13 junio 2018

Chao, Ramón


Ramón Chao Rego se bajó en la última estación en Barcelona, el domingo 20 de mayo 2018, a los 82 años de edad. No pensé que ya había acumulado en su trajinar esa cantidad de años, quizás porque lo recuerdo más joven, bromeando orgullosamente sobre su condición de “padre de Manu Chao” cuando unos años antes su hijo Manuel podía ufanarse de ser el “hijo de Ramón Chao”, el periodista gallego antifranquista con una inmensa trayectoria en Francia y en España. Pero así son las cosas, uno es a veces el hijo de alguien que trascendió y otras el padre de un hijo que lo hizo mejor, y ambas situaciones son afortunadas. 


Manu y Ramón Chao
Ramón apoyó a Manu, su hijo, desde siempre. Me consta porque en su casa de Sèvres, en las afueras de París, Manu y su hermano Antoine estudiaban música y se ejercitaban todos los días en el piano. El mismo Ramón había estudiado armonía y piano en su juventud, cuando salió para Madrid de Vilalba su pueblo natal de Lugo, capital de la comarca Terra Chá, donde desde niño tocaba el piano en la pensión que regentaban sus padres.  Su vocación iba en serio, ya que en 1955 fue finalista del Premio Nacional de Virtuosismo.  Luego viajó a París, con una beca que le permitió estudiar composición con Nadia Boulanger y piano con Magda Tagliaferro y Lazare Lévy. 

En abril de 2011 le hicieron un sentido homenaje en su pueblo natal, donde llegó porque algunas frases de su novela El lago de Como (1982 ) habían generado malentendidos. “Siempre estuve presente, nunca me fui” les dijo a sus coterráneos. Cuenta Moncho Paz que para deshacer el entuerto los villalbeses le pidieron que trajera la próxima vez a sus hijos Manu y Antoine, y a su amigo Ignacio Ramonet, otro gallego que triunfó en Francia. Cumplió con ambos pedidos: en noviembre del mismo año Ramonet dio una conferencia en Vilalba y en mayo del siguiente Manu llegó con su padre. En agosto de 2015 lo esperaban con una sorpresa: un piano de piedra (obra de Valdi), que quedará en Vilalba como monumento recordatorio. 

Y en París dejó la música para dedicarse de lleno al periodismo. Cuando lo conocí a principios de la década de 1970, Ramón era el director del servicio cultural en español y portugués de Radio France Internacional, y desde allí y sobre todo desde sus convicciones progresistas apoyaba a quienes luchaban por la democracia en una América Latina que se desmoronaba como un una fila de fichas de dominó: golpe militar tras golpe militar. Las emisiones de radio que hizo dirigidas a Galicia, su tierra, fueron prohibidas por el dictador Franco, nacido en la misma provincia española, gallego como él. 


El exiliado antifranquista era también solidario en su vida personal y así se tejió a su alrededor una red de colaboradores, periodistas y artistas a los que él ayudaba de una u otra forma.  A mí me tocó conocerlo a través de Amalia Barrón, periodista boliviana que trabajaba entonces en RFI y gracias a Amalia fui de esos “artistas” que rodearon a Ramón ya que uno de los primeros trabajos que conseguí como estudiante en París fue el de “pintor” (de brocha gorda) en la casa de Ramón en Sèvres, que pinté entera por dentro y por fuera, llegando en ese proceso a desarrollar mi amistad con Ramón, su esposa Felisa y sus dos hijos (Manuel y Antoine) que tendrían entonces unos diez o doce años de edad. Alguna foto conservo de esos niños que veinte años más tarde serían los fundadores del grupo musical Mano Negra, antes de que Manu prosiguiera su carrera artística como solista. 

Ramón mantuvo después de su paso por Radio France Internacional su actividad como periodista. Fue colaborador de la revista Triunfo, una de las pocas toleradas durante el franquismo. A la caída de la dictadura regresó esporádicamente a España y empezó a publicar en diarios de su país, así como en Le Monde y Le Monde Diplomatique. En los últimos años de su vida lo hizo en un blog que yo recibía puntualmente y que a su muerte ha recogido todavía las expresiones de sus amigos. 


Entre sus muchos artículos, uno tuvo mucha historia. Es el que recoge su polémica entrevista con Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de Literatura en 1967, donde el guatemalteco afirma que Cien años de soledad no era sino un “plagio” de La búsqueda del absoluto, de Balzac. Alguien le respondió que su Señor presidente era entonces una copia del Tirano Banderas de Valle Inclán. García Márquez leyó el comentario de Asturias y lo esperó a la vuelta de la esquina (metafóricamente, esta vez no fue como los puñetazos con Vargas Llosa): “Puedo enseñar a Asturias a escribir una buena novela sobre la dictadura”, dijo. Muchos coinciden en que Ramón sorprendió a Asturias con una pregunta a quemarropa y lanzó el scoop en un momento en que Asturias era criticado por otros intelectuales a raíz de su posición política. 

A Ramón Chao se deben una veintena de libros, algunos muy emblemáticos, como Después de Franco, España (1975), Guía secreta de París (1979), Conversaciones con Alejo Carpentier (1984), La pasión de la Bella Otero (2001), Las travesías de Luis Gontán (2006), y un par de travesuras con Ignacio Ramonet. 


Uno de sus libros tiene especial significado, es el más querido por su autor porque escribió sobre sus hijos Manu y Antoine cuando en 1993 Mano Negra hizo el recorrido entre Santa Marta y Bogotá en tren, siguiendo las vías abandonadas de ese trayecto y ofreciendo conciertos gratuitos en Aracataca (donde nació Gabriel García Márquez), Bosconia, Barrancabermeja, La Dorada y Facatativá, pueblos donde paraba la locomotora y arrancaba la música.  A 20 kilómetros por hora para evitar descarrilamientos, el viaje tardó 45 días. Este es un fragmento de lo que iban filmando en el camino.  Partió un contingente de 70 personas, y al final quedaban solamente 40 en los 21 vagones jalados por la locomotora “La Consentida”. Ramón escribió más tarde: “Fui a Colombia porque tenía miedo” para acompañar a sus hijos en un viaje en “un tren todavía inexistente, por raíles herrumbrosos y entre guerrillas dudosas”, por la peligrosa región del río Magdalena. 


Ramón acompañó la aventura con entusiasmo porque sintió resurgir su pasado cubano: “Subí en el tren casi en marcha, con la ilusoria sensación de que, conmigo al lado, a Manu no le podría ocurrir nada. Y pasaron muchas cosas. Primero, el resurgir de nuestro pasado hispanoamericano. Al ver a mi hijo en su salsa, se me confirmaba que algo hay en nuestros genes provenientes de este mundo. En mi casa me achacan mi propensión a la fábula, pero el apego de mis hijos a la gente y a la música del Nuevo Continente confirma mis sospechas: mi abuelo paterno no es el que figura en mi árbol genealógico oficial, sino Mario García Kholy, ministro del primer presidente de Cuba Tomás Estrada Palma, y luego embajador de ese país en España. Mi abuela se había fugado de Galicia a Cuba, huyendo de su marido pendenciero y borrachín. Se puso de mucama en casa de García Kholy y se lió con él”. 

Esa experiencia inédita y muy propia de la personalidad creativa de Manu, fue extenuante para todos. Hubo que rehabilitar vías de tren, transitar por lugares donde en cualquier momento podían aparecer “paramilitares, narcotraficantes, malhechores, secuestradores y asesinos – a menos que todos sean lo mismo”, escribió Ramón. Y ese viaje terminó con el grupo Mano Negra para dar, tiempo más tarde, inicio de la carrera de solista de Manu Chao. 


El tren Facatativá-Santa Marta-Facatativá también fue un momento de inflexión para Ramón, que estaba entonces cerca de cumplir medio siglo de vida. En Colombia se hizo su primer tatuaje, una especie de homenaje de solidaridad con Manu: el logo de Mano Negra (una mano negra impresa sobre una estrella roja). Luego se hizo otros, uno por cada uno de sus libros, con dibujos de Wozniak y de Antonio Saura en el pecho y en los brazos. Todo esto lo cuenta en un relato delicioso: “Mi piel vale un dineral”. 

La aventura colombiana la plasmó con amor y con humor en el libro Un tren de hielo y fuego, porque se trataba de su hijo que había heredado de él valores humanos fundamentales, lo había igualado en su compromiso social y superado en popularidad con sus canciones. 

(Publicado en Página Siete el sábado 2 de junio 2018)   

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Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra. 
—Gabriel García Márquez