26 marzo 2023

Debray sobre Debray

(Publicado en el suplemento Letra Siete de Página Siete el domingo 29 de enero de 2023)

Laurence Debray

 Pocas veces he tomado tantas notas mientras leía una obra testimonial, una autobiografía precoz, a la manera de la que publicó el poeta ruso Yevtushenko cuando tenía 30 años de edad. Fille de revolutionnaires” (2017), escrita a los 40 años por Laurence Debray, hija de Regís Debray y de Elizabeth Burgos (cuyas vidas están indisolublemente ligadas a Bolivia) es una suerte de exorcismo que pretende cerrar una etapa para pasar a otra que no esté marcada por el peso de la herencia familiar.

 Conocí a Laurence en mi exilio durante la dictadura de Banzer, seguramente ella no tendría más de uno o dos años de edad cuando yo visitaba a Elizabeth en su departamento de la rue Cherche-Midi en París.

 De su madre Laurence heredó un país, Venezuela, y un proceso político que terminó con el idilio revolucionario. Vivió de cerca la llegada de Chávez, el discurso de la impostura y las frases vaciadas de contenido. Nadie le contó esa historia, la vivió de cerca. De su padre, heredó una leyenda que se convirtió en fardo desde su más tierna infancia. El joven intelectual francés apresado y juzgado por los militares bolivianos por su participación en la guerrillera del Che, determinó el futuro de Laurence aún nueve años antes de que naciera.

 Desde el inicio y sin tapujos aborda esa memoria precoz que la hizo intuir a su más corta edad que sus padres no le querían contar lo que sucedió, algo que poco a poco tuvo que descubrir por sí misma. La mantuvieron al margen supuestamente para protegerla, sin saber que la niña y adolescente tenía una sensibilidad especial para captar las señales de todo lo que le era escamoteado. Desde su más tierna infancia fue acumulando preguntas sobre la juventud de su padre y madre, una suerte de conspiración de silencio la rodeaba, a pesar del enorme cariño recibido tanto en la familia venezolana como en la francesa: “Cuando yo abordaba la juventud de mis padres, me topaba contra un muro. Todo se hacía entonces más enigmático: mis abuelos se mostraban reticentes, mis padres cambiaban de conversación.” 

 Quizás porque no fue adoctrinada y vivió desde niña con relativa libertad, se interroga sobre la militancia castrista de su padre y madre, que no logra comprender quizás porque no entiende que en esa época la neutralidad no era una opción y mirarse en el espejismo de la revolución significaba estar del lado de los buenos. Desde la perspectiva de este siglo, esa militancia pura y dura de las décadas de 1960 y 1970 le parece absurda, aunque poco a poco en el libro entiende las motivaciones.

 Culpa a los ideales revolucionarios el destino que fue marcado para sus padres, aunque obviamente sin esa participación histórica no hubieran llegado a ser lo que fueron: “En los años sesenta, mis padres eran jóvenes, seductores, brillantes y revolucionarios… y perdieron todo con la revolución. O quizás es lo contrario: ganaron en sabiduría -y notoriedad- más rápido que otros que no se ‘mojaron’, que se quedaron debatiendo confortablemente sobre política en los cafés del bulevar Saint-Germain”.

 El proceso de indagación sobre la vida de sus padres, vivos aún pero mudos, se convierte en una tarea indispensable para conocerse a sí misma y poder continuar su vida libre de las amarras que la mantenían pegada a un puerto como un barco imposibilitado de separarse del muelle de una historia que no es enteramente suya, aunque la beneficia: “Tuve el privilegio de conocer el fin de la historia y de haber frecuentado personas y lugares que son parte esencial de esta aventura de novela”.  Sin embargo, siente no haber sido parte de una época en que “las estrellas no eran los presentadores de televisión o los jugadores de fútbol, sino los intelectuales comprometidos…”

Elizabeth y Laurence

 El relato de Laurence conjuga hábilmente la pequeña y la gran historia, es decir la intimidad revelada descarnadamente y la mirada sobre los grandes hechos y protagonistas, desde una perspectiva generacional novedosa. Por el lado de la madre descubre una bella historia de migrantes españoles que se instalan en Venezuela en 1630, uno de cuyos descendientes, Carlos Brandt Tortolano, adquiere notoriedad como periodista, escritor y científico. Exiliado por el dictador Juan Vicente Gómez por defender la libertad de prensa, funda el movimiento vegetariano y publica “El fundamento de la moral” con prólogo nada menos que de Albert Einstein. Pero más cerca en ese linaje familiar, una abuela que pasó por tres abandonos y quedó con seis hijos a su cargo, la mayor Elizabeth Burgos, cuyo traslado a Europa en 1959 cambiará su vida radicalmente. De ese primer itinerario europeo retengo su encuentro en Múnich con el boliviano Jorge Vásquez Viaña, quien sería asesinado en 1967 durante la guerrilla del Che. Allí comienza el profundo vínculo de Elizabeth con Bolivia.

 El pasado no siempre es bienvenido por la memoria: “A medida que avanzo en mi búsqueda, me doy cuenta de que hay cosas que prefiero no saber”, escribe Laurence.

Régis y Laurence Debray

 Por el lado de su padre, Régis Debray, un legado de caminos que divergen: los ideales revolucionarios de un intelectual voraz de experiencias, que busca huir del seno confortable de una familia burguesa acomodada. La madre de Régis cautiva a Laurence desde niña. Janine es una mujer emprendedora y militante política próxima a De Gaulle, su fortaleza y dignidad inspiran a Laurence durante toda su juventud. Régis dudaba si seguiría estudios de filosofía o de cine. Quizás su aparición, muy joven, en aquella película seminal de Jean Rouch y de Edgar Morin, “Chronique dun été”, lo hizo interesarse en el cine, pero su camino fue siempre el de la reflexión.

 Laurence reconstruye, muchos años más tarde, el primer encuentro entre Régis y Elizabeth, propiciado por Oswaldo Barreto en Caracas. Régis ya lo había registrado en 1975 en su libro “L’indesirable” (“El indeseable”), dedicado inicialmente a Elizabeth (pero la dedicatoria desapareció de las ediciones más recientes). La importancia de Elizabeth en la vida de Régis es mucho mayor de lo que muchos suponen. Laurence alude el “turismo político” de su padre en Venezuela, que pudo superar gracias a la actividad política militante de Elizabeth. En esa etapa venezolana, la conspiración, la clandestinidad, la compartimentación y los riesgos políticos unen a ambos como pareja, más allá de la militancia en la guerrilla venezolana. Ese secretismo conspirativo, según Laurence, será un rasgo permanente de sus progenitores, aún en espacios de democracia y legalidad.

Elizabeth Burgos y Régis Debray

 Un periplo de miles de kilómetros lleva a la pareja a refugiarse en otros países de América Latina. En Quito el gran Guayasamín no solo los acoge en su casa, sino que además pinta los retratos de ambos, un privilegio. El itinerario continúa por Perú, donde son arrestados durante unos días, y luego a Chile y a Bolivia, que se convertirá para Elizabeth en “su país de adopción y de corazón”. En nuestro país, gracias a la acogida de Líber Forti y Juan Lechín, entre otros, se introducen en el mundo del sindicalismo minero, ejemplar en toda América Latina (y no la pantomima servil que es hoy).

 Consciente de que los lectores más jóvenes suelen ignorar incluso capítulos muy recientes de la historia, la autora no escatima esfuerzos para contar, en paralelo con su autobiografía, el desarrollo de los eventos más importantes, sin los cuales sería difícil situar hechos y personajes citados. Quienes vivimos aquella etapa reconocemos esos parámetros, pero los más jóvenes tendrán que leer mucho más sobre Vietnam, Palestina, la lucha por la legalización del aborto, los conflictos raciales, el feminismo, y otros movimientos que marcan las décadas que ella revive, aunque no las vivió. Los apuntes sobre la relación entre sus padres y Fidel Castro son fascinantes. El líder cubano los recibe como huéspedes ilustres, los instala en una casa de protocolo para vigilarlos mejor mientras estudiaban para graduarse como guerrilleros y espías profesionales: estrategia militar, contrainteligencia, entrenamiento físico y sicológico…

Che Guevara y Fidel Castro 

 La génesis del libro “Revolución en la revolución” (1967) que hace famoso a Régis Debray está allí, en las conversaciones que sostenía con Fidel durante noches enteras. Régis escribió el libro que Fidel quería que escribiera. El presidente cubano leía y corregía el manuscrito de la obra que se convirtió en una especie de catecismo para aprendices guerrilleros. Es muy interesante la distinción que establece Laurence entre la actitud casi sumisa del joven Debray frente al “padre de todos los cubanos” y la de Elizabeth Burgos, desenvuelta, incontrolable, llena de dudas y preguntas incómodas. La consecuencia lógica de esa etapa de preparación en Cuba fue el apoyo brindado por Régis a la guerrilla del Che. “Sin fusil, mala pluma; sin pluma, mal fusil”, solía repetir, según Laurence, para indicar que su papel de intelectual no era suficiente si no pasaba a la acción. Elizabeth, con más olfato y experiencia política, no estaba convencida de esa decisión, y el tiempo le daría la razón.

 Laurence revela una anécdota fascinante que subraya la diferencia entre su padre y su madre. Antes de partir a Bolivia, ambos visitan la oficina vacía del Che, que se había desvanecido dos años antes. Elizabeth abre un cajón del escritorio y encuentra un cuaderno del Che con su diario del Congo, que nadie conocía hasta entonces (y que luego fue publicado en versión censurada). Escandalizado al ver que su compañera revisaba el cuaderno, Régis la increpa para que devuelva el diario a su lugar: “Ella estaba al acecho de elementos de análisis mientras que mi padre se quedaba en la admiración devota. Para él el mito era intocable; para ella era deconstruible”.

Debray preso en Camiri 

 El 24 de abril de 1967 los padres de Régis llegan a La Habana para un evento internacional y se enteran que su hijo no está ahí estudiando filosofía. El embajador de Francia les muestra un cable de la AFP que acaba de llegar de Bolivia, donde se afirma que un francés “de apellido Debray o Lebray” habría fallecido en combate en una guerrilla recién inaugurada. El golpe para ellos fue inmenso. Su primer encuentro con Elizabeth, de quien Régis nunca les había hablado, da inicio a una complicidad afectiva que más tarde heredará Laurence.

Eric Pittard, Regis Debray y Alfonso Gumucio Dagron 
en la filmación de “Señores generales, señores coroneles"

 De Gaulle escribe a Barrientos a instancias de la madre de Régis, que mueve además todos sus contactos internacionales en favor de su hijo preso en Camiri. Laurence concluye esa parte de su testimonio con un comentario que contrasta con los jóvenes de estos tiempos. Sus padres “apenas tenían 27 años pero ya habían vivido varias vidas”. El “proceso Debray” tuvo repercusiones mundiales. Los bolivianos lo vivimos de cerca y supimos después de las torturas sicológicas a que fue sometido Régis (simulacros de fusilamiento), y las manipulaciones mediáticas de las que fue objeto. Algo de eso me contó cuando lo entrevisté en 1975 para mi largometraje documental “Señores generales, señores coroneles”. Laurence no pudo conocer muchos detalles porque su padre ha guardado sobre ese tema un mutismo casi absoluto. Lo que sabe del periodo de prisión en Camiri es lo que se ha publicado. Yo me pregunto si Debray tiene un libro inédito que no ha querido publicar todavía.

 El papel de Elizabeth durante la prisión de Régis es enfatizado. Más allá de la enorme y exitosa campaña internacional que organizó en Europa, de la que sabemos por las grandes firmas que apoyaron, Laurence destaca el papel fundamental de su madre en la estabilidad sicológica y emocional de Régis. Su matrimonio en Camiri, sin testigos ni fotografías (el 14 de febrero de 1968), permitió visitas maritales “en dosis homeopáticas” cada tres meses, a las que Elizabeth llegaba cargada de libros y cartas, escondiendo algunos mensajes cifrados en sus botas. Eran visitas controladas y humillantes para la pareja recién casada: en cuatro años pudieron estar apenas un total de seis horas juntos. “Ella era su ventana al mundo y a la vida”.

 La revisión crítica que hace la autora sobre sus progenitores antes de su nacimiento, encuentra eco en quienes sin ser “pro imperialistas” supieron en esa etapa histórica distanciarse de la lucha armada que algunos presentaban como el único camino. Laurence atribuye a ese fanatismo lo que ella es ahora: “Ellos hicieron de mí una persona totalmente hermética a las utopías”.

 Sobre las acusaciones de que Debray habría filtrado información de la guerrilla a los militares bolivianos y a la CIA, Laurence reitera lo dicho por su padre en su momento: “Solo pido una cosa: que publiquen mis interrogatorios, todo lo que he dicho desde que fui interrogado por agentes de la CIA, y así se darán cuenta de que yo sé cien veces menos cosas que ellos”. 

 En sus memorias el coronel Federico Arana Saucedo revela que el general Alfredo Ovando le habría instruido liquidar “al francés”, y cómo él logró disuadirlo. Laurence rinde homenaje a Rubén Sánchez (militar) y a su hermano Gustavo, quienes protegieron la vida de su padre y de otras personas, arriesgando a veces la propia. La historia de ambos está por escribirse.

 La verdadera actividad de Debray en apoyo a la guerrilla del Che no la conocían los militares bolivianos, aunque estaba delante de sus narices: apenas dos meses antes de la llegada del Che, en septiembre de 1966, Régis estuvo en Bolivia levantando información poblacional y cartográfica en dos zonas donde estimaba que era conveniente iniciar el movimiento guerrillero: el Chapare y Alto Beni. A último momento los comandantes del Che eligieron la zona de Ñancahuazú, insalubre y aislada: “Por comparación, la Sierra Maestra era una colonia de vacaciones”, apunta Laurence. Había alrededor de cien libros en el campamento de apenas medio centenar de guerrilleros… “más que medicinas”. Años después Líber Forti le dijo a Régis delante de Laurence: “El Che era médico. Podía haber llegado a Bolivia con jeringas y una valija de medicinas, en lugar de armas. Sin duda los campesinos lo habrían recibido mejor”.

 Para escribir su testimonio Laurence no se limitó a recoger lo que le contaron (poco), sino que llevó adelante una rigurosa investigación histórica de diversos archivos oficiales del Estado francés: “Los archivos no mienten”, apunta. En el ministerio de Relaciones Exteriores encontró los cables intercambiados con la embajada de Francia en La Paz, una mina de oro para explorar. Para adelantar su pesquisa la autora viajó a Bolivia a conocer los lugares donde habían transitado sus padres, y visitar la celda donde estuvo Régis en Camiri, convertida por Evo Morales en una estación del circuito turístico sobre el Che. Sus impresiones de Bolivia difieren de las de su madre, y son lapidarias. No comparte el mismo cariño, por el contrario se refiere al “odio en la mirada de los indios bolivianos”, manifiesta su repulsión por las sopas “cocidas durante horas a base de tubérculos”, y afirma que la luna le parece un lugar más acogedor que nuestro país. Basa su comparación en su experiencia en el Caribe de colores intensos, donde la gente es espontánea y expresiva. En otras páginas ratifica su aversión: “Puedo sentirme en casa en cualquier parte” -si libros s su disposición- “menos en Bolivia”.

Régis Debray y Salvador Allende 

 El libro desgrana numerosos apuntes críticos sobre Regís quien, liberado de Bolivia hacia el Chile de Allende, mantenía una terca hostilidad incluso contra aquellos que habían contribuido a su supervivencia y liberación. “Estaba encerrado en la imagen de Danton -su nombre de guerra. En lugar de deconstruirla la habitaba plenamente. ¿Tenía elección? Había adquirido un nombre y una reputación de revolucionario antes de haber escrito una obra o construido un pensamiento personal”.

 No todo es política y vida pública en el libro. Laurence introduce en el texto páginas que ilustran la vida familiar, para ella fundamental, por ejemplo, el cariño que le tenía su abuelo Georges Debray y la indiferencia o frialdad con que Régis se relacionaba con él.

 Para ella, su llegada al mundo en 1976 es como un símbolo de la reinserción de su padre y madre en el ámbito francés, y el principio de un adiós a “les lendemains que chanten” (un futuro color rosa, triunfalista). Si la primera mitad del libro le sirve para establecer de dónde viene y con qué pesada carga llega al mundo, la segunda mitad, luego del exorcismo, es su propia ruta, sin por ello renegar de sus raíces. Es como si hubiera escrito el libro en dos tiempos distintos, como si la primera parte fuera el mosto añejado para la segunda: “Si antes de mí fue increíble, conmigo fue torpe y caótico”.

Elizabeth, Laurence y Régis 

 A partir de la premisa de que “nadie puede robarse los recuerdos”, Laurence desafía en su autobiografía precoz la memoria selectiva y caprichosa de su padre, que en el documental “Carnet de route” omite o disminuye la importancia de algunas personas en su vida. Esa revisión de su pasado no satisface a su hija, que tiene su propia historia que contar, desde que nació y la llamaron Laurence por sugerencia de Yves Montand y su madrina Simone Signoret. Caída “como un pelo en la sopa” en medio de esa relación de pareja estilo Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Laurence le toca percibir desde muy niña su condición de hija y nieta de personalidades públicas y famosas (aunque “fama” es una palabra triste).

 Ya había pasado una década desde el movimiento estudiantil de mayo de 1968, pero muchos seguían viviendo con nostalgia una vida cotidiana de rebeldía contra todas las reglas, y entre ellos, los progenitores de Laurence. El concepto de “familia” era todavía considerado demasiado burgués y el libertinaje seguía de moda. La militancia que antes había unido a Régis y Elizabeth comenzó a separarlos, “¿o fueron las diferencias culturales?”, se pregunta Laurence, tratando de reconstruir esos años de su infancia: “Mis padres se volvieron disonantes”. No era fácil crecer con un padre “encerrado en su personaje”, “ícono del intelectual comprometido, cuyo bigote le servía de logo y las diatribas encendidas de forma de comunicación”.

Laurence Debray

 En remplazo de la presencia parental una red de personalidades acuerpó a Laurence desde niña (Jane Fonda, Julio Cortázar, Roberto Matta, Alfonso Guerra…) Si bien eso la reconforta, al mismo tiempo la llena de preguntas sobre su propia identidad.

 Subraya con emoción los momentos felices son Régis, su padre ausente y ocasional. Pasaba temporadas con él en un pequeño departamento de la Rive Gauche donde todo funcionaba bien gracias a Angela, la ama de llaves panameña, anticastrista y antisandinista, con cierta ascendencia sobre el propio Régis, ya que se convirtió en su ayuda indispensable. Esas cortas estadías le permiten a Laurence esbozar un retrato singular de su ubicuo padre: “seductor con las mujeres, serio con mi madre, incómodo con sus padres, deprimido o exaltado con sus amigos, despistado y gentil conmigo”. 

François Mitterand y Régis Debray

 Con la llegada de François Mitterrand a la presidencia de Francia en 1981, los padres de Laurence subieron al carro del poder, aunque sin abusar de privilegios, como otros del tren socialista que esperaban esa oportunidad de “cambiar la vida”. Con sorna, Laurence Debray apunta que primero cambiaron las suyas, ocupando en París departamentos más espaciosos o adquiriendo residencias secundarias en regiones soleadas. 

Mientras Régis oficiaba como asesor presidencial en cuestiones internacionales, Elizabeth dirigía la Casa de América Latina. Su libro sobre Rigoberta Menchú fue un éxito que llevó a la indígena guatemalteca hasta el premio Nobel de la Paz, y a un reconocimiento mundial que nunca tuvo en su propio país. El poco agradecimiento de Rigoberta con Elizabeth le permite a Laurence entender mejor las bifurcaciones de las buenas causas cuando se cruzan con el poder: “Yo, desarrollé una desconfianza hacia aquellos representantes mediáticos de los más desposeídos”. 

 Tenía apenas diez años de edad, pero se daba perfecta cuenta de lo que significaba tener un padre que era una figura pública. En el patio de la escuela, a través de la radio, se enteraba de las polémicas que encendía Régis, que no juzgaba necesario comentar con su hija: “… los medios se encargaban de nuestra comunicación interna”.

 Probablemente sus reflexiones sobre lo que significó para ella el ejercicio del poder de sus progenitores no fueron tan precoces, sino producto de un análisis posterior. Citando a Alfonso Guerra se refiere a la “presbitocracia”, es decir, “la vista cansada que engendra el poder”, que impide ver la realidad y pierde de vista los principios que antes eran defendidos, así como a las personas más cercanas.

 “No tengo ningún recuerdo de mis padres haciendo juntos algo conmigo o para mi”, una sensación de vacío familiar la invade desde niña, aunque Elizabeth fue el verdadero sostén y una familia solidaria más amplia cubría los vacíos. Amigos de diferentes países se ocupaban de ella con cariño. Menciona con afecto a Eduardo Arauco (sin citar el apellido), el estudiante boliviano que le enseñó a montar bicicleta, algo que Régis nunca hizo. Conozco esa anécdota porque Eduardo estuvo alojado en mi casa varias semanas, cuando recién aterrizó en París. Líber Forti, exiliado en París, enseñó a Laurence a contar hasta diez en castellano, aunque Régis no quería que aprendiese esa lengua.

 Recuerda que “… había tantos exiliados chilenos y bolivianos que pasaban por la casa, que yo estaba perdida. Todos tenían de todas maneras los mismos problemas: persecución, papeles, exilio”. De tanto exiliado latinoamericano que pasaba por su casa Laurence fue desarrollando desde niña un sentimiento antimilitarista y una repulsa generalizada por todos los uniformes. De ahí que su experiencia en un campo de pioneros en Varadero (Cuba) la marcó tan negativamente. Vivió casi un año de calvario, una suerte de castigo inmerecido. Los ejercicios militares en las mañanas y el adoctrinamiento político (culto a Fidel) por las tardes contribuyen, a su corta edad de diez años, a ver claramente aquello que no quiere en su vida. El fusil era casi más largo que ella y cuando le daban el mismo plato de comida todos los días se preguntaba por qué en Cuba, que está rodeada por el mar, no se come pescado.


 Por ello su regreso a Europa fue un bálsamo. Durante los cuatro años que vive con su madre en Sevilla, ciudad protagonista del la Exposición Universal en 1992, es una adolescente que absorbe todo como una esponja. Por primera vez se siente ella misma, a nadie le importa quienes son sus padres: “El alivio fue inmenso. A fuerza de no ser nadie, me convertí en alguien”. Vivir su propia vida significó también irse a vivir y a trabajar a Estados Unidos en la banca, algo que no podía estar más lejos de la actividad de Régis o de Elizabeth, e interesarse (esto desde su adolescencia) en el controvertido personaje del rey Juan Carlos de España, sobre quien publicó un primer libro (y viene mucho más). De alguna manera, el retorno a Francia y a la escritura es también un acto maduro de reconciliación. 

A medida que desarrolla su propia personalidad y se lanza por el mundo con sed de descubrimiento, se parece más a sus progenitores cuando jóvenes, aunque con un espíritu abierto, no domesticado por opciones ideológicas. El testimonio rebelde de Laurence Debray es el de una generación que rechaza ese mundo polarizado de las décadas de 1960 y 1970 (prolongado hasta hoy por la política vaciada de ideología pero pletórica de oportunismo).

 Pasar de la negación y el secreto impuesto por la vigencia política de sus progenitores, a una suerte de catarsis literaria que tiene también algo de ajuste de cuentas, es un acto valiente y finalmente amoroso, un acto de liberación. Eso es este libro.

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Crecí en un mundo binario, donde no había lugar para el gris,
y donde los tibios eran denigrados.
—Laurence Debray
 

20 marzo 2023

Freddy Alborta, instantáneas y octubres

(Publicado en Página Siete el domingo 30 de octubre de 2022)

 Un avión militar aterriza en la pista de Vallegrande el 10 de octubre de 1967. Cuatro fotógrafos y veinte periodistas descienden con los ojos bien abiertos, dispuestos a registrar cada uno algo distinto sobre un mismo hecho que la historia ya ha inscrito en su libro, de manera inmediata, sin el trámite de los historiadores: el Che Guevara ha muerto. Bolivia aparece ante los ojos del mundo como si no hubiera existido antes.

Freddy Alborta en 1972 ©Foto PeterGumucio

 En la misma pista estaba todavía el helicóptero que transportó desde la escuelita de La Higuera el cadáver tibio del Che con un rumbo que sería desconocido durante más de medio siglo. Un agente de la CIA, cubano al servicio de Estados Unidos, le tomó unas fotos. Todavía no se conocían los detalles del asesinato ni el nombre del obediente ejecutor, el sargento Mario Terán.

 Octubre es un mes para recordar al Che pero también a Freddy Alborta, uno de esos cuatro fotógrafos que llegaron para cubrir los despojos de una guerrilla derrotada. Freddy trascendió más que los otros porque hizo las tomas emblemáticas del cuerpo inánime del guerrillero argentino-cubano exhibido por los militares en la lavandería de la escuela.

 Otra vez octubre: Freddy habría cumplido 90 años de edad este 31 de octubre de 2022.  Varias razones lo traen ahora a mi memoria. 

 Primero, la complicidad profesional que nos unió, su amabilidad, su modo suave de ser, su figura espigada, su rostro con inconfundible bigote y la barbita de chivo que dejó crecer en una época, el marco grueso de la montura de sus lentes, y por supuesto Capri, su estudio fotográfico en la esquina de la calle Socabaya con Mariscal Santa Cruz donde yo pasaba a visitarlo para conversar con él unos minutos. De adultos, las edades se igualan, pero no siempre fue así. Freddy nació en la misma fecha que yo, el 31 de octubre, pero 18 años antes, en 1932. Hay varios otros mojones en nuestra historia común.

Visita de Paz Estenssoro a Kennedy, 1963 ©Foto FreddyAlborta

 Hasta que revisé su extraordinaria colección de negativos gracias a la generosidad de Mery, su esposa, yo no recordaba que habíamos viajado juntos en el avión presidencial Air Force 001 del presidente Kennedy, cuando su homólogo de Bolivia, Víctor Paz Estenssoro, hizo una visita de Estado, acompañado por dos de sus ministros, uno de ellos mi padre. Fue la última visita oficial que recibió el primer mandatario de la potencia del norte, un mes más tarde -el 22 de noviembre- fue asesinado en Dallas, Texas, y me tocó ver la experiencia del duelo que vivieron  muchos ciudadanos de su país. Freddy había tomado una fotografía mía en el avión, con mis casi 13 años de edad,  sentado, modosito y con corbata, en el avión Boeing 707 (modificado para volar largas distancias sin re-abastecerse de combustible) que nos fue a recoger a la base aérea de Pisco, en Perú. Es un recuerdo que nunca se ha borrado.

El Che fotografiado por Freddy Alborta

 La segunda razón tiene obviamente que ver con el Che, y esa casi todos la conocen, al menos la parte más icónica: las fotos extraordinarias que Freddy tomó del rostro del Che con los ojos abiertos, rodeado por militares que se ufanaban de su trofeo de guerra. “El cadáver del Che me impresionó porque parecía vivo”, solía recordar Freddy. Se desplazó por la lavandería del hospital, donde reposaba el cuerpo con el torso desnudo, tratando de buscar los mejores ángulos y encuadres. Tomó un centenar de fotos. Junto a él, Hugo Roncal operaba una Bolex de 16 mm. Al regresar a La Paz reveló los negativos y entregó copias a varios corresponsales. 

Freddy Alborta, Sebastián Peña, Carlos Soria Galvarro
©foto AlfonsoGumucio 

 La parte que pocos conocen es la reunión que hice en mi casa el 11 de abril de 1995, para recibir a uno de los dos mejores biógrafos del Che, mi amigo Pierre Kalfon, escritor y diplomático francés, que llegó a Bolivia para entrevistar a quienes habían tenido alguna relación con el Che. Invité a Freddy Alborta, a Loyola Guzmán, a Carlos Soria Galvarro, a Ted Córdova Claure, a Marcelo Quezada y a Amalia Barrón para que Pierre pudiera conversar con ellos. Pasamos una velada memorable intercambiando experiencias y testimonios que debí grabar entonces y no lo hice. Allí convino Pierre en adquirir los derechos de las fotos de Freddy sobre el Che para la edición de la biografía, que luego se publicó en varias lenguas.

 La tercera razón por la que quiero recordar a Freddy en la fecha de su cumpleaños, es por su labor extraordinaria de fotógrafo de prensa, pero también de fotografía artística, una faceta que se conoce menos. Sus archivos de prensa son inmensos, y deberían ser parte de un repositorio histórico como otros archivos que han sido adquiridos por la alcaldía de La Paz. Además de la visita oficial a Kennedy de Paz Estenssoro y su delegación, en la que estuvo mi padre, Freddy cubrió durante más de 30 años el acontecer político nacional para la prensa local (Ultima Hora, Presencia, Jornada) pero también para las agencias United Press International (UPI), Associated Press (AP),  Vis News, con una pequeña cámara filmadora de 16mm. Donde sucedía algo de importancia en Bolivia, estaba Freddy con su pesada Nikon, y a veces también con una pequeña filmadora.

 En su fotografía artística, a la que no tuvo todo el tiempo necesario para dedicarle su talento, destacan las imágenes en blanco y negro del altiplano y del lago Titicaca, así como de personajes indígenas a quienes se aproximó con respeto, sin la mirada exótica de los turistas.

 Entre las fotos de estudio siempre me impresionó la que hizo para la portada de la edición de “El estudiante enfermo” que publicó Jorge Catalano en la editorial Difusión, donde muestra el torso desnudo de una mujer, una  representación de delicado erotismo que sin duda ayudó mucho en las ventas de la novela de Porfirio Díaz Machicao. A pesar de mi persistente curiosidad, nunca quiso decirme quién había sido la modelo.

 Freddy murió el 18 de agosto de 2005, a los 72 años de edad, dejando un legado importantísimo de trabajo fotográfico que el Estado debería preocuparse de preservar y digitalizar para hacerlo accesible a investigadores y al país en general.

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El fotógrafo no puede ser un espectador pasivo,
no puede ser realmente lúcido si no está implicado en el acontecimiento. 
—Henri Cartier-Bresson
 

16 marzo 2023

Forqué 2022

(Publicado en Los Tiempos el domingo 22 de enero del 2023)

 Estaba cantado, otra vez. Casi siempre en los premios José María Forqué (de los que soy miembro del jurado de largometrajes latinoamericanos), hay alguna película (muy probablemente de Argentina), que tiene las mejores opciones de ganar. Viene generalmente precedida de mucha prensa y presencia en España, donde los premios Forqué se han convertido en la antesala de los premios Platino y también de los Goya.

“Argentina 1985” de Santiago Mitre 

 En 2022 la película que venía precedida de tamborilero y trompetas es “Argentina 1985”, que también hija sido seleccionada en la lista corta de mejor película en idioma extranjero en los próximos Oscar y que ya ha obtenido varios otros premios internacionales importantes. Si el año anterior la poderosa figura del cine español, Javier Bardem, impuso los premios para “El buen patrón”, esta vez la prominencia de Ricardo Darín, que pasa una buena parte de su vida en España (obtuvo la nacionalidad española en 2006), garantizaba la entrada por la puerta grande de la película dirigida por Santiago Mitre. 

 Como en años anteriores, a los jurados nos dan a escoger entre cuatro o cinco películas nominadas, sin derecho a pataleo, aunque a veces hemos visto entre las otras seleccionadas algunas mejores. También como en años anteriores, mi orden de preferencias no ha coincidido con las películas premiadas.

 Sobre “Utama” (Bolivia) de Alejandro Loayza ya publiqué un artículo completo, de modo que me voy a concentrar en las otras tres nominadas, empezando por la ganadora.

“Argentina 1985” 

 Era imposible no ver con interés “Argentina 1985” (2022, 140 min.) de Santiago Mitre. El argumento aborda desde el punto de vista del fiscal Julio Strassera (Ricardo Darín) el juicio a los militares responsables de las desapariciones y de la brutal represión durante las dictaduras militares de Argentina. Al fiscal le otorgan tramposamente apenas cinco meses para encontrar las pruebas contra los militares, en un juicio civil sin precedentes, y lo logra con un equipo de jóvenes abogados sin experiencia, pero muy motivados y comprometidos: “Tenemos que hacer el juicio más importante de la historia de la república argentina en menos tiempo de lo que dura el proceso a un ladrón de gallinas”, de octubre 1984 a febrero 1985.

 Ese trabajo que el filme muestra muy bien implica la revisión interminable de expedientes, la búsqueda de testigos presenciales, y demostrar que en todo el país se siguió el mismo patrón represivo: desapariciones, coordinación entre las fuerzas militares, centros clandestinos de detención, etc. Los investigadores del fiscal encuentran muchas puertas cerradas pues hubo mucha gente cómplice de los militares, no estuvieron solos, aunque ahora los entonces colaboradores quisieran que esa complicidad sea olvidada.

“Argentina 1985” 

 Para quienes no conocen la historia de Argentina, lo que sucedió está contado con todo detalle, es como un libro de historia testimonial. Los resultados se presentaron el 15 de febrero de 1985:16 tomos de pruebas, 4 mil fojas, 709 casos, más de 800 testigos.  Esta es una producción gigantesca (calles con vehículos de época, la escenografía y vestuario, etc), con una narración eficiente, muy bien dramatizada, aunque no es una propuesta cinematográfica excepcional.

 Hay escenas formidables como la exposición que hace Strassera en el juicio el 18 de septiembre de 1985 delante de los nueve generales acusados. Por primera vez en la historia mundial (aunque dice ”universal” en el film) que un tribunal civil condena a una dictadura militar. Eso supone amenazas y riesgos su vida y la de su  familia. Hay momentos de intensa emoción porque interpelan la memoria de todos quienes hemos vivido bajo dictaduras. Otra secuencia estupenda es la de las entrevistas con los jóvenes que serán parte del equipo de investigación. Las actuaciones son buenas, pero ninguna que deje momentos inolvidables.

“El castigo” de Matías Bibe 

 En un registro completamente diferente está “El castigo” (Chile) de Matías Bize, que tiene una particularidad que probablemente la gran mayoría de los espectadores no advierte: este filmada en tiempo real, en un solo plano secuencia de 79 minutos.

 La pareja de Ana (Antonia Zegers) y Mateo Salgado (Néstor Cantillana) deja a su hijo Lucas, de unos 10 años de edad, a la vera de un bosque donde se habían detenido brevemente. La madre, drástica, quiso castigarlo abandonándolo durante unos minutos para asustarlo, pero al regresar el niño ha desaparecido como si el bosque se lo hubiera tragado. Esa impresión de suspenso se acelera a medida que cae la noche y ambos progenitores se internan en el bosque para buscar al hijo, hasta que deciden pedir ayuda a la policía.

“El castigo"

 Con suma habilidad a través de diálogos e interpretaciones estupendas, la obra revela problemas profundos en la pareja. La cámara los acosa tanto como la policía, revelando sus expresiones, su lenguaje corporal, la verosimilitud de su sufrimiento y el cuestionamiento de su comportamiento. Al principio Ana está más preocupada por lo que van a decir a la mujer policía que llega a la escena y le dice “lo único que le debería importar es lo que piense su hijo”. La relación entre ambos personajes principales construye un drama intenso: “Hay una parte de mi que no quisiera encontrarlo nunca, desde que nació Lucas ya no soy feliz”, dice Ana, en una descarnada  reflexión sobre su papel como madre. La película está centrada sobre Ana, ella es el gran personaje de la obra, con la actuación formidable de Antonia Zegers.

 Para realizar ese plano secuencia en tiempo real ha sido sin duda necesario realizar una meticulosa planificación y probablemente muchos ensayos. El film es como una pieza de teatro en el escenario extenso de un bosque.

“Cumpleañero” de Arturo Montenegro 

 No es desdeñable la cuarta película nominada: “Cumpleañero” (Panamá, 96 min) de Arturo Montenegro, que narra las últimas horas de Jimmy, un hombre que cumple 45 años y decide suicidarse el día de su cumpleaños. Aquejado de una enfermedad terminal que no le deja sino unos cuantos meses de vida, él y su esposa invitan a dos parejas de amigos íntimos a una hermosa casa al borde del mar en Pedasi, sobre el Pacífico. Jimmy lo tiene todo, materialmente, menos la salud. Su invitación es “de vida o muerte”.

 Desde la primera escena se construye la tensión cuando se muestra a Jimmy colocando la punta de un arpón de pesca submarina debajo de su barbilla, a punto de dispararse. Esa imagen da el tono para lo que viene después, la muerte anunciada. Todo el film transcurre en la cuerda floja en el intento de construir los últimos momentos felices con sus mejores amigos hasta que llegue el momento. Sin embargo, el conflicto lo viven los amigos Tato y Alex, que precisamente por ser muy cercanos se alejan cuando escuchan que Jimmy se va a suicidar al día siguiente porque padece de una Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) y en Panamá no existe el suicidio asistido, como en Canadá o Bélgica. La aceptación del suicidio, en la sociedad latinoamericana, tiene todavía mucho camino que recorrer.

“Cumpleañero” 

 Las actuaciones son la parte más débil, algunos diálogos poco verosímiles, hay repeticiones en el guion y música es a ratos melosa. Hay escenas un tanto forzadas como aquella en la que todos entran desnudos al mar, el “viaje” con hongos alucinógenos o cuando ocultan todos los cuchillos de la casa como si ello pudiera impedir el suicidio ya planificado. Al final, sobran los últimos diez minutos, la llegada de la policía, los interrogatorios en la misma casa, bastante inverosímiles.

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Truth is, generally I like film festivals; somewhere at some level there's an exchange of ideas.
—Willem Dafoe
 

09 marzo 2023

La derecha

(Publicado en Página Siete el viernes 3 de febrero de 2023)

 Dicen que en política los extremos se juntan. Esto resulta cada vez más cierto en un mundo donde las definiciones de “izquierda” y “derecha” ya no sirven. Quienes nos hemos considerado de izquierda en la lucha contra las dictaduras militares de las décadas de 1970 y 1980, no podríamos jamás reconocernos en la falsedad ideológica que enarbolan los oportunistas que desde hace 17 años medran del poder en Bolivia, aparecidos de la nada.

 La confusión es global. ¿Putin es de izquierda? Dicen lo contrario su alianza con Donald Trump, su afán de permanecer en el poder indefinidamente, su política imperialista e invasora de otros estados democráticos, su gestión económica que favorece a los ricos (nunca hubo en Rusia tantos millonarios como ahora), y su carencia de ética (le ha robado al Estado más de 22 mil millones de dólares según los cálculos más conservadores, apoyado en mafias). Putin no puede jamás ser considerado un político de izquierda, más bien un pillo sin escrúpulos.

 ¿Evo Morales es de izquierda? Sus gobiernos (y la continuidad cínica de su ministro de Finanzas) encarnaron el extractivismo, la deforestación, daños irreversibles al medio ambiente, minería salvaje, concesiones de hidrocarburos en áreas protegidas. Trató de prorrogarse en el poder indefinidamente violando la Constitución Política del Estado, organizó el fraude electoral, llamó a actos de violencia, está involucrado en narcotráfico. ¿Eso será ser de izquierda? Reprimió a indígenas de las tierras bajas, sobornó a organizaciones sindicales históricas hasta quebrar sus históricos liderazgos.

 Las etiquetas de izquierda y de derecha están caducas. En su discurso de victoria electoral el colombiano Gustavo Petro evitó la palabra “izquierda”, pero usó el término “progresista” para definirse. Lo propio ha hecho Gabriel Boric en Chile. Estos dirigentes quieren distinguirse de los viejos dinosaurios corruptos. Ni Boric, ni Petro, ni el nuevo Lula (que ha aprendido la lección) quieren estar en el mismo saco que Daniel Ortega, Nicolás Maduro, Rafael Correa o Evo Morales (y sus corifeos en el parnaso del MAS), que se han prorrogado en el poder (o lo intentaron), mediante corrupción, violación de los derechos humanos, daños a la naturaleza, etc.

 Cuando hace cuatro o cinco décadas la verdadera izquierda existía, tenía principios. (La derecha también los tenía, aunque no fueran los mismos). Había en ambos bandos políticos un sentido del valor de las ideas, aunque unos buscaran cambios en la sociedad y los otros más privilegios. Las discusiones mostraban argumentos, no solo consignas facilonas.  

 Uno de los temas que servía para diferenciar a “izquierda” y “derecha”, era el medio ambiente, el respeto por la naturaleza, la preservación de los recursos naturales para futuras generaciones. Mientras la antigua izquierda tenía conciencia de la fragilidad del planeta, la derecha pensaba en términos de aprovechar al máximo los recursos, sin importar el futuro. Precisamente cuando la izquierda mostró ser tan angurrienta y extractivista eliminó uno de los rasgos de diferenciación: los gobiernos neoliberales latinoamericanos no fueron tan extractivistas y destructores de la naturaleza como los de “izquierda” de Perú, Ecuador o Bolivia.

 Las dictaduras militares querían quedarse en el poder indefinidamente, pero no lo lograron. En eso fueron más eficientes los gobiernos autocráticos “de izquierda”, que llegaron al extremo de cambiar las leyes de sus países para perpetuarse en el gobierno: Chávez y Maduro en Venezuela, Ortega-Murillo en Nicaragua, Evo Morales en Bolivia y Correa en Ecuador, entre otros. Autocracia y violación sistemática de los derechos humanos.

 Otro factor que antes parecía diferenciar a la izquierda de la derecha es la corrupción. Trump es un ejemplo, incluso menos descarado que Putin, porque en Estados Unidos hay más medidas de control de los poderes. En América Latina todos los gobiernos que se decían “de izquierda” han sido escandalosamente corruptos: Ortega, Chávez, Maduro, Correa o Evo Morales. En cada uno de sus países han logrado hacer que la corrupción sea algo “normal”, con el apoyo por igual de empresarios insaciables y de sectores derrotados de la vieja izquierda comunista que dejó en el camino sus valores para avalar a los nuevos autoritarismos (como sucedió en Argentina durante las dictaduras).

 En el contexto boliviano son mucho más progresistas las propuestas desde el centro del espectro político, y más conservadoras las de quienes se etiquetan “de izquierda”, represores y depredadores reaccionarios, mal le pese al cacique del Chapare que se llena la boca de etiquetas porque carece de argumentos.

 La conclusión es que la nueva derecha está encarnada por los que vociferan discursos de izquierda, pero en la práctica hacen exactamente todo lo contrario: son reaccionarios y no quieren que nada cambie. No les regalemos la etiqueta de “izquierda” a estos oportunistas, porque costó mucha sangre y sacrificio ser genuinamente de izquierda cuando dominaban el continente las dictaduras militares.

 Y aunque ahora “derecha” e “izquierda” ya no signifiquen nada, no dejemos que nos roben la historia.

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De dos peligros debe cuidarse el hombre nuevo:
De la derecha cuando es diestra, de la izquierda cuando es siniestra.
—Mario Benedetti 
 

04 marzo 2023

Poesía a borbotones

(Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el domingo 28 de agosto de 2022)

 Cuando Alejandro Pereyra Doria Medina me obsequió en Sucre su libro “Unión mística con la materia en fuga” (2004), me llamó la atención en primer lugar el diseño del libro. La tapa, completamente negra, con diminutas letras en blanco para indicar el nombre del autor, el título general y los títulos de los dos libros que contiene la obra, además de la indicación (que uno pensaría innecesaria): “Libro de poemas”. No hay texto introductorio en la contratapa de esa edición en pequeño formato que encierra más de 120 textos poéticos, algunos con título, otros no.  Adentro, 220 páginas de versos en letra menuda, una corriente de palabras que no cesa, poesía a borbotones: “… un poema extenso, que es todo el libro”.

 La primera impresión es la de un libro en el que el autor ha volcado todo lo que había escrito, una suma caótica de impresiones e imágenes, de relatos y referencias apenas descifrables, siempre autobiográficas, aunque cubiertas por el velo de la privacidad expuesta: ese querer compartir pedazos de la vida sin ser demasiado descriptivo y preciso.

 La primera parte, “Fuego para salir de viaje”, es una descripción frustrada de una fuga a la vez imaginaria y física. Los versos describen el impulso de abandonar una atmósfera opresiva y asfixiante. La cita de Joyce que precede los poemas menciona caminos, grandes buques y países apartados, y “un hechizo de brazos y voces” que invitan a partir, aunque ese viaje transcurra sobre todo en una imaginación febril donde la exploración es sobre todo la del propio lenguaje, antes que desbrozar caminos en tierras ajenas.

 No es casual meter a Joyce como cómplice en el caudal de textos donde las claves que pueden descifrarlos no están al alcance de cualquier lector. Alejandro Pereyra Doria Medina se derrama sobre las hojas de papel en un ejercicio de escritura sin tiempo para respirar, donde teje lo que piensa, lo que siente, lo que vive y lo que quisiera vivir fuera de una realidad que considera mediocre y limitada.

 El autor avisa a sus lectores que los “bloques” que componen el libro “han sido escritos en alta tensión rítmica”, y que por ello mismo demandan “velocidad enérgica en su lectura”. Además, advierte que escribió para liberarse de la angustia de la adolescencia, y por ello sus textos revelan “una época en que primero fui débil, y después muy enojado con las cosas”. No reniega de lo que ha perpetrado, como si fuera un delito, pero apela a la simpatía y tolerancia del lector al adentrarse en este ejercicio que tiene mucho de catarsis.

 Eso es precisamente lo que revela la lectura: un turbión de imágenes íntimas, referencias culturales, ciudades sin contexto, momentos fugaces y menciones de autores, alusiones al imaginario del poeta que los lectores entenderán en diferentes grados, por mucha complicidad y afinidad que inviertan en la lectura. La poesía siempre es críptica, se aparta de la narrativa convencional, pero en este poeta lo es en mayor medida porque su objetivo no es que se entienda lo que dice sino lo que siente.

 No es fácil leer un poemario que el autor ha escrito para sí mismo sin pretender dialogar sino como ejercicio de sanación, para purgar sus fantasmas. Imagino que lectores menos obsesivos que yo han abandonado la lectura luego de algunas páginas o han leído los versos como saltamontes. En mi caso sentí que a medida que me adentraba en la densidad de las palabras y en la tensión que transmite esta escritura testimonial velada, encontraba un mayor valor poético en los textos.

Es cierto que el libro es la expresión de una adolescencia tardía y que la escritura caudalosa tiene altos y bajos, no ha sido tachada, revisada y pulida como se suele hacer antes de publicar una obra, pero quizás en ese material en bruto, plasmado por los impulsos emocionales del autor, radica su valor. Sentí que al avanzar en la lectura a tropiezos, podía encontrar coherencia en la expresión, y una lógica diferente: aquí no están solamente los versos que resultan de la frustración o del enojo, sino que también está plasmado el proceso mismo de creación.  A diferencia de las películas de Alejandro, donde ha invertido mucho tiempo en la edición, aquí no ha querido alterar el ritmo de la expresión original.

 Quizás estamos demasiado acostumbrados (como lectores y como autores) a una poesía cuidadosamente recortada y eficaz, ingeniosa y refinada, amigable y cómplice, y por ello nos sentimos perdidos en el caos poético que propone Pereyra Doria Medina. Pero una vez que asumimos que las comparaciones son odiosas y decidimos buscar la lógica de la escritura en el texto, disfrutamos más lo que queda cuando hacemos abstracción del mundo referencial.

 En última instancia esta obra podría leerse en desorden, como “Rayuela”, porque no importa tanto la temática expuesta como la vibración poética. Esto no significa que se trate de una poesía que evita la realidad, todo lo contrario. La realidad la mira el poeta con un cristal de escepticismo, frustración, a veces amargura y muy poco de humor, porque le duele: “El país se cae a pedazos rompecabezas mal armado fresco en bóveda de la realidad cuyos colores se chorrean”.

 A veces las referencias históricas, geográficas, políticas y culturales se tejen entre sí, pero las más de las veces simplemente se mezclan esperando el pescador que con su anzuelo afilado atrape una idea con sentido (o le de sentido a una idea), en un mundo avasallado por la infodemia y la banalización de los hechos.  El problema es que a veces versos hermosos se pierden en una maraña destemplada por la ira del poeta que rechaza “una vida cómoda microbiana”.

 En el afán de forjar el pensamiento como si pudiera grabarlo mientras ocurre, se produce una avalancha de poemas que no comienzan ni terminan, son instantáneas capturadas al vuelo y plasmadas con tipografía que incluye tipos distintos, mayúsculas, cursivas, negritas, sangrados, espacios y aliteraciones diversas. A momentos, es poesía automática, una tentación dadaísta, como si fuera escrita por varios autores, o por un solo autor con personalidades contradictorias.  

 Artefacto, artilugio, artificio o pirotecnia verbal, no hay nada que entender. La luz está en la copa del poeta y solo él la puede beber hasta la última gota. Esta es una autobiografía precoz que funciona como exorcismo para pasar a otra etapa.

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Fingiré que detengo el tiempo
hasta acostumbrarme y creer
que lo detengo
cada cosa ocurre al dar fe de ella.
—Alejandro Pereyra Doria Medina