En este
cine no se encienden las luces al final, pues sobre las cabezas de los
espectadores sigue brillando la luna llena. Cada quien vuelve a cargar a su
casa la silla de plástico que trajo sobre los hombros; sillas de todos los
tamaños, como los espectadores que se agolparon para ver el espectáculo. Frente
a la estrecha calle del barrio Las Margaritas, en lo alto de una colina, sólo
queda erguida y ahora silenciosa, una inmensa pantalla de cine ligeramente
batida por la brisa nocturna.
Este es
el cine de los desplazados por la violencia de la guerra interna que en
Colombia se conoce como “el conflicto’, y que azota al país desde hace seis
décadas. Huyendo de masacres y salvajes violaciones de derechos humanos en sus
aldeas arrasadas, humildes trabajadores del campo se refugian por miles en las
ciudades, en este caso El Carmen de Bolívar, en una zona de nombre amable pero
de historia dramática: los Montes de María.
En
medio del fuego cruzado de guerrilleros, paramilitares y el ejército, la
población civil es la gran perdedora y la víctima del péndulo que desde hace
años hace que un territorio sea ocupado durante algún tiempo por una fuerza
irregular o por otra. La guerrilla ha olvidado hace muchos años sus propósitos
iniciales y hoy no se diferencia mucho de los paramilitares de las llamadas
“autodefensas”. El ejército ocupa las zonas que le ceden, pero no tiene pisada
en la mitad sur-este del país, en manos de las FARC, territorio sin ley ni
horizonte. La reelección de Álvaro Uribe no va a mejorar las cosas, a lo sumo va a fortalecer a los paramilitares.
El
Carmen de Bolívar muestra cada día las marcas del conflicto: las esquinas de
plaza principal ostentan las barricadas de la policía militar, protegida detrás
de un muro de sacos de arena. Las patrullas de uniformados abundan, la
situación de riesgo es permanente. No habrá verdadera paz en ninguna región de
Colombia mientras no haya paz en todo Colombia.
Las
Margaritas es un barrio “nuevo” formado por desplazados de las masacres de El
Salado y Berlín; desde lo alto de una colina desciende suavemente una larga
calle con humildes casas a ambos lados, patrullada por jóvenes militares, casi
adolescentes. No sé si vigilan a los desplazados de la guerra, los protegen, o
simplemente ocupan esa colina porque es un sitio estratégico que les permite
vigilar uno de los accesos posibles a El Carmen.
Mientras
va cayendo la noche, los preparativos para la proyección provocan un hecho
mágico: apenas se inicia el armando la pantalla, se ensamblan los tubos y se
tensa la tela blanca, empiezan a salir de su casa los pobladores. Los niños,
sobre todo, se colocan lo más cerca posible de la pantalla. Los mayores sacan sus sillas frente a sus
casas, creando una perspectiva impresionante: la calle entera se ha convertido
en una sala de cine al aire libre.
No
importa tanto la película que se muestre, lo que importa es el hecho de que
estos desplazados de la guerra dan el paso fundamental de perder el miedo, de
salir de sus casas y participar en un hecho colectivo, comunitario. Esta noche
pueden sentirse juntos bajo la luna llena.
Es la reconquista del espacio público comunitario para la convivencia
pacífica. El miedo ha quedado atrás durante un par de horas, aunque la amenaza
esté latente en los alrededores. Al terminar la proyección, todos desaparecerán
en pocos minutos y las puertas de las casas quedarán selladas nuevamente.
Ha
acabado una sesión más de “La Rosa Púrpura del Cairo”, título prestado de Woody
Allen que han puesto a este programa de cine bajo las estrellas las organizadoras,
Soraya Bayuelo y Beatriz Ochoa,
cinéfilas de corazón. Ambas lideran una
iniciativa innovadora en El Carmen: el “Colectivo de Comunicación Montes de
María – Línea 21” (Premio Nacional de Paz el año 2003) que desde hace una
década anima actividades de comunicación participativa dirigida a niños y
jóvenes de la región, y más recientemente, a mujeres de los barrios más pobres. Grupos de jóvenes
producen regularmente programas de radio sobre temas que tienen que ver con su
realidad social. Las mujeres se
alfabetizan y desarrollan habilidades nuevas en proyectos productivos que les
permiten traer al hogar nuevos
ingresos. Muchas de ellas han perdido
sus maridos y sus hijos mayores en la guerra.
Pero
estos proyectos no tendrían el valor que tienen si no estuvieran insertos en el
contexto del conflicto. El mérito principal que tienen es que están atravesados
por la voluntad de la paz y de la convivencia. El hecho de que una mujer
analfabeta o un joven adolescente se apropien de los micrófonos y del espacio
público, tiene un significado profundo: es la recuperación de la dignidad y de
la ciudadanía la que está de por medio. La participación colectiva a través de
la comunicación contribuye a la construcción de ciudadanía y a la afirmación de
la identidad.
He
pasado diez días recorriendo el Río Magdalena y visitando radios comunitarias
en poblaciones ribereñas o montañosas que han sido víctimas de la guerra. Las
historias personales son dramáticas, no hay quien no haya sufrido pérdidas
sensibles en su familia o entre sus amistades. Viajando en chalupa de un pueblo
al siguiente, apreciando la belleza tropical de la región, y la calidad humana
de la gente que uno encuentra en cada lugar, me pregunto por qué la paz parece
tan lejana, por qué la convivencia es tan difícil de lograr , y a la vez admiro
que aún bajo esas circunstancias tan adversas exista tanto empuje, tanta
energía para llegar adelante proyectos de comunicación participativa que desde
abajo van construyendo un nuevo horizonte de esperanza.