Lo primero que
se me ocurre decir de “Wiñay” (2019) largometraje de Álvaro Olmos, es que es
una película honesta. Es una película sin pretensiones en el buen sentido: su
ambición no es la espectacularidad sino la introspección. Se agradece la
sencillez del tratamiento y la simplicidad de la historia.
Algo de
espectacularidad hay, legítima, en este viaje de dos mujeres jóvenes hacia lo
desconocido, pero se justifica porque no puede existir desplazamiento de un
territorio valluno y sobrio, a uno tropical y lujurioso sin que se note. No es
una concesión, es una necesidad.
Cambiar de
espacio vital es sano para cualquiera que enfrenta una situación de crisis
existencial. Dos mujeres, una francesa (Susane, interpretada por Marie Soriano)
y otra boliviana (Sole, interpretada por Sarah Tamayo) están en crisis de
pareja: a la primera la abandonó el hombre que era una de sus motivaciones para
quedarse a vivir en Bolivia, y la segunda abandonó a su marido. La primera se
autodefine como rutinaria, no proclive a las aventuras (aunque luego habla de
sus aventuras en otros continentes) y la segunda todo lo contrario, aventurera.
La intención del realizador es hacer un mix de road movie y drama psicológico, pero me temo que en ambos propósitos el resultado se queda a medio camino.
Por una parte el viaje físico (en meat space, diría mi amigo John Perry Barlow), está lleno de baches en el tratamiento del guión. Cito alguno como ejemplo: llegadas a un pueblito del camino para descansar la primera noche, las invitan de buenas a primeras a bailar y a beber, de modo que pasadas las horas cuando regresan de madrugada al jeep de Susane, éste ha desaparecido. Casi estaba cantado al ritmo de la música del baile. Las denuncias a la Policía a veces sirven, puesto que el jeep aparece mágicamente abandonado en una cancha de fútbol, con sus cuatro ruedas, su motor intacto, sólo que sin gasolina. Susane y Sole van a buscarlo, sin que la Policía aparezca de nuevo, ni siquiera para cerrar el caso.
Otra inconsistencia notable es que cuando las dos mujeres (ahora amigas, unidas por el destino) llegan al lugar anhelado, se encuentran con los dos maestros de ceremonia demasiado apurados por regresar a la ciudad. Es decir, ni siquiera viven allí ni están dispuestos a regalarles una noche más a estas arriesgadas mujeres que han llegado hasta ahí luego de atravesar peligrosos campos de maíz, en uno de los cuales Susane sufre uno de sus varios desmayos.
El trópico de Cochabamba es muy lindo, pero, por las razones que todos conocemos y que hacen infeliz a este país, no es precisamente el paradigma de la selva tropical amazónica, donde cabría extraviarse porque no hay poblaciones cercanas. Cuando las dos protagonistas se extravían en el bosque, no deja de notarse que hay cultivos e incluso una construcción de concreto abandonada.
En cuanto al viaje interior, la búsqueda de sí mismas, si bien no se realiza a través de la ceremonia de ayahuasca, se enriquece en la relación entre ambas mujeres, que es quizás lo más rescatable de la película de Olmos, y probablemente su motivación principal para hacer el largometraje. Susane y Sole no solamente tejen una amistad venciendo sus diferencias y la desconfianza inicial, sino que crecen (Wiñay significa crecer) en la medida en que comparten sus experiencias pasadas y sus dudas sobre el horizonte de sus vidas.
Al final no encuentran soluciones, porque eso sería demasiado simplista y un fallo del tratamiento, sino que deciden continuar juntas la búsqueda de sí mismas aislándose en medio de la supuesta selva “a dos días de camino del poblado más cercano”.
Desde el punto de vista de la realización, el film está bien hecho, a pesar de tratarse de una producción de bajo presupuesto. La idea de combinar el drama a sicológico con el viaje es oportuna, ya que si fallara la densidad sicológica quedarían los percances del camino.
Las interpretaciones de las dos protagonistas sin experiencia cinematográfica anterior son buenas, quizás en parte porque interpretan sus propios roles y lo hacen con naturalidad y frescura. Hay una clara conexión entre el director y sus actrices. Algunos planos secuencia con cámara en mano subjetiva y voz en off, y las tomas de flash back intercaladas, ayudan a adentrarse en la sicología de ambos personajes, aunque sin descubrir nada fuera de lo previsible.
Alvaro Olmos |
Sin duda es un filme bien intencionado, de ahí que incluye escenas algo mistificadoras de la población local. Los campesinos acogen siempre con el corazón abierto a Susane y a Sole, en los momentos en que más ayuda necesitan, sobre todo Susane con sus quebrantos de salud. Las buenas intenciones no siempre se traducen en buenas películas, pero “Wiñay” se deja ver sin que haya momentos de exasperación. Es una obra que fluye sin necesidad de artificios, por ello me parece honesta en el sentido de que no pretende más de lo que el director se propuso: narrar la búsqueda de estas dos mujeres para saber dónde están paradas en sus vidas, y qué pueden hacer de ahí en adelante.
Otro aspecto interesante es esa tenue frontera que existe entre el cine de ficción y el cine documental, cuando se trata de exploraciones dramáticas como “Wiñay”. Si bien existe un guión (probablemente con un margen de improvisación), el estilo de narración es testimonial y subjetivo, lo cual lo acerca al documental, mientras que los “accidentes” del camino constituyen la parte argumental, donde los diálogos no son necesariamente buenos.
Aunque no sea una obra lograda totalmente (de acuerdo a los enunciados de su director) “Wiñay” se suma a exploraciones valiosas en el cine boliviano actual, como “Eugenia” de Martin Boulocq, “El río” de Juan Pablo Richter y “El corral y el viento” de Miguel Hilari, entre otras.
La ventaja de los nuevos realizadores del cine boliviano es que manejan bien a través de internet las ayudas internacionales, los concursos y múltiples festivales, de modo que sin mucho esfuerzo consiguen producción, distribución y una mayor visibilidad.
Al final de la proyección la memoria me brinda una frase: “se hace camino al andar…” El verso más emblemático de Antonio Machado me sirve tanto para calificar a Wiñay como a su director, Álvaro Olmos. Un cineasta hace camino al andar, y en este caso valoro su propuesta de realizar una obra intimista, con profundidad psicológica, antes que una película de vocación estrictamente comercial.