(Publicado en Brújula
Digital, Público Bo y ANF el jueves 8 de agosto de 2024)
En la Feria Internacional del Libro de
La Paz (quizás la peor organizada de todas), hay una sala (ruidosa como las
demás) que lleva este año el nombre de Claudio Sánchez, fallecido el miércoles
13 de diciembre de 2023 a los 37 años de edad, demasiado pronto para todo lo
que podía dar por el cine.
En homenaje a Claudio me invitaron a
participar junto a Mela Márquez, directora de la Cinemateca Boliviana, y a
Sergio “Yeyo” Zapata, organizador del Festival Cine Radical, en un
conversatorio titulado “Leyendo cine: crítica y críticos”, donde en el último
minuto antes de que nos boten de la sala sólo pude pronunciar una palabra,
porque el tiempo para exponer se había consumido en las dos intervenciones
anteriores.
A estas alturas de la vida no me
impacienta monopolizar la palabra. He escrito y lo sostengo siempre, que una
intervención en un acto de ese tipo no debería durar más de dos páginas (es
decir, unos 10 minutos), porque no es una ponencia magistral en un congreso
académico.
Publiqué mi artículo “Yo Claudio” pocos
días después de la partida intempestiva de este joven y dinámico amante del
cine, conocedor inquieto y ávido intelectual. Lo escribí en primera persona
porque quería que los lectores lo recordaran siempre en tiempo presente. Ojalá
así sea: debemos conservar su imagen siempre joven porque la vida no le dio la
oportunidad de envejecer.
Fui primero amigo de su abuelo, Mario
Castro, por quien siento un enorme cariño. De alguna manera mi relación inicial
con Claudio estuvo marcada por la herencia de ese afecto y amistad, pero pronto
pude reconocer que el ejemplo de Mario había servido para que Claudio trazara
su propio camino, tan prometedor que puedo imaginar todo lo que podía haber
seguido aportando al cine como investigador y crítico.
Su interés genuino por mi Historia
del cine boliviano (1982) se hizo evidente en nuestras conversaciones: él
sí había leído el libro con detenimiento y mis capítulos sobre las películas Hacia
la gloria (1926) de Arturo Posnansky, y La gloria de la raza (1932) de
Mario Camacho, José Jiménez y Raúl Durán (a quienes entrevisté para mi
investigación), le sirvieron como base de sus propias pesquisas, como han
servido a varios otros investigadores (aunque no siempre me dan el crédito
correspondiente, aun cuando citan algo textualmente).

Comenté sus libros y él escribió
también sobre alguna película mía en la revista virtual Cinemascine, que
dirigió junto a Mary Carmen Molina y Sergio Zapata, activos como él en la
promoción del nuevo cine boliviano y de la reflexión crítica. Estas actividades
fueron semilla para Imagen Docs y el Festival Cine Radical, entre otras.
Claudio era un “amateur” de la crítica de cine, en el sentido original de la
palabra: amaba el cine y se esforzaba por leer cuanto caía en sus manos
para mejorar su propia formación intelectual. Tuvimos oportunidad de hablar
sobre cine boliviano como jurados de la selección para los premios Oscar y
Goya.
La crítica de cine siempre ha sido un
oficio difícil, y no solamente en Bolivia. Al igual que en la crítica literaria
o artística en general, los críticos son muchas veces vilipendiados, ignorados
o acusados de ser creadores frustrados que se refugian en el resentimiento. Pocas
personas entienden el valor creativo de la crítica, que cumple una función como
interpretación de las obras de arte. Los críticos ejercemos el oficio de “leer”
las imágenes. No exageramos como aquellos académicos que despachurran y
segmentan las obras de arte hasta encontrar significados tan ocultos que ni
siquiera los artistas habían pensado en ellos.
Los críticos tenemos una función más
amigable: proponemos lecturas muy personales para que los espectadores elaboren
las propias. Tenemos una función orientadora que no busca imponer criterios,
sino rescatar y ofrecer elementos que no aparecen en la lectura superficial de
una obra. Esos elementos pueden ser contextuales o intrínsecos a cada obra.
Cuando la crítica se hace demasiado
académica y críptica, corre el riesgo de alejarse del lector o espectador y se
encierra en una espiral que esteriliza a los propios académicos, devenidos tan
exigentes con los demás y consigo mismos, que ya no pueden salir de un círculo
cada vez más estrecho y exclusivo. Tengo amigos escritores que se convirtieron
en críticos y ensayistas literarios, y en algunos casos esa profundización
académica en el proceso de creación literaria los anuló como narradores, aunque
los hizo crecer como investigadores de la literatura. Lo mismo sucedió con
artistas plásticos convertidos en críticos de arte, o críticos de cine. Quizás
he tenido la fortuna de flotar entre las olas de la crítica y de la creación,
tanto en la literatura como en el cine, sin sentir que ambas están reñidas.

En Bolivia la crítica cinematográfica tiene
una historia poco nutrida, pero ello se entiende porque va en paralelo con la
historia del propio cine boliviano y también con las limitaciones de la
distribución en el país del cine mundial. En la medida en que hay más cine
nacional y que llegan mejores películas internacionales, la crítica también
mejora, se hace más profesional.
Curiosamente, la crítica de cine en
Bolivia sigue siendo muy limitada y casi inexistente, a pesar de todas las
ventajas actuales, la posibilidad de acceder a más películas, el crecimiento
exponencial de la producción cinematográfica nacional, y el acceso a través de
internet a un universo infinito de publicaciones, críticas de otros, etc. Hay
pocos críticos de cine en Bolivia, y por eso los seis o siete que ejercen y que
pertenecen a la generación de Claudio Sánchez o algo mayores, tienen mérito.
En nuestra época, cuando éramos
jóvenes incursionando en la crítica de cine, sólo teníamos frente a nosotros la
película en una pantalla de una sala de cine (no había DVD), y muy pocas veces
podíamos contar con otras referencias publicadas que nos permitieran comparar
nuestros criterios con otros.
La nueva generación de críticos de
cine en Bolivia no podría existir sin los predecesores en este oficio. La
cronología de la crítica de cine en Bolivia, que abordé en mi Historia del
cine boliviano, fue el sendero que seguimos los críticos que nos iniciamos
en la década de 1970, y mucho más tarde el camino que siguieron los nuevos
críticos, sobre los pasos anteriores.
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Eduardo T. Gil de Muro
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Fue el español Jaime Renart, republicano
exiliado en Bolivia, quien inició a principios de los años cincuenta del siglo
pasado, en el vespertino Ultima Hora, una columna de crítica de cine que
publicaba de manera regular. A lo largo de su existencia el vespertino Ultima
Hora estuvo siempre a la cabeza en lo que respecta a la crítica de cine. Es una
pena que haya desaparecido porque sus páginas acogieron a lo más granado de la
crítica de cine en Bolivia.
Allí escribió también otro español, el
sacerdote carmelita Eduardo T. Gil de Muro (su nombre completo era Eduardo
Teófilo Gil de Muro Quiñones), que sucedió a Renart cuando éste abandonó
definitivamente Bolivia. Gil de Muro estuvo en nuestro país de 1961 a 1965,
firmaba sus críticas como “Martín de Quiñones” y fue uno de los fundadores del
Cine Club Luminaria que orientó a varias generaciones de amantes del cine a
través de debates y conversatorios. Conocí bien a Eduardo y volvimos a
encontrarnos muchos años después en Madrid. Ya no era cura, pero seguía
escribiendo sobre cine.

En las mismas páginas de Ultima Hora
escribió crítica de cine el poeta Julio de la Vega, quien antes había publicado
esporádicamente en la revista de la segunda generación de Gesta Bárbara. A
fines de los años sesenta, también en Ultima Hora y en el diario Presencia, inició
su actividad Luis Espinal, recién llegado a Bolivia. Su actividad no se limitó a los comentarios
sobre cine sino que desplegó una vasta labor de animador dando talleres en todo
el país. Dos de esos cursos, en 1969, me animaron a lanzarme a escribir crítica
de cine. Al hacerse cargo en 1979 de la dirección del semanario Aquí, Espinal fue
expulsado de Presencia, pero siguió ejerciendo su actividad de crítico en Aquí
y en Radio Fides.
Mis propios inicios como crítico de
cine fueron en el diario El Nacional, durante el gobierno de Juan José Torres,
y en las páginas del suplemento “Semana” de Última Hora, a principios de la
década de 1970. Soy, entonces, parte de la generación de relevo. Escribí
también en la revista Zeta, y en varias revistas de Europa, África y América
Latina. Lucho Espinal me decía que yo era demasiado duro en mis juicios sobre
el cine boliviano, quizás tenía razón. Él solía ser mucho más benévolo porque
comprendía las dificultades de los cineastas, algo que yo entendí después de
estudiar cine y regresar a Bolivia, aunque también regresé con un aparto
crítico exigente como resultado de mis estudios en el IDHEC y en las
universidades de Vincennes y Nanterre, donde tuve como profesores a tipazos
como el cineasta Jean Rouch, el historiador Marc Ferro, el crítico Jean Douchet
y la plana mayor (o “comité central”) de las revistas Cahiers du Cinéma (Serge
Daney, Jean Narboni y otros) y Cinéthique, por entonces tan radicalizados en la
posición maoísta del “frente cultural”, que no publicaban fotos de as películas
analizadas porque no querían parecerse a las revistas burguesas.
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Libros de crítica de Pedro Susz
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A principios de la década de 1970 no
éramos muchos los que escribíamos regularmente sobre cine: Julio de la Vega,
Luis Espinal, Amalia de Gallardo y esporádicamente Pedro Shimose y algún otro. A
mediados de esa misma década ingresaron a la crítica de cine dos nuevas voces:
Pedro Susz y Carlos D. Mesa. En El Diario y posteriormente en otros matutinos
de La Paz, Pedro Susz ha mantenido desde entonces una actividad regular de
crítica cinematográfica, dándose a conocer como un crítico agudo y muy bien
informado. Sin la menor duda Pedro es el crítico más constante y longevo de
Bolivia, no hay otro como él. Los cuatro tomos que publicó en 2014 bajo el
título 40/24 papeles de cine, y un quinto tomo en 2018, son un regalo de
3.260 páginas para cualquiera que se interese seriamente en la reflexión sobre
el cine.
Otros antecedentes: su colega de la
Cinemateca Boliviana, Carlos D. Mesa, publicó en 1979 un libro titulado Cine
Boliviano: del realizador al crítico, que reúne textos de Jorge Sanjinés,
Arturo von Vacano, Pedro Susz, Luis Espinal, Beatriz Palacios, y otros.
Mucho antes, Amalia de Gallardo había
publicado Iniciación cinematográfica (1972), quizás el precedente más
antiguo de un libro dedicado a la apreciación del cine en Bolivia, que tuvo
además el privilegio de ser declarado, en 1970, por el ministro de Educación,
Mariano Baptista Gumucio, como texto oficial en los ciclos medio e intermedio.
De esa publicación de color verde limón realizada en la imprenta Don Bosco,
nació toda una colección de libritos de formato pequeño y tapa verde limón, escritos
en su mayoría por Luis Espinal, pero también por Renzo Cotta, Orlando Capriles
y otros.
En la puerta del horno se quedó una
reedición de toda la colección, lista para ser publicada en tres tomos, que los
amigos de Don Bosco me pidieron prologar hace cuatro años (2020), pero que no
termina de cristalizarse. Los tres tomos están muy bien diagramados, con
portada y portadillas internas, pero la pandemia parece haberlos afectado.
El grueso de la crítica de cine boliviana
se concentró por muchos años en La Paz. En febrero de 1979 quisimos darle
cierta “institucionalidad” mediante la fundación de la Asociación Boliviana de
Críticos de Cine (CRIBO), creada con el objeto de “contribuir al
fortalecimiento de una corriente de cine desmitificador, desalienador, que
contribuya a esclarecer la realidad nacional”.
Fue una iniciativa que acogieron bien mis colegas críticos de cine
activos a fines de la década de 1970. El acta de fundación está firmada por
Luis Espinal, Julio de la Vega, Pedro Susz, Carlos Mesa, y Alfonso Gumucio
Dagron, y señala que “el público boliviano necesita una orientación que le
permita adquirir sus propios instrumentos de crítica para poder ver cine como
un hecho cultural y no de mera evasión”.

Recuerdo que nos reunimos unas cuantas
veces y no pasó de allí, sin embargo, a la muerte de Espinal, solíamos publicar
en el semanario Aquí un pequeño recuadro con nuestras recomendaciones de
películas, que sustituyó al recuadro de estrellitas que publicaba Lucho en esas
mismas páginas.
Mi cronología muestra algunos vacíos a
fines del siglo pasado, quizás porque no viví en Bolivia, pero nuevas
generaciones de críticos de cine emergieron durante las dos últimas décadas.
Sin ánimo de mencionarlos a todos, rescato los nombres de Mauricio Souza, Ricardo
Bajo, Santiago Espinoza, Santiago Laguna y Mónica Heinrich, entre los más
agudos. Y en la generación más reciente ya he mencionado a Mary Carmen Molina, “Yeyo”
Zapata y Claudio Sánchez Castro. Otros practican el oficio de la crítica de
manera esporádica o se dedican más bien a estudios de mayor aliento, como
Sebastián Morales.
En uno de sus libros, mi amigo colombiano
Omar Rincón alude al oficio de la crítica con ironía y humor: “Los pocos
críticos que quedan son considerados unos amargados, malaleches, arrogantes y
fracasados. Y es que los críticos son, de verdad, conmovedores porque en un día
azul ven la nube que se insinúa en la lejanía y en un día de lluvia encuentran
el pedacito azul que puede llegar a ser: son seres a los que les fascina llevar
la contraria y disfrutan más pensar distinto que teniendo la razón. Y son
patéticos, además, porque su oficio no sirve para nada: no suben un punto de
rating, no llevan gente al cine, no ayudan a vender libros, no interesan a los
ciudadanos en el arte, ni siquiera llevan a comprar modas o ir a restaurantes.”.
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Mario Castro y Claudio Sánchez
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Lo cierto es —continúa Omar Rincón,
que los críticos no buscan pasar a la historia, porque la crítica “es un hacer
que intenta comprender y explicar obras y oficios que se aman: es una acción de
dependencia amorosa por las obras y los creadores”.
Escribimos crítica para orientar a los
lectores y cinéfilos. Algunos arguyen que tratan de orientarlos antes de
que vean una película, pero otros, entre los que me cuento, preferimos que
nuestros comentarios sean leídos después, para acompañar la propia reflexión
del espectador y quizás tener alguna influencia en la opinión que ya se había
forjado. Rara vez publico una de mis críticas sobre cine boliviano cuando la
película está todavía en cartelera, porque prefiero que el lector se haga
primero una idea que luego puede contrastar con las mías.
Un crítico afina su puntería a medida
que practica. El ejercicio regular permite fortalecer el músculo del análisis y
desarrollar un grado mayor de creatividad e independencia de la obra analizada.
En años recientes no he visto cine en
salas comerciales. Con excepción de la Cinemateca Boliviana, suelo ver películas
en mi casa o en largos vuelos internacionales donde hay la suerte de contar con
una pantalla individual y una selección “potable” de películas recientes. Las
salas de cine que eran mi remanso de paz desde que era estudiante de cine en
París, ahora me asfixian. No por la oscuridad sino por el comportamiento chabacano
de la gente que habla, come pipocas con hedor a mantequilla rancia, responde al
celular o alumbra sus pantallas para enviar mensajes de texto. Es una suerte de
traslado de las malas costumbres de ver la televisión en sus casas, sin ningún
respeto por el séptimo arte. Quizás harían lo mismo si fueran a un concierto de
música clásica o a un museo. Todo eso me irrita irremediablemente, pero todo es
posible con las generaciones Y o Z.
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Como
todo buen texto, una crítica que se precie es una botella que esconde un genio.
Pero el genio es el mismo lector, que se vuelve mejor y un poquito más sabio
después de haber leído el papel que venía enrollado adentro.
—Roberto
Herrscher