No hay cineasta latinoamericano que no haya pasado por el Festival de Cine de La Habana, que es el lugar de encuentro de todos. La generosidad cubana hizo que en las mejores épocas, en la década de los 1980s, fuéramos invitados año tras año, varios centenares de directores, guionistas, actores, técnicos, productores, directores de revistas de cine, miembros de asociaciones nacionales, y cineastas en ciernes, a participar en esa gran fiesta del cine. Tengo los mejores recuerdos de la década en que fui asiduo participante, a veces como cineasta y a veces como miembro del jurado de la sección de video o documental. Conservo un enorme agradecimiento para los colegas cineastas del ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica), del ICRT (Instituto Cubano de Radio y Televisión) y de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, que en diferentes oportunidades hicieron posible mi presencia en el festival.
Cada vez que estuve en La Habana -y no fueron menos de diez- fui tratado al igual que otros colegas con la mayor solidaridad por los compañeros cubanos o aquellos viviendo en Cuba, entre los que recuerdo con cariño a Lola Calviño, Julio García Espinoza, Santiago Álvarez, Manelo González, Pastor Vega, José Antonio Jiménez, Daniel Diez, Susana Sardiñas, Fernando Birri, y otros que podría citar aquí. Siempre me sentí a gusto en Cuba, como en casa.
Aunque no he vuelto al Festival en los últimos años, sigo de cerca su desarrollo y constato que a pesar de las dificultades económicas por las que ha atravesado Cuba durante el periodo especial, su importancia se mantiene. El cine ha sido siempre favorecido por el proceso revolucionario y en especial por Fidel. No olvidemos que uno de los primeros decretos del gobierno de la Revolución fue la creación del ICAIC, y que Fidel personalmente le dio al cine cubano y latinoamericano un apoyo enorme: la creación del ICAIC, el Festival, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela de Cine en San Antonio de Los Baños.
Fidel solía ver en privado las películas de cada Festival, de modo que estaba al tanto de las nuevas producciones de la región. Por las noches, mantenía largas conversaciones hasta la madrugada con los directores y actores invitados, tanto de América Latina como del resto del mundo. Me tocó leer o escuchar los comentarios llenos de admiración de Jack Lemmon, de Robert de Niro, de Gian María Volonté y de Harry Belafonte –quizás el más asiduo participante no latinoamericano- luego de esas largas sesiones nocturnas con Fidel. Tuve el privilegio de estar, creo que fue el año 1985, en su discurso de clausura en el Teatro Carlos Marx, que duró cinco horas que apenas sentimos pasar, porque habló con un conocimiento extraordinario del cine. Una de esas noches, como lo hacía cada año, Fidel nos recibió en el palacio. Uno por uno nos dio la mano con paciencia, sencillez y cortesía asombrosas (¿donde está mi foto con Fidel, compañeros cubanos?, no tengo ninguna a pesar de haberlo saludado tres o cuatro veces).
El Festival era una fiesta que duraba 24 horas cada día. Casi no dormíamos. En las mañanas había conferencias de prensa, encuentros entre cineastas o actores, deliberaciones de los jurados, muestras de carteles, presentaciones de libros y otras actividades en simultáneo, de modo que era imposible asistir a todas. En las tardes, hasta la media noche, en varias salas de la ciudad se proyectaban las películas del festival, cerca de 500 obras, largometrajes de ficción o documental, cortometrajes de toda clase, animaciones y videos, prácticamente todo lo producido en nuestra América Latina, pero también películas de otras regiones. Y a partir de la media noche, las fiestas extraordinarias de las que conservo una memoria dulce. Al lado del Teatro Carlos Marx, en el Cristino Naranjo, uno podía disfrutar en 6 o 7 espacios diferentes, animados por las mejores bandas de música. En el segundo piso estaba el formidable trompetista Arturo Sandoval (hoy en Miami), en el espacio abierto de afuera sonaban los inmensos altavoces de los Van Van, y junto a la playa y a la piscina otros grupos de música extraordinarios animaban la fiesta. El entusiasmo de cubanas y cubanos era contagioso, hasta yo me atrevía a bailar. Esas fiestas duraban hasta las 3 o 4 de la madrugada.
Además de disfrutar las películas, uno gozaba del ambiente de camaradería que se instalaba en los lugares del Festival. El Hotel Nacional era un sitio mágico de encuentro, pero también el Capri y el Habana Libre. Los mojitos nocturnos aparecían sobre las bandejas que circulaban los mozos, y desaparecían en un santiamén.
La salida de un nuevo número de la revista Cine Cubano, en papel periódico, era un acontecimiento, así como los carteles de las películas cubanas, hermosos, diseñados por el formidable Bachs, por Coll, Julio Eloy, Niko, Iglesias, Reboiro o Coni, entre otros artistas que derrochaban talento y humor. Conservo varios de ellos, impresos en serigrafía, con esa nobleza de la tinta espesa que los hace únicos.