(Publicado
en Página Siete el domingo 23 de enero de 2022)
El sábado 30 de junio de 1984 ocurrió uno de
esos insólitos episodios que hacen de la historia un relato que supera a la
ficción: Hernán Siles Zuazo, presidente de Bolivia, fue secuestrado en un
absurdo intento de golpe cívico-militar-policial. Si uno incluyera el episodio
en una novela, podría ser tachado de delirante, con justa razón.
Felizmente existe un testimonio de primera
mano, “Han secuestrado al presidente” (1990) escrito por los ex generales Edgar
Claure Paz y Gary Prado Salmón. El primero era jefe de la Casa Militar,
encargado de la seguridad presidencial, y el segundo, comandante de la 8a
División del Ejército en Santa Cruz, la más importante de Bolivia.
Leer este relato con casi cuatro décadas de
distancia ofrece la posibilidad de revivir un episodio tan inusitado como
sintomático de los extraños senderos (o espirales) que recorre la historia de
Bolivia. Melgarejo, Barrientos, Natusch y el propio Evo Morales son autores materiales
de un anecdotario interminable pero este, descrito en íntimo detalle por Prado
y Claure, no tendrá autores cuyos nombres merezcan ser recordados.
“Nada de lo que aquí está escrito es producto
de la fantasía”, previenen ambos autores al inicio, como resguardándose de que
alguien pueda poner en duda la veracidad de los hechos narrados. Y para que eso
no suceda el libro está repleto de nombres, fechas, horas, detalles y
fotografías que le otorgan solidez testimonial y documental.
El general Claure Paz fue uno de los primeros
en recibir la noticia del extraño secuestro, cuando aquella madrugada a las
5:45 recibió la llamada de teléfono de Marcos Domic, diputado del Partido
Comunista, ya enterado de lo que había sucedido: “unos militares, armados y en
traje de campaña, han ingresado por la fuerza a la residencia presidencial y se
han llevado en un auto al doctor Siles…” El resto del país dormía
profundamente, y pasarían varias horas antes de que el acontecimiento recorriera
el territorio echando chispas como guía de dinamita.
Con frecuencia, las grandes anécdotas
históricas oscurecen la trama que las rodea. Detrás de un llamativo titular a
cinco columnas hay una red compleja de relaciones que determinan el desarrollo
y el desenlace de los hechos. Conscientes de ello, los autores ofrecen en los
dos primeros capítulos del libro suficiente información sobre el contexto
político y social que se vivía con el retorno a la vida democrática en
diciembre de 1982, luego de 18 años casi ininterrumpidos de gobiernos
militares, tres sexenios marcados sobre todo por los siete años de la dictadura
del coronel Hugo Banzer y los golpes breves, pero no menos sangrientos, del
coronel Natusch Busch y del general Luis García Meza.
 |
La silla presidencial vacía |
Siles Zuazo, vencedor en las elecciones de 1980
que le fueron escamoteadas por el golpe militar, recibió en 1982 un gobierno
debilitado desde su nacimiento por una economía precaria (pronto
hiperinflacionaria), a la que se sumaron presiones de los partidos políticos de
la derecha y de la izquierda, y del poderoso sindicalismo de la Central Obrera
Boliviana y sus organizaciones afiliadas. Las posibilidades de cumplir con la
“agenda de 100 días” eran remotas. No existía una sana intención de la
oposición política (ni siquiera de los partidos que eran parte de la UDP, la coalición
de gobierno), de contribuir a la salida de la crisis y a la estabilidad del
país. Apetitos personales y rencillas históricas guiaban las acciones de los
dirigentes mientras la ciudadanía contemplaba aturdida, además de marginada de
los mecanismos de decisión.
Paradójicamente, como señalan los autores, los
militares institucionalistas se convirtieron en el principal sostén del
gobierno, una vez que fueron separados del servicio activo aquellos oficiales
que habían estado comprometidos en asonadas y golpes.
El momento histórico coincidió con el
crecimiento del narcotráfico y el procesamiento de la droga en el Chapare (ya
no solo en Santa Cruz), con participación de campesinos colonizadores sin
remilgos morales. Los campesinos no solamente producían la hoja de coca sino la
pasta base que era transportada en avionetas a haciendas en el Beni o Santa
Cruz para convertirla en cocaína. Cuando se lograba atrapar a algún
narcotraficante, grande o pequeño, la “justicia” corrupta se encargaba de hacer
la vista gorda, más o menos como sucede ahora.
 |
La casa donde tenían secuestrado al presidente |
Las relaciones del presidente Siles con el
ejército se erosionaron aún más a raíz de la llegada de un avión francés con
armamento, una “donación” agradecida (a cambio de Klaus Barbie) de la que los
militares no habían sido informados. La oposición no perdió la oportunidad de
echar gasolina al fuego: el MNR publicó en junio de 1984 una solicitada
pidiendo la renuncia del presidente. Los rumores de golpe militar volvieron a intensificarse.
Aunque cada año conmemoramos o “celebramos” el 10 de diciembre como fecha del
“retorno de la democracia”, olvidamos con demasiada frecuencia que las
conspiraciones continuaron a lo largo del gobierno de Siles Zuazo, secuestrado
en junio de 1984 y obligado a renunciar a la presidencia en 1985, en una suerte
de golpe parlamentario que acortó de un año su mandato.
Los autores de “Han secuestrado al presidente”
dibujan la cancha en la que se produjo la jugada del secuestro, detrás del cual
había un esquema golpista confuso, en el que (tal como sucedió antes con
Natusch), compartían el mismo taxi personajes que iban a diferentes lugares. Entre
ellos despunta por su ambición el coronel Rolando Saravia Ortuño, ex edecán de
Banzer, quien estaba seguro de que habían llegado sus quince minutos de gloria.
Nadie se acordará de él al terminar de leer esta reseña, pero fue el principal
instigador de la juntucha golpista en la que unos pocos daban la cara y otros
pocos tenían las maletas listas, por si acaso.
En un país donde los golpes militares
consisten en apropiarse del palacio de gobierno, Saravia y sus conspiradores
creyeron que el mejor camino era secuestrar al presidente. El relato sería
jocoso si de por medio no hubiera estado la vida del presidente Siles, cuya reconocida
serenidad contribuyó a resolver el entuerto.
En Bolivia hay un listín telefónico con
nombres y teléfonos de conspiradores, siempre listos para una nueva aventura,
con la certeza de que si sale bien se benefician, y si sale mal no pasa nada. En las filas del MNR había para escoger, pero
también en otros partidos. Los Bedregal, Sandoval Morón, Humboldt, Fortún,
Galindo (y un largo etcétera) se unieron en esta ocasión a militares y policías
de menor rango, que conciben la política como un trampolín. Una amiga solía
decir de los militares: “con seis años de primaria y cuatro de gimnasia ya se
creen presidenciables”.
 |
Negociación del ministro Oscar Bonifaz |
Este libro ofrece aportes fundamentales sobre
lo que ocurría en el interior del ejército, las tensiones, divergencias y
ambiciones que determinan con frecuencia esas volteretas tan alejadas de la
institucionalidad. Los autores han investigado para proporcionar datos precisos
sobre las reuniones conspirativas previas al intento de golpe que, por supuesto,
eran también conocidas por los organismos de inteligencia del Estado y del
ministro de Interior, Federico Álvarez Plata. A pesar de disponer de la
información, el presidente Siles estaba demasiado anclado en su lentitud para
tomar decisiones y no daba la importancia debida a esos afanes conspirativos
que sumaban más militares, policías y militantes de partidos políticos a medida
que pasaba el tiempo. No necesitaban los conspiradores civiles tocar las puertas
de los cuarteles, ahora los conspiradores militares tocaban las puertas de los
civiles.
En medio de las reuniones supuestamente
clandestinas de los conspiradores, se generaban episodios anecdóticos que le
dan autenticidad al relato, como el entusiasmo de Carlos Ponce Sanginés cuando
en una de esas reuniones, el 25 de junio en casa del Dr. Reynaldo Venegas,
exclama: “A Siles hay que hacerle lo que los españoles le hicieron a
Atahualpa”.
Llegado el día, el secuestro se produjo como
se había planificado, con fuerzas combinadas del ejército y de la policía. El
libro recoge los nombres de los uniformados y de los civiles que participaron
en cada etapa de la conspiración, pero sería bochornoso reiterarlos aquí para
sacarlos por unos segundos del anonimato del que venían y al que regresaron
después. Su aventura sobrepasaba sin duda la limitada capacidad de sus
cerebros.
 |
Siles y uno de los captores |
Al margen del absurdo político y de la
tolerancia insospechada de la historia, la narrativa del secuestro y la
liberación del presidente Siles Zuazo, se lee como el guion de una película
tragicómica. Cuando el teniente Celso Campos Pinto y su tropa ingresan a la
casa presidencial para llevarse al presidente, no pierden oportunidad de
robarle a la primera dama, como vulgares cacos, su reloj de pulsera, unos
binoculares y un teléfono inalámbrico…
Siles es llevado a una fábrica textil
abandonada en la calle Estados Unidos No. 1011, en Miraflores, perteneciente a
la familia Rescala Nemtala (cómplice en la jugada), donde es entregado a seis
“custodios” que fueron reclutados por Adolfo Monje y Ruddy Bertinni en un
billar de los bajos fondos. Los mercenarios, a quienes se les prometió una
“peguita” estable a cambio del servicio prestado, se llevan una gran sorpresa
cuando ven llegar al presidente de la república como rehén. Los organizadores
del esquema muestran así su extraordinaria “valentía”, dejando en manos de
criminales de poca monta la vida del primer mandatario.
La rápida convocatoria en el palacio de
Gobierno del gabinete de ministros presidido por el canciller Gustavo Fernández,
y de dirigentes de partidos políticos de la UDP, así como el rechazo de los
militares institucionalistas al pretendido golpe, hizo que en pocas horas se
desmoronara el esquema torpemente urdido. Los perpetradores no tardaron en
esconderse o buscar asilo, pero quedaba por despejarse la gran incógnita: ¿dónde
estaba el presidente?, ¿seguía con vida?
Atando cabos con datos parciales, el cerco se
cierra en el barrio de Miraflores. Aunque “peinado” previamente por el regimiento
Ingavi, no es sino con la llegada de los capitanes David Aramayo y Miguel
Flores, enviados por el general Claure, jefe de la Casa Militar, cuando ellos logran
ingresar a la casa señalada saltando la pared, y son recibidos con disparos desde
una ventana en un segundo piso. Balas van y vienen hasta que uno de los
captores empuja hacia la ventana, encañonado, al presidente Siles: “No
disparen, soy yo”.
 |
Siles secuestrado |
Durante su encierro, Siles había logrado
apaciguar a sus captores para que no lo maten, garantizándoles una salida que
no ponía en riesgo sus vidas. Su sangre fría contribuyó a bajar la tensión.
El personaje “sorpresa” en el desenlace del
secuestro es Román Cordero, del diario Presencia, arrojado y temerario
foto-reportero, primer negociador sui generis, quien no dudó en ingresar
en solitario y sin protección para parlamentar con los mercenarios y convencerlos
de optar por una salida negociada. Las imágenes tomadas por Cordero e incluidas
en el libro son un testimonio extraordinario de esas horas de tensión que
precedieron a la liberación del presidente en Miraflores. La imagen de Siles
apenas visible en la ventana de los cristales rotos, haciendo una señal con el
pulgar levantado para indicar que se encuentra bien, las fotos del Oscar Bonifaz,
ministro de Finanzas y de Jorge Crespo, subsecretario de Relaciones Exteriores,
que llegaron a la escena para continuar la negociación, son un extraordinario
testimonio de ese momento histórico, al igual que otras dos fotos emblemáticas
tomadas en el palacio de Gobierno: en la primera están los ministros, con los
aliados de la UDP, reunidos en torno a la silla presidencial vacía; en la otra,
en horas de la tarde, desde el mismo ángulo, aparece el presidente Siles, recibido
de pie por sus ministros y aliados para ocupar nuevamente la silla presidencial.
Una vez acordados los términos de la
liberación, el propio presidente acompañó a sus captores a la embajada de
Argentina, para que puedan solicitar asilo. En la vagoneta conducida por el
mayor Max Claros Caba (quien se quitó los grados para hacerse pasar por
soldado), muy apretujados, además del presidente y de sus seis captores, iban Oscar
Bonifaz, Jorge Crespo, el capitán David Aramayo, y el propio Román Cordero, que
no cesaba en su oficio de registrar los hechos. Dentro del vehículo grabó un diálogo
con los mercenarios, donde revelan que unos civiles los contrataron el viernes
anterior en un billar.
 |
El presidente Siles regresa al palacio |
Al fracasar la intentona golpista, unos huyen,
otros se entregan y distribuyen culpas con ventilador, y muy pocos dan la cara,
convencidos de que sus acciones eran justificadas. Incluso algunos se asilan
sin estar perseguidos, inculpándose como tontos. Todo esto parece divertido una
vez que ya pasó, pero no lo fue durante los instantes de incertidumbre narrados
por los ex generales Prado y Claure. Esas pocas horas condensan mucho de lo que
ha sido la historia política de Bolivia, entre conspiraciones, golpes
cívico-militares, asilos y exilios, y al final de cuentas: impunidad. Solo tres
militares (Saravia, Ardaya y Campos) fueron dados de baja con ignominia y cinco
mandos policiales que ya estaban asilados. Ninguno fue procesado ni cumplió
condena alguna. Varios fueron incluso reincorporados y ocuparon nuevamente
puestos de mando años después. Los conspiradores civiles apresados, fueron
liberados poco a poco.
El libro incluye documentos militares y
civiles clave, que se emitieron durante las pocas horas que duró el secuestro y
en días posteriores. Hay pronunciamientos de los golpistas, del congreso, del
gabinete de ministros, de las Fuerzas Armadas, etc. Uno de ellos es el de los
propios mercenarios, que decidieron dejar la embajada de Argentina y entregarse
a la justicia boliviana.
Al final todo queda en nada. Como siempre en
Bolivia, los perpetradores de crímenes se reciclan fácilmente. Así lo demuestra
el epílogo del libro, que actualiza la información sobre cada uno de los
principales cabecillas del fallido golpe y el secuestro del presidente.
Este es un libro que merece una nueva y mejor
edición, que no se deshoje como una margarita, y que quede como referencia para
la memoria de nuevas generaciones.
____________________________
El
momento de la traición es lo peor, el momento en que uno sabe, más allá de toda
duda, que ha sido traicionado: que otro ser humano le ha deseado a uno tantas
desgracias.
—Margaret
Atwood