30 mayo 2006

Cine para la paz y la convivencia


En este cine no se encienden las luces al final, pues sobre las cabezas de los espectadores sigue brillando la luna llena. Cada quien vuelve a cargar a su casa la silla de plástico que trajo sobre los hombros; sillas de todos los tamaños, como los espectadores que se agolparon para ver el espectáculo. Frente a la estrecha calle del barrio Las Margaritas, en lo alto de una colina, sólo queda erguida y ahora silenciosa, una inmensa pantalla de cine ligeramente batida por la brisa nocturna.

Este es el cine de los desplazados por la violencia de la guerra interna que en Colombia se conoce como “el conflicto’, y que azota al país desde hace seis décadas. Huyendo de masacres y salvajes violaciones de derechos humanos en sus aldeas arrasadas, humildes trabajadores del campo se refugian por miles en las ciudades, en este caso El Carmen de Bolívar, en una zona de nombre amable pero de historia dramática: los Montes de María.

En medio del fuego cruzado de guerrilleros, paramilitares y el ejército, la población civil es la gran perdedora y la víctima del péndulo que desde hace años hace que un territorio sea ocupado durante algún tiempo por una fuerza irregular o por otra. La guerrilla ha olvidado hace muchos años sus propósitos iniciales y hoy no se diferencia mucho de los paramilitares de las llamadas “autodefensas”. El ejército ocupa las zonas que le ceden, pero no tiene pisada en la mitad sur-este del país, en manos de las FARC, territorio sin ley ni horizonte. La reelección de Álvaro Uribe no va a mejorar las cosas, a lo  sumo va a fortalecer a los paramilitares.

El Carmen de Bolívar muestra cada día las marcas del conflicto: las esquinas de plaza principal ostentan las barricadas de la policía militar, protegida detrás de un muro de sacos de arena. Las patrullas de uniformados abundan, la situación de riesgo es permanente. No habrá verdadera paz en ninguna región de Colombia mientras no haya paz en todo Colombia.

Las Margaritas es un barrio “nuevo” formado por desplazados de las masacres de El Salado y Berlín; desde lo alto de una colina desciende suavemente una larga calle con humildes casas a ambos lados, patrullada por jóvenes militares, casi adolescentes. No sé si vigilan a los desplazados de la guerra, los protegen, o simplemente ocupan esa colina porque es un sitio estratégico que les permite vigilar uno de los accesos posibles a El Carmen.

Mientras va cayendo la noche, los preparativos para la proyección provocan un hecho mágico: apenas se inicia el armando la pantalla, se ensamblan los tubos y se tensa la tela blanca, empiezan a salir de su casa los pobladores. Los niños, sobre todo, se colocan lo más cerca posible de la pantalla.  Los mayores sacan sus sillas frente a sus casas, creando una perspectiva impresionante: la calle entera se ha convertido en una sala de cine al aire libre.

No importa tanto la película que se muestre, lo que importa es el hecho de que estos desplazados de la guerra dan el paso fundamental de perder el miedo, de salir de sus casas y participar en un hecho colectivo, comunitario. Esta noche pueden sentirse juntos bajo la luna llena.  Es la reconquista del espacio público comunitario para la convivencia pacífica. El miedo ha quedado atrás durante un par de horas, aunque la amenaza esté latente en los alrededores. Al terminar la proyección, todos desaparecerán en pocos minutos y las puertas de las casas quedarán selladas nuevamente.

Ha acabado una sesión más de “La Rosa Púrpura del Cairo”, título prestado de Woody Allen que han puesto a este programa de cine bajo las estrellas las organizadoras, Soraya  Bayuelo y Beatriz Ochoa, cinéfilas de corazón.  Ambas lideran una iniciativa innovadora en El Carmen: el “Colectivo de Comunicación Montes de María – Línea 21” (Premio Nacional de Paz el año 2003) que desde hace una década anima actividades de comunicación participativa dirigida a niños y jóvenes de la región, y más recientemente, a mujeres  de los barrios más pobres. Grupos de jóvenes producen regularmente programas de radio sobre temas que tienen que ver con su realidad social.  Las mujeres se alfabetizan y desarrollan habilidades nuevas en proyectos productivos que les permiten  traer al hogar nuevos ingresos.  Muchas de ellas han perdido sus maridos y sus hijos mayores en la guerra.

Pero estos proyectos no tendrían el valor que tienen si no estuvieran insertos en el contexto del conflicto. El mérito principal que tienen es que están atravesados por la voluntad de la paz y de la convivencia. El hecho de que una mujer analfabeta o un joven adolescente se apropien de los micrófonos y del espacio público, tiene un significado profundo: es la recuperación de la dignidad y de la ciudadanía la que está de por medio. La participación colectiva a través de la comunicación contribuye a la construcción de ciudadanía y a la afirmación de la identidad.


He pasado diez días recorriendo el Río Magdalena y visitando radios comunitarias en poblaciones ribereñas o montañosas que han sido víctimas de la guerra. Las historias personales son dramáticas, no hay quien no haya sufrido pérdidas sensibles en su familia o entre sus amistades. Viajando en chalupa de un pueblo al siguiente, apreciando la belleza tropical de la región, y la calidad humana de la gente que uno encuentra en cada lugar, me pregunto por qué la paz parece tan lejana, por qué la convivencia es tan difícil de lograr , y a la vez admiro que aún bajo esas circunstancias tan adversas exista tanto empuje, tanta energía para llegar adelante proyectos de comunicación participativa que desde abajo van construyendo un nuevo horizonte de esperanza.