(Publicado el sábado 16 de noviembre del 2024 en Brújula Digital, ANF, Público Bo, Inmediaciones y Cabildeo Digital)
“Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también; que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos, valores y dobles (…) Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos caradura o polizón”.
Este miércoles 13 de noviembre pasado, sonaba “Cambalache” y Rolando Costa Ardúz nos miraba desde un hermoso retrato colocado a los pies de su féretro. Su mirada escrutadora abarcaba toda la sala, pero nadie se percataba de ello. Parecía interpelar individualmente a cada amigo que venía a despedirse de él y saludar a Anita y a la familia. Yo lo percibí así, mirándome fijamente, reclamando recuerdos.
No me acuerdo cuándo nos conocimos, pero puedo decir que siempre fuimos amigos, antes y después del exilio de 1980 en México. Mi memoria suele estar sembrada de fotografías y de imágenes no registradas. De Rolando conservo ambas, algunas tienen fecha precisa, otras no. Me pongo a revisar y encuentro, ya sea en el disco duro externo que tiembla junto a la computadora, o en el interno que patina en mi azotea.
Las fotos tienen la virtud de anclar fechas y lugares, no dejan que la memoria reconstruya improvisando. Los recuerdos tienen otras virtudes, a veces embellecen y a veces oscurecen los momentos recordados. No hay memoria absolutamente cierta, siempre está filtrada por la razón y por el músculo del corazón.
Rolando Costa Arduz, Julio de la Vega y Walter Solon Romero
Cuando se produjo el golpe militar de Luis García Meza en julio de 1980, nos encontramos ambos asilados en la embajada de México, en la calle 5 de Obrajes. Ahí armamos un grupo de tertulia literaria con varios amigos entrañables: René Bascopé, Ramón Rocha Monrroy, Coco Manto, Lucho Rico, y por supuesto Rolando. En el patio de la residencia de esa misión diplomática vi por última vez a don Arturo Costa de la Torre, que ingresó para visitar a Rolando.
Al regresar del exilio nuestras tertulias continuaron. Probablemente mi memoria esconde más de lo que revela, y por eso las fotografías llegan en su auxilio. Conservo fotos de una reunión en 1993 en mi casa, en Obrajes, con los queridísimos y entretenidos Walter Solón Romero, Julio de la Vega y Rolando. Esos tres amigos eran amenos, apacibles y en ningún momento hacían gala de su sabiduría y de su enorme experiencia. Eran sencillos, buenos conversadores, con un humor fino que deslizaban entre las frases. Probablemente había alguien más aquella noche (y otras), pero la realidad segmentada por la fotografía nos muestra solamente a los cuatro. Eran tiempos en los que un rollo de fotos era caro (y había que enviarlo a revelar y luego hacer copias), no como ahora que cualquiera dispara impunemente su celular (yo también).
Visitarlo en la casa familiar de San Pedro era para mí un enorme regalo. Además de la conversación y las delicias preparadas por Anita, estaban los “tesoros”: su inmensa biblioteca con ediciones raras y valiosas, su colección de máquinas de escribir, la máscara mortuoria de Sergio Almaraz, las caricaturas originales de Ricardo Pérez Alcalá, otro amigo común, que solía representar a Rolando como un búho.
Inevitablemente prendido a un cigarrillo, Rolando escapaba de la casa familiar en la calle Nicolás Acosta 454 del barrio de San Pedro, para encontrarse con amigos en algún café de La Paz. En una época nos veíamos en el café del Club de La Paz, también llamado “el mentidero”, porque era frecuentado por los políticos que descendían desde la plaza Murillo, tres cuadras más arriba por la calle Ayacucho. Conservo una foto en ese lugar, con Lucho Rico y Manuel Vargas, el 22 de diciembre de 2004. De haber sido durante décadas uno de los cafés clásicos de la ciudad, donde con frecuencia estaba don Juan Lechín y otros políticos renombrados, el Café de La Paz se convirtió en cualquier cosa, en un local de comida chatarra.
Gumucio, Costa Arduz, Luis Rico y Manuel Vargas
Después, nuestro café de preferencia estaba en El Prado, en esa antigua casa de Núñez del Arco que alojó al café Vainilla y luego al café Urbano. Era un lugar donde se podía fumar. Rolando caminaba desde su casa hasta la calle México, pasando delante del panóptico de San Pedro, bajaba las gradas sin nombre que desembocan en la avenida 16 de Julio, junto al (ex) Hotel Sucre (que en la década de 1940 fue el mejor hotel de la ciudad). Cruzaba El Prado hasta el café Urbano donde conversábamos durante dos o tres cigarrillos antes de que emprendiera el retorno apoyado en mi brazo y en su bastón.
No voy a decir aquí todo lo que hizo en su vida Rolando Costa Ardúz, porque es de dominio público que fue varias veces vicerrector de la Universidad Mayor de San Andrés (cuando la UMSA tenía nobleza y prestigio), prefecto del departamento de La Paz, vocal de la Corte Nacional Electoral, creador de la revista “Crónica aguda” (155 números) y autor de cerca de 60 libros, entre muchas otras actividades que lo enaltecen. Que otros hablen de ello, yo quiero narrar una anécdota que tiene que ver con su especialidad de médico forense.
Rolando tuvo bajo su responsabilidad profesional la dolorosa tarea de hacer la autopsia de su amigo Luis Espinal, torturado y asesinado salvajemente en marzo de 1980 por esbirros enviados por el excomandante Jaime Niño de Guzmán. Lucho era entonces director del semanario Aquí, donde denunciábamos los actos de corrupción de los militares y los aprestos golpistas. Más de tres décadas después, en enero de 2017, se le ocurrió a Genaro Quenta, un fiscal despistado, mal informado y mal intencionado, que se debían exhumar los restos de Espinal para una necropsia. Me encontraba fuera de Bolivia cuando Rolando me contó eso por correo (por intermedio de Anita), angustiado porque no encontraba el protocolo de la autopsia que él había realizado 37 años antes. Le recordé que habíamos publicado el protocolo completo en el libro Luis Espinal, el grito de un pueblo, libro que me tocó coordinar para la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia (APDHB) y que fue publicado en 1981 en Lima y un año más tarde en Barcelona. Le envié la copia del protocolo y de esa manera se pudo detener a fines de enero la orden de ese fiscal.
En febrero, a mi regreso, nos juntamos a conversar en el café Urbano y cuando tocamos el tema, caí en cuenta de que a pesar de las dos ediciones mencionadas, el libro no se había publicado nunca en Bolivia. Delante de Rolando llamé a Xavier Albó, que ya residía en Cochabamba, y le pregunté si los jesuitas estarían interesados en cofinanciar una edición boliviana de la obra. Entusiasmado, el P’aqla dio su aval inmediatamente, lo que me permitió llamar a José Antonio Quiroga, director de Plural, y plantearle el desafío: “¿Puedes publicar un libro en un mes?” José Antonio contestó afirmativamente: siempre y cuando se le entregara el texto en Word en unos diez días. Nueva llamada a Xavier, quien me dijo que los colegas de la fundación que lleva su nombre se encargarían de transcribir el libro, ya que no existía (obviamente) una versión digital. El original lo escribí a máquina, no teníamos computadoras entonces. Mientras se hacía la transcripción acudí a la casa de los jesuitas para revisar una vez más la caja de fotos de Luis Espinal que había tenido oportunidad de examinar más de tres décadas antes. Dicho y hecho, la nueva edición del libro (Plural, 2017) salió pocos días antes de que se cumpliera el 37 aniversario del asesinato de Lucho. Rolando fue testigo y cómplice, ese 8 de febrero de 2017, de las llamadas de teléfono que permitieron concretar la aventura editorial.
Meses después me hizo el honor de pedirme que escribiera el prólogo de su nueva obra, La Paz mágica y rebelde(2017), el libro número 57 de los que había escrito hasta entonces. Además de un honor era un desafío escribir el introito de un libro de uno de los mayores conocedores de la historia y del desarrollo de nuestra ciudad. Lo hice con cierta timidez abordando los tres aspectos que destacan en la obra: la historia, la topografía y las tradiciones. Mi prólogo fue una suerte de conversación con Rolando, por ello incluí este párrafo: “Escribir esta presentación ha sido un ejercicio de diálogo. Mi texto conversa con los textos de Rolando Costa Ardúz y lo hace desde la misma premisa de la que parte todo diálogo sincero: tenemos visiones disparejas sobre algunos aspectos, pero complementarias. Rolando ejerce la fascinación por una ciudad que ha conocido al dedillo, con sus secretos y su magia, y yo hablo de mi propia experiencia para decir que esa ciudad ideal lamentablemente ya no existe, la hemos dilapidado. En este contrapunto entre su visión y la mía quisiéramos contribuir a la toma de conciencia sobre lo que la ciudad ha sacrificado y sobre lo que podría aún recuperar”. El libro se presentó el 16 de febrero de 2018 en el salón de honor de Los Amigos de la Ciudad, en presencia de la familia y amigos de Rolando. Fue una reunión íntima con sus seres queridos.
Después de la pandemia solía visitar a Rolando y Anita en su nueva morada, en la calle 23 de Achumani, casualmente a sólo dos cuadras de una rotonda que lleva el nombre de Alfonso Gumucio Reyes, inaugurada el 17 de octubre de 2014 durante la administración de Luis Revilla, alcalde del Gobierno Autónomo Municipal de La Paz. Rolando estuvo allí, junto a otros amigos cercanos, en aquel acto realizado al cumplirse el 33 aniversario del fallecimiento de mi padre.
Cuando visitaba a Rolando salíamos a caminar por el barrio, lo cual le hacía mucho bien, aunque aprovechaba esas caminatas para fumar un par de cigarrillos. Anita trataba de ocultarlos por todos los medios, pero Rolando se daba mañas para tener siempre una cajetilla a mano. Las últimas veces, antes de que comenzara el deterioro severo de su salud, almorcé en su casa coincidiendo con la llegada de su hija Mariana. Las fotos de aquella ocasión tienen una luz especial que refleja la armonía de su hogar.
Los dos últimos años fueron muy duros. No tiene sentido hablar de ellos, es mejor recordar a Rolando en pleno uso de sus facultades, lúcido y hablando de nuevos proyectos de libros. Aunque era 18 años mayor que yo (murió a los 92 años), tuvimos siempre una amistad fluida y entrañable. Rolando veía a muy pocos amigos, aparte de la familia, por lo que considero que tuve el privilegio de conversar y pasear con él. Ayer, viernes 15 de noviembre, estuvimos a su lado en la última despedida.