en las que cada uno pusimos nuestra identidad”; y concluye así: “Nos vamos. Hago una caravana a las personas que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.” Los lee con una voz clara y tranquila para todos nosotros.
Aura deja una cálida memoria entre los suyos: sus hijos Pablo, Juan y María, y su compañera Milagros. Los primeros continuarán con una tradición que el poeta había iniciado veinte años atrás, la de las pastorelas de fin de año, representaciones tradicionales en las que alternan Luzbel, el Arcángel y otros personajes. Milagros mantendrá la memoria a través de fotografías, el blog, y un sitio web con páginas que remitirán a su poesía, a sus cuentos, a sus artículos y a su itinerario biográfico.
Alejandro Aura estuvo despidiéndose de nosotros desde que tres años antes de morir le dijeron que tenía tres meses de vida por delante. Cada día fue un regalo adicional para él, para nosotros y para la poesía. Ya el 31 de agosto del 2007, en un brevísimo poema titulado “Solo”, escribió: “Ya va siendo la tarde, / ¡qué horror! / se acerca / la interminable noche.”