17 mayo 2023

Vida romántica

(Publicado en el suplemento Ideas de Página Siete el domingo 16 de abril de 2023)

 Uno nunca termina de conocer París, por ello es que cada vez evito los lugares comunes llenos de turistas y trato de caminar por lugares que todavía otorgan a los pasos una sensación de descubrimiento, lo cual no es difícil en una ciudad que ofrece tantos secretos a quienes desean caminarla o “patearla” como dicen algunos.

 Luego de haber vivido, estudiado y trabajado durante más de seis años en la capital francesa, he cruzado el charco (como decía Unamuno) para regresar no menos de 50 veces a lo largo de cinco décadas. Cada vez, he tenido la oportunidad de descubrir algo que no había conocido antes, no solamente porque hay pliegues que se abren cuando uno la mira con nuevos ojos, sino porque la ciudad no es algo estático, se mueve, respira y se transforma.

 La conozco mejor que muchos parisinos porque la he recorrido a pie de cabo a rabo desde el primer día de mi llegada en septiembre de 1972, con una pequeña maleta y 50 dólares en el bolsillo. Ya había estado antes, de adolescente, pero eso no cuenta porque fue con mis padres. Nunca tomé un taxi, desde el día uno usé siempre el metro, aún cuando no hablaba ni una jota de francés. Mi primera adquisición fue la guía de planos de los barrios de París, un libro maravilloso que me permitió llegar en media hora al domicilio de don Adolfo Costa Du Rels en la avenida Kléber. Pero esa es otra historia.

 París es una ciudad seductora. No es la única por supuesto, pero es la que mejor conozco. Creo que el mismo espíritu que condujo mis primeros pasos me animó a conocer a fondo Ciudad de México, Ciudad de Guatemala, Madrid, Nueva York, Roma, Estambul o Praga, aunque en las algunas he vivido años y en otras apenas meses, semanas o días. 

 En París los barrios se conectaron en mi imaginario como un rompecabezas mágico, quizás inspirado por “Rayuela”, esa gran novela de Cortázar. Con ayuda de los libros y de los mapas uno descubre la lógica interna de cada ciudad, lo que se esconde detrás de las apariencias más obvias, y lo que evoluciona con el tiempo para transformar los rasgos anteriores. Algunas ciudades tienen la virtud de envejecer rejuveneciendo al mismo tiempo.

 Mi vida parisina de la década de 1970 transcurrió a los dos lados del Sena, tanto en la Rive Gauche de los estudiantes, como en la Rive Droite. Al cambiar de domicilio seis veces en seis años pude conocer los barrios cercanos a Port Royal, Gobelins y Port d’Italie al sur del Sena, y Les Marais, Republique y Pere-Lachaise, en el lado norte, cada cual con su particular encanto. Nada está realmente lejos. No es difícil atravesar París de norte a sur en dos o tres horas de caminata. La ciudad se deja caminar, no es hostil en ninguno de sus trayectos.

Museo de la vida romántica 

 Cuando mi hija mayor vivía con su familia a dos cuadras de Buttes-Chaumont (uno de los más bellos parques de París), pude conocer mejor los barrios cercanos al estanque de La Villete, que luego se convierte en el Canal de Saint-Martin a medida que sus aguas se acercan al Sena. Tener amigos en diferentes lugares de la ciudad es también una ventaja porque con motivo de visitarlos uno descubre cosas nuevas o que no existían en el radar personal. El mapa de amigos es indispensable.

 Es así que gracias a Zorka Domic, que vive cerca de Pigalle, he podido descubrir cosas interesantes en el barrio de Saint-Georges. Una de ellas es un pequeño museo que queda al fondo de un callejón peatonal: el Museo de la Vida Romántica, que no conocí durante mis primeros seis años de estadía porque recién abrió sus puertas en 1987. París es una ciudad con más de trescientos museos, pero siempre se puede añadir uno a esa lista en la que solamente destacan los más famosos.

En el café del museo, con Zorka Domic 

 Un estrecho pasaje empedrado sobre la calle Chaptal (donde vivieron Serge Gainsbourg y Iannis Xenakis), conduce a un patio lleno de sol y a una casa de dos pisos, con ventanas cuyos marcos de madera han sido pintados de verde pálido, que aloja este particular museo y un pequeño café con sillas metálicas en el jardín, donde uno puede relajarse antes o después de visitar el museo. El conjunto es una experiencia que abstrae de la gran ciudad y hace sentir al visitante en un espacio privilegiado por su serenidad y paz, solo interrumpido por los gritos de los niños durante el recreo en una escuela vecina.

 Algunos asocian el Museo de la Vida Romántica a George Sand, pareja de Frédéric Chopin, pero la escritora no vivió nunca allí, aunque hay tres salas en la planta baja con sus objetos personales. Las vitrinas exhiben pequeños tesoros, no solamente joyas, sino cartas e incluso un mechón de sus cabellos ya blancos, en una pequeña caja ovalada, lujosamente decorada, detrás de la cual se lee: “Cabellos de George Sand, nacida el 5 de julio de 1804, muerta el 8 de junio de 1876”. Todo ha sido cuidadosamente acomodado para que uno se remonte cien años atrás y se deje llevar por los fantasmas que todavía habitan el lugar.

Cartas de George Sand 

 Esta casa señorial la alquiló en 1830 el pintor holandés Ary Scheffer, cuya obra se despliega en el segundo piso, junto a la de otros artistas románticos. Scheffer se instaló allí y convirtió su casa en un centro artístico donde concurrían los viernes escritores como Dickens o Tourgueniev, músicos como Chopin, Rossini y Liszt, y pintores como Théodore Rousseau, Paul Huet y Jules Dupré, cuyas obras habían sido rechazadas por el famoso salón anual de pintura. A su muerte en 1858 su hija Cornélia Scheffer-Marjolin compró la casa para preservar la obra de su padre, cuya pintura se exhibe en varias salas, junto a la de otros artistas románticos. Muchos años después de pasar por varias manos, el Estado se hizo cargo de la casa, para convertir el lugar en el museo que conocemos. Eso sucede cuando hay un Estado fuerte que le otorga importancia a la cultura.

Dibujo de Delacroix dedicado a George Sand 

 Todo lo anterior, y sin entrar en mayor detalle, me hace reflexionar sobre el destino de los artistas en países desarrollados y en otros como el nuestro donde las “urgencias” no son compatibles con el desarrollo cultural. Mientras en muchas ciudades (también de América Latina), las casas de los escritores se convierten en museos y repositorios con archivos y bibliotecas, en Bolivia los escritores mueren sin casa, como sucedió con Jaime Sáenz entre muchos otros cuyos objetos personales han desaparecido. Eso, para mi, es miseria, no es pobreza, por muchos cholets que se iluminen en las noches en la supuesta “ciudad maravilla”.

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Un intelectual es alguien que produce nuevos conocimientos
haciendo uso de su creatividad.
—Umberto Eco