Lo sospeché desde un principio… Pero
ahora lo sé con certeza.
En los tristemente famosos sindicatos de
transportistas se mimetizan verdaderas bandas de delincuentes. “Lo peor de los
deseos” (2018) el largometraje dirigido por Claudio Araya, es casi un retrato a
pincel de dirigentes vecinales o sindicales como Braulio Rocha o Jesús Vera,
que encabezan grupos de interés económico que no dudan en cometer fechorías
para conservar el poder.
Lo interesante del argumento de la
película de Araya es que desnuda por adentro los mecanismos de esos sindicatos
mafiosos, y muestra la calaña de los personajes que, entre ellos mismos, se
asestan puñaladas al mismo tiempo que se las asestan al país con o sin excusas.
En una tónica muy similar a “Muralla”
pero no tan bien realizado, el film de Claudio Araya muestra ese mismo submundo
de las laderas de La Paz y de El Alto, donde operan todo tipo de organizaciones
fuera de la ley y donde las “instituciones del orden” brillan por su
ausencia.
La fachada sindical sirve para oscuros
negocios, chantajes, asesinatos y violaciones que transcurren entre farras en
prostíbulos y bares de mala muerte, frente a la mirada impotente pero también
indolente de una población que si puede sacarle algún partido al contrabando y
otros crímenes, lo hará sin el mayor empacho. Por eso es tan importante (aunque
tan estereotipada), la escena inicial de la fiesta en el “cholet”, donde se
hace gala de derroche de dinero mal habido. Todos lo saben, pero todos son
parte de la comparsa.
Ese submundo tiene la doble cara de Janus
(el dios romano de la dualidad): por una parte el lujo de mal gusto y el
derroche de luces y colores, y por otro las sombras del crimen donde se mueve
el dinero. A diferencia de Janus, la dualidad no es entre pasado y futuro, sino
entre apariencia y verdad. No existe allí una noción de ética o moral, o más
bien, podríamos decir que la amoralidad es la nueva ética: si no te jodo antes,
me vas a joder después.
No tiene nada de invento ese submundo que
vemos en “Lo peor de los deseos”, “Muralla”, “Averno”, “El cementerio de
elefantes” y otras películas bolivianas que se han ocupado de la marginalidad
urbana. Ese mundo existe con la misma crudeza con que se esconde en la noche,
pero la diferencia está en la manera de contarlo.
“Averno” eligió la máscara de la magia,
salvando de alguna manera a la ciudad de su rostro deformado y sórdido.
“Muralla” hizo la denuncia social con eficacia y credibilidad, descubriendo un
mundo que muchos no sospechaban que existía. En cuanto a “Lo peor de los
deseos”, trata de repetir el desafío de mostrar la cara más fea de La Paz, pero
si bien lo hace con eficacia técnica, cojea en la verosimilitud de lo que
cuenta, porque a medida que avanza resbala en el esquematismo y la caricatura.
No una caricatura amable, de humor, sino cruel.

Los personajes protagonistas son emblemáticos:
Roberto (Luigi Antezana) el dirigente transportista que convoca a un paro
general sin que sepamos porqué, su esposa Margot (Inés Quispe), mujer de
pollera dedicada al contrabando en gran escala, Carlos Borja (Felipe Tovar) que
ambiciona quedarse con el poder sindical, Carmen (Esmeralda Pinzón) amante de
Roberto, con quien tuvo una hija ahora adolescente, y el Gaucho, asesino despiadado,
“cogotero” de taxistas. Al principio estos personajes, con excepción del
Gaucho, parecen de carne y hueso. Margot y Roberto son creíbles en esa
circunstancia kitsch que viven, Carmen es una mujer que sufre una circunstancia
que la mantiene en condición de rehén económico para proteger a su hija (la
actriz disimula bastante bien su acento colombiano), incluso Carlos Borja, el
narrador, nos convence aunque no parece pertenecer a ese medio (blancón y con
acento mexicano, fue incorporado al casting “por su voz”).

Pero poco a poco los personajes se hacen
más estereotipados y falsos, y
paradójicamente el único que se humaniza como por arte de magia es el Gaucho,
tratando de salvar a Carmen y a su hija al precio de su propia vida. El
problema no está en los actores, no está en el argumento, ni está en la
ambientación. El problema radica en el
guion y en los diálogos cada vez más precarios mientras avanza el relato. Y
quizás, también, en la reiteración de escenas (la “ñatita”, los barrancos, etc)
que corren el riesgo de convertirse en lugares comunes en la nueva etapa del
cine urbano nacional.
Hice una prueba con un grupo de mis
estudiantes en la Escuela Andina de Cinematografía (EAC). Les pedí que vieran
en la Cinemateca Boliviana la película de Claudio Araya y presentaran luego su
opinión en dos páginas. Luego de un año de trabajar con ellos en la materia de
“Historia del cine”, siento que su manera de escribir sobre cine ha mejorado
notablemente. Tanto los que detestaron el film de Araya como quienes encontraron
méritos en él, expresaron sus argumentos de manera convincente.
Con varias de esas apreciaciones estoy
plenamente de acuerdo. La fotografía es eficiente e incluso bella en
algunas escenas de luces contrastadas, espejos y ventanas, pero adolece de
paisajismo y de “dronismo” excesivos; además de esos primerísimos primeros
planos innecesarios, que en una gran pantalla de cine lastiman la vista.
La tentación de mostrar la ciudad de La
Paz es inevitable en los cineastas y fotógrafos, tanto bolivianos como extranjeros,
con fines de exportación que son comprensibles, pero cuando imágenes similares
aparecen una y otra vez en el montaje, llega a cansar (quizás solo a los que
jugamos como locales).
Varios estudiantes consideraron que un
personaje como Don Mono sale sobrando o es excesivamente caricatural, así como
la breve y repentina transformación del Gaucho en un asesino con conciencia. Si
en “Muralla” la redención del personaje era un proceso, aquí aparece como por
arte de magia, haciendo muy poco verosímiles las escenas entre Carmen y el
cogotero.
Como señala uno de los estudiantes en su
comentario, el desenlace del film es abrupto, no obedece a una evolución del
planteamiento argumental. De pronto nos enteramos que Margot ha dirigido toda
la historia detrás de bastidores, incluyendo el asesinato de su marido, y “en
el almuerzo más rápido y furioso del cine boliviano ordena a Borja” hacerse
cargo del sindicato, con su ayuda económica por supuesto.
Tan precipitada como esa escena es lo que
sucede luego con Carlos Borja, lapidado por las viudas de los choferes que mandó
a matar. El ambicioso dirigente gremial acaba metido (¿vivo?) en un ataúd que
termina, como todos los muertos que se respetan, en una ladera con magnífica
vista sobre La Paz. El baile final con ese telón de fondo sobra por demás.
Siempre me pregunto si no somos demasiado
exigentes con nuestro propio cine y no tanto con el importando. No sé si es
falta de generosidad o algún complejo pueblerino, pero de la misma manera
deberíamos evaluar críticamente aquellas películas muy costosas que provocan
largas filas delante de los complejos de 24 pantallas. ¿Pasaría la criba, por
ejemplo, “Black panther”? A mis ojos es una porquería, pero no dudo que alguno
de mis estudiantes se habrá maravillado.
(Publicado en Página Siete el domingo 17 de febrero 2019)
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Desde el punto de vista dramático, los criminales son
interesantes porque,
al menos por un tiempo, son enérgicos, libres de espíritu,
y no se someten ante nadie.
—Patricia Highsmith