10 septiembre 2022

Memoria de la piedra

(Publicado en el suplemento Letra Siete, de Página Siete, el domingo 21 de agosto de 2022)

 El 21 de agosto de 1971, hace 51 años, se inició el golpe militar del coronel Hugo Banzer Suárez y su dictadura de siete años. El 23 de diciembre del mismo año fue apresado en Santa Cruz un joven militante del ELN, José Carlos Trujillo (bautizado así en homenaje a Mariátegui), y el 2 de febrero de 1972 desapareció de su celda en la cárcel de El Pari. Hasta el día de hoy.

 Esta es la historia de “Jó”, ese joven de 22 años y la búsqueda de justicia que a lo largo de medio siglo ha llevado adelante la familia de Gladys Oroza y Walter Solón Romero. El libro “El Jó en la piedra” de Pablo Solón (2012, 326 páginas), publicado hace diez años por la Fundación Solón, recoge abundantes testimonios, fotografías y reproducciones de obras de Walter Solón Romero que tejen no solamente los cortos 22 años de vida de José Carlos Trujillo, sino los siguientes cuarenta años de búsqueda de la verdad, una epopeya enorme de la que fue principal protagonista la madre, Gladys.

 El título del libro puede parecer extraño para quien no conoce el impacto que tuvo ese hecho en la familia. Mi amistad con Walter Solon Romero y por tanto con Gladys y el resto de la familia me ha permitido vivir de cerca ese prolongado drama, de manera que la lectura de este libro no puede ser fría y con distancia. Este año, 2022, ya fallecidos Walter Solón Romero y Gladys Oroza, los hijos han decidido cerrar ese episodio que duró medio siglo. Por eso me parece pertinente escribir sobre el legado de una larga lucha.

 La biografía aborda tres partes o periodos: “La esperanza nace con la vida, 1949-1972”, sobre los 22 años de vida de José Carlos, “No hay dolor inútil, 1972-1992”, sobre la búsqueda de justicia en tiempos de dictadura y de inestabilidad política, y “Hoy es todavía, 1992-2011”, la lucha por la memoria y la justicia en tiempos de “democracia” entre comillas.

José Carlos Trujillo 

 José Carlos nació un año antes que yo, éramos contemporáneos. No nos conocimos, pero quizás alguna vez cruzamos nuestros pasos en 1970 cuando ambos éramos estudiantes de la carrera de Filosofía y Letras de la UMSA. Vivimos los mismos tiempos en los que la indiferencia no era una opción. El se comprometió con la lucha armada contra la dictadura de Banzer, y yo salí al exilio, donde conocí brevemente a su padre biológico, Alberto Trujillo, en París, a través de don Juan Lechín y del grupo de exiliados bolivianos a los que me sumé.

 El primer dato del libro es la nota de prensa del 4 de febrero de 1972 (El Deber), donde el jefe del DIP, Ernesto Morant, informa que José Carlos Trujillo Oroza, Carlos López Adrián y Alfonso Toledo Rosado habrían sido puestos en libertad. Era, por supuesto, todo lo contrario: habían sido asesinados después de un mes de torturas. Pero esa nota de pocas líneas inaugura una búsqueda de cuatro décadas y sufrimiento infinito.

 Todo el relato del libro está armado como un rompecabezas con testimonios, cartas, declaraciones, noticias de prensa, fragmentos, fotografías, dibujos y textos de Pablo Solón que van hilvanando los episodios para construir la historia. Las voces de las víctimas se tejen con las de los victimarios, porque al final, lo único quería Gladys era que le dijeran dónde estaban los restos de su hijo, para darles descanso y descansar ella misma. Pablo afirma que la familia llegó a acumular dos metros lineales de documentos, mientras que José Carlos, de estatura pequeña, medía 1.68 metros.

 La obra tiene la particularidad de abordar a un personaje que vive una vida suspendida en el tiempo y el espacio, un presente permanente con un futuro improbable alimentado por la esperanza. Una vida apenas vivida adquiere en estas páginas una dimensión simbólica que se convierte en una alegado general sobre la violencia política y la injusticia.

 La parte más dramática es la que reconstruye minuciosamente el periodo de apenas 16 días en que Gladys visita a su hijo en la cárcel de El Pari en Santa Cruz. Lo ve de cerca durante cinco minutos, pero no puede hablar con él porque se lo han prohibido, apenas intercambia algunos gestos y miradas cada vez que le lleva la comida, dos veces al día, y ropa limpia. El hijo esconde las manos porque los torturadores le han arrancado dos uñas de la mano derecha y una de la mano izquierda.

 Lo que viene después de la desaparición, durante cuarenta años, es igualmente doloroso. El cinismo y las mentiras de las autoridades de gobierno, de los jueces que exigen a la familia “pruebas” de que José Carlos existió realmente. El peregrinaje de la madre parece no terminar nunca, entre pequeñas ventanas de esperanza y grandes reveses y humillaciones, hasta que se le secan todas las lágrimas. El padre, Walter, dibuja y pinta, y lo más importante de su obra representa escenas de injusticia inspiradas en el drama familiar, pero proyectadas con una dimensión social más amplia. Sus quijotes son un legado imprescindible.

 Todos los detalles están consignados. Si los libros pudieran contener, además, olores y sabores, éste los tendría: el olor del hospital donde nació o de las celdas donde estuvo preso, el sabor de la leche materna o de la sangre torturada.

 Las anécdotas abundan en la primera parte para darle espesor a una vida apenas vivida. Pablo escribe con profundo cariño sobre el hermano que no conoció.  Si Gladys es quien lleva adelante durante décadas la lucha por la justicia, Pablo es el guardián de la memoria, y Walter quien hace que las piedras se expresen en su obra como soles o testigos.

 El texto de Pablo, generalmente sobrio, tiene a veces destellos literarios valiosos. Es imposible resistir, por ejemplo, a la analogía que emerge entre la descripción del pesebre navideño y el niño Jesús que cada año aparece con los dedos rotos, y las escenas de José Carlos con las manos torturadas en El Pari. En la Noche Buena de 1971 una vela quema accidentalmente un costado de la canastilla del niño Jesús. La familia no sabe todavía que unas horas antes Jó ha sido apresado en Santa Cruz. Esa Noche Buena trágica duraría cuarenta años y más, sin alegría ni respiro.

 El libro incluye muchas páginas sobre el contexto histórico, aquello que pasaba en el ámbito de la política mientras la familia llevaba adelante su búsqueda de justicia. Poco a poco se consiguen avances en la tipificación de los crímenes y la identificación de los culpables, que nunca serán debidamente castigados. La mayoría muere en libertad. No es menos culpable Chato Peredo, “jefe” inconsciente y ajusticiador del ELN, a quien Rodríguez Ostria atribuye una forma de “autismo”.

 A Gladys no le gustaba que sus hijos le dijeran “conana”, pero ese bolivianismo sugiere su temperamento machacón y persistente, sinónimo de entereza y de compromiso hasta su muerte.

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Los desaparecidos sobreviven a sus asesinos cuando habitan en nuestra memoria. Su vida se extiende más allá del límite natural. La única muerte que pueden sufrir es el olvido.
—Pablo Solón