28 mayo 2023

La guerra de Jorge Denti

(Publicado en Página Siete el domingo 2 de abril de 2023)

 "Detrás de cada hombre que está vivo hay 30 espíritus, ya que ese es el ratio por el que los muertos superan en número a los vivos", escribió Arthur C. Clarke en su obra clásica, “2001: Odisea en el espacio”.

 Es una pregunta que nos hacemos: ¿hay más muertos que vivos? Según la ciencia, estamos lejos los vivos (8.000 millones) de alcanzar la cifra de muertos en la historia, estimada en más de 110.000 millones por el Population Reference Bureau.

 Estas cosas me vienen a la cabeza cuando fallece alguien que he conocido, lo cual sucede cada vez con mayor frecuencia. No recuerdo muchos nacimientos en los últimos diez años, pero sí innumerables muertes de amigos. Claro, me dirán, son cosas propias de la edad y mi generación ya está haciendo fila.

Jorge Denti @Foto Alfonso Gumucio 

 Todo esto para recordar al cineasta argentino Jorge Denti, con quien tuve amistad en México durante su exilio y el mío, aunque él se fue de Argentina en 1966, cuando todavía no se había desatado la represión de la dictadura de Onganía. El exilio hermana, y eso sucedió entre nosotros y con muchos otros de la comunidad sudamericana y centroamericana acogida en México en las décadas de 1970 y 1980. Yo regresé a Bolivia en 1984 y Jorge se quedó en México hasta su muerte, ocurrida el 8 de diciembre de 2022 a los 79 años de edad. Me enteré casualmente en Francia, y he tardado todo este tiempo en procesar la noticia para escribir sobre él.

 Creo recordar que conocí a Jorge cuando estaba editando en Ciudad de México su documental “Malvinas, historia de traiciones”, en 1983. Estuvimos conversando en la sala de edición donde trabajaba y cuando la obra se estrenó un año después, escribí una nota para el servicio de features de la DPA, la Agencia Alemana de Prensa, donde trabajaba mi amigo “Gato” Salazar.

 “Malvinas, historia de traiciones” fue el primer largometraje documental de Jorge Denti, y también el único documental, en aquel momento, sobre la guerra entre Argentina e Inglaterra, aunque había un par de films de ficción. Antes, como miembro del Grupo Cine de la Base, había realizado el cortometraje “Las AAA son las tres armas: Carta abierta de Rodolfo Walsh a la junta militar” (1979).

 Lo recuerdo bien con su enorme bigote, el cabello alborotado y una voz ronca: “Creo que en Argentina se quiso tapar el problema de las Malvinas. Se decía que la guerra había dejado en el pueblo una herida profunda y que era mejor dejar correr el tiempo. Pero yo pienso que el cine sirve precisamente en estos casos para revivir los hechos y para analizar en profundidad la historia inmediata. Más aún cuando el problema de las Malvinas subsiste, no ha concluido”.

 El reportaje se publicó, como todos los del servicio especial de la DPA, en unos 50 diarios y revistas de América Latina, lo cual apoyó su difusión. Se mostró en Inglaterra en el progresista Channel Four que produjo el film, generando una polémica que llegó incluso al Parlamento Británico. Sin embargo, no se trataba de un film chauvinista, porque tenía el mérito de mostrar que tanto en Argentina como en Inglaterra los gobernantes manipulaban a la opinión pública.

 “La película aporta en el análisis porque muestra a los argentinos las opiniones de sectores del pueblo inglés que no estuvieron de acuerdo con la guerra, particularmente los trabajadores”, comentó Jorge cuando lo entrevisté. El film está disponible en versión íntegra en YouTube.

 Me dijo que tenía un proyecto de largometraje que marcaría su ingreso al terreno de la ficción. El título era “Graffitti” y se trataba de una adaptación de un cuento de Julio Cortázar. Me parece que nunca llegó a concretar ese proyecto y continuó haciendo documentales como “Trece años y un día” (1985), retrato del dramaturgo y periodista Mauricio Rosencof, “Las cuatro estaciones de Eliseo Diego” (1994), “Petróleo, 100 años de historia” (1998), “Juan Gelman y otras cuestiones” (2006), y “La huella del doctor Ernesto Guevara” (2013), una de los más conocidos.

 En esta obra se ocupa del Guevara antes de convertirse en el Che. Es decir, el Che antes de ser el Che. Denti reunió un excelente material de archivo y tuvo mucho esmero en la fotografía y el montaje del documental. Incluso Clarín, el principal diario conservador de Argentina, reconoció su calidad:

 “Digámoslo de una buena vez: estamos hartos del Che Guevara. No es una cuestión ideológica: el hartazgo también alcanza a Borges, a Evita, a Gardel, a Maradona. En fin, estamos hartos de los mitos argentinos y la profusión de libros, películas, programas de televisión (…) Así y todo, hay que reconocer que las toneladas de material que anda dando vueltas por ahí no alcanza a abarcarlos en su totalidad -por algo alcanzaron ese status mitológico- y que de vez en cuando aparece una mirada diferente. Ese es el caso de ‘La huella del Doctor Ernesto Guevara’, documental enfocado en la vida de Ernesto antes de convertirse en el Che: su infancia y adolescencia, su primera juventud y, sobre todo, su segundo viaje por Latinoamérica, ése que quizá lo terminó de decidir a tomar las armas”.

 Cuando nos frecuentamos en México ya tenía en su haber varios documentales de cortometraje realizados en situaciones precarias, como “País verde y herido” (1979) sobre Mario Benedetti,  la producción colectiva “Victoria de un pueblo en armas” (1980) y “La insurrección cultural” (1981), ambas realizadas en la Nicaragua sandinista.

 Algunos títulos no aparecen en las reseñas sobre su obra. Cuando conversamos me habló de “Bolivia, el tiempo de los generales” (1972) que realizó en el marco del Colectivo de Cine del Tercer Mundo, creado un año antes en complicidad con Jorge Giannoni, personaje infaltable en esa época del cine revolucionario porque abrió espacios de coproducción con Renzo Rossellini, el productor italiano que a través de su productora San Diego Cinematográfica apoyó varios proyectos de cineastas de África y América Latina. Fue la época de la conexión del cine de América Latina con Argel.

 No recuerdo su documental sobre Bolivia pero estuvo en La Paz el año 1990, para ser más precisos, el 7 de febrero me visitó en CIMCA y dejó escrito un mensaje en el cuaderno reservado para visitantes ilustres, como él.

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La guerra es lo que ocurre cuando fracasa el lenguaje.
—Mark Twain

 

25 mayo 2023

Les enfants terribles

(Publicado en el suplemento Letra Siete de Página Siete, el domingo 12 de marzo de 2023)

 Los senderos de la literatura son curiosos: alrededor de cada obra se tejen otras historias, ancladas en la realidad, aunque a veces pletóricas de fantasía. Las motivaciones de los escritores se conjugan con las de los lectores y trascienden aquello que contiene la obra entre la tapa y la contratapa.

 ¿Es Jean Cocteau un escritor sobrevalorado? Esa pregunta rondaba mi pensamiento mientras leía “Les enfants terribles” (1929) que nunca había leído antes a pesar de mi larga estadía en Francia durante la década de 1970. O al menos no recuerdo haberla leído. Hay veces que uno olvida los libros que no causan una impresión favorable, puede ser el caso.

 Cocteau me interesó más por la manera como construyó su propio personaje, a la manera de Oscar Wilde. Sus excentricidades, las actividades que le permitían estar constantemente en la cresta de la ola vanguardista, sus incursiones en el abanico casi completo de las artes, y su vida privada (pero bastante pública) labraron el personaje del artista inconforme, experimental, surrealista, homosexual, que posaba (como en las fotos) con extravagancia y refinamiento.

 Era fundamentalmente poeta, pero no dudó en aventurarse en las artes plásticas, en el cine y en la narrativa, sin dejar de ser poeta. Louis Aragon lo calificó como “poeta-orquesta” por esa capacidad de hacer malabares con diferentes formas de expresión artística.

 Me gustan las casualidades y si puedo perseguirlas hasta su desenlace, mejor. Encontré el libro en uno de esos parques de París donde la gente deja ejemplares para que otros los lean, los devuelvan o los cambien por otros libros. De esa manera informal se mantiene el gusto colectivo por la lectura, que es muy fuerte en la sociedad parisina. A nadie se le ocurriría robarse esos libros, como sucedería inmediatamente en Bolivia, una sociedad donde nada se respeta.

 Al abrir la primera página decidí leerlo, porque en el primer párrafo, cuando Cocteau se refiere a la cité Monthiers, un pasaje urbano cerca de la Place de Clichy, describe “Estos hotelitos, peraltados por cristaleras con cortinas de fotógrafo, parecen pertenecer a pintores. Podemos imaginarlos llenos de armas, de brocados, de cuadros que figuran gatos en sus cestos, familias de ministros bolivianos y allí mismo vive el maestro, desconocido, ilustre, abrumado de encargos, de recompensas oficiales, protegido contra la inquietud por el silencio de esta cité provinciana”.

 Esa mención a los “ministros bolivianos” me pareció tan curiosa que me invitó a leer el libro hasta el final, donde no se menciona nunca más los personajes bolivianos, pero sabemos que muchos se hicieron retratar en París, porque eso le daba más prestigio.

 La obra me pareció menor. Un relato de naturaleza cursi no tendría hoy interés y quizás en su época solo lo tuvo por su autor. Es cierto que a través de los personajes de tres adolescentes y otra que se suma después (como en la obra de Dumas), aborda sus temas recurrentes (el amor y la muerte), pero lo hace como un boceto de guion que puede (o no) ser bien aprovechado. De hecho, Jean-Pierre Melville hizo en 1950 un largometraje sobre la obra, aunque los actores parecen mayores que los de la novela. Por una vez, la película es mejor que la novela, y cuenta con la voz en off de Cocteau, el narrador.

 La historia es tan simple como inverosímil: Paul, adolescente enamorado de un compañero del colegio recibe de este, en pleno pecho, una bola de nieve con una piedra adentro. Como resultado de ese golpe simbólicamente frío y cercano al corazón, debe guardar reposo indefinidamente, cuidado por su hermana Elisabeth con la que rivaliza constantemente, y de su amigo Gérard, secretamente enamorado de él. La habitación que comparten (sin que aparezcan adultos en la historia) se convierte en un espacio de rencillas, celos, agresiones, actos amorosos, lealtades y deslealtades, que unen a los personajes en un nudo afectivo indisoluble, que solo la muerte puede resolver.

 Si bien el argumento permitiría un desarrollo más convincente, Cocteau está más interesado en la escritura, en el lenguaje y la expresión poética, que en la narración. Esa prosa poética hace la riqueza de la obra, no así el argumento, que se convierte en una parábola sobre las relaciones de poder, que podría elevarse en registro simbólico a cualquier esfera de la sociedad. Los hechos más importantes, como la muerte de la madre, el matrimonio con Michael y la muerte casi inmediata de este (en un accidente inspirado en el de Isadora Duncan, ocurrido dos años antes), suceden en pocas líneas, como si no interesaran. Los propios personajes los viven sin pestañear, midiendo solamente los beneficios: independencia y dinero.

 Cocteau se solaza en las descripciones de los adolescentes, con frecuencia marcadas por la atracción homosexual. Los juegos a veces peligrosos de estos adolescentes irreverentes y “terribles” trascienden lo anecdótico a través de del lenguaje que convierte lo banal en texto muy estilizado de un narrador externo, no neutro, más bien manipulador de los personajes: Paul (el adolescente enfermo), Gérard (su amigo enamorado), Elisabeth (la hermana un poco mayor motivada por celos enfermizos), y Agathe (la recién llegada que quiebra y reconstruye el trío).  

 La novela está inspirada en hechos que vivió el propio Cocteau en su adolescencia, cuando estudiaba en el Liceo Condorcet, muy cerca del lugar donde se sitúa la apertura de la novela. El tema del suicidio, recurrente, es una referencia a la muerte del padre de Cocteau, pero también de su amiga Jeanne Bourgoint, quien se suicida en 1929, desencadenando con ese acto la escritura de la novela en muy poco tiempo: apenas 17 días, durante una cura de desintoxicación de Cocteau.  Jeanne y Jean Bourgoint, amigos cercanos de Cocteau, son el modelo de Paul y Elisabeth, los personajes centrales de la novela.

 Todo lo que Cocteau producía, desde muy joven, era objeto de interés. Sin embargo, él mismo era consciente de que su forma de expresión principal era la poesía, y veía en su obra derivados como la “poesía gráfica”, la “poesía cinematográfica”, o la “poesía pictórica”. 

 La lectura de esta obra me sirvió de excusa para una buena caminata por los barrios descritos. Estuve en cité Monthiers, que no ha cambiado para nada en todos estos años, y seguí los pasos de Cocteau hasta el Liceo Condorcet, cuya imponente fachada tampoco ha sido alterada por el tiempo.

 Generalmente prefiero estas caminatas en París, alejado de los lugares que frecuentan los turistas. Ya tuve mi dosis de lugares comunes durante más de cinco años que viví en la capital francesa, y no menos de treinta estadías después

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La jeunesse sait ce qu’elle ne veut pas avant de savoir ce qu’elle veut.
—Jean Cocteau
 

 

17 mayo 2023

Vida romántica

(Publicado en el suplemento Ideas de Página Siete el domingo 16 de abril de 2023)

 Uno nunca termina de conocer París, por ello es que cada vez evito los lugares comunes llenos de turistas y trato de caminar por lugares que todavía otorgan a los pasos una sensación de descubrimiento, lo cual no es difícil en una ciudad que ofrece tantos secretos a quienes desean caminarla o “patearla” como dicen algunos.

 Luego de haber vivido, estudiado y trabajado durante más de seis años en la capital francesa, he cruzado el charco (como decía Unamuno) para regresar no menos de 50 veces a lo largo de cinco décadas. Cada vez, he tenido la oportunidad de descubrir algo que no había conocido antes, no solamente porque hay pliegues que se abren cuando uno la mira con nuevos ojos, sino porque la ciudad no es algo estático, se mueve, respira y se transforma.

 La conozco mejor que muchos parisinos porque la he recorrido a pie de cabo a rabo desde el primer día de mi llegada en septiembre de 1972, con una pequeña maleta y 50 dólares en el bolsillo. Ya había estado antes, de adolescente, pero eso no cuenta porque fue con mis padres. Nunca tomé un taxi, desde el día uno usé siempre el metro, aún cuando no hablaba ni una jota de francés. Mi primera adquisición fue la guía de planos de los barrios de París, un libro maravilloso que me permitió llegar en media hora al domicilio de don Adolfo Costa Du Rels en la avenida Kléber. Pero esa es otra historia.

 París es una ciudad seductora. No es la única por supuesto, pero es la que mejor conozco. Creo que el mismo espíritu que condujo mis primeros pasos me animó a conocer a fondo Ciudad de México, Ciudad de Guatemala, Madrid, Nueva York, Roma, Estambul o Praga, aunque en las algunas he vivido años y en otras apenas meses, semanas o días. 

 En París los barrios se conectaron en mi imaginario como un rompecabezas mágico, quizás inspirado por “Rayuela”, esa gran novela de Cortázar. Con ayuda de los libros y de los mapas uno descubre la lógica interna de cada ciudad, lo que se esconde detrás de las apariencias más obvias, y lo que evoluciona con el tiempo para transformar los rasgos anteriores. Algunas ciudades tienen la virtud de envejecer rejuveneciendo al mismo tiempo.

 Mi vida parisina de la década de 1970 transcurrió a los dos lados del Sena, tanto en la Rive Gauche de los estudiantes, como en la Rive Droite. Al cambiar de domicilio seis veces en seis años pude conocer los barrios cercanos a Port Royal, Gobelins y Port d’Italie al sur del Sena, y Les Marais, Republique y Pere-Lachaise, en el lado norte, cada cual con su particular encanto. Nada está realmente lejos. No es difícil atravesar París de norte a sur en dos o tres horas de caminata. La ciudad se deja caminar, no es hostil en ninguno de sus trayectos.

Museo de la vida romántica 

 Cuando mi hija mayor vivía con su familia a dos cuadras de Buttes-Chaumont (uno de los más bellos parques de París), pude conocer mejor los barrios cercanos al estanque de La Villete, que luego se convierte en el Canal de Saint-Martin a medida que sus aguas se acercan al Sena. Tener amigos en diferentes lugares de la ciudad es también una ventaja porque con motivo de visitarlos uno descubre cosas nuevas o que no existían en el radar personal. El mapa de amigos es indispensable.

 Es así que gracias a Zorka Domic, que vive cerca de Pigalle, he podido descubrir cosas interesantes en el barrio de Saint-Georges. Una de ellas es un pequeño museo que queda al fondo de un callejón peatonal: el Museo de la Vida Romántica, que no conocí durante mis primeros seis años de estadía porque recién abrió sus puertas en 1987. París es una ciudad con más de trescientos museos, pero siempre se puede añadir uno a esa lista en la que solamente destacan los más famosos.

En el café del museo, con Zorka Domic 

 Un estrecho pasaje empedrado sobre la calle Chaptal (donde vivieron Serge Gainsbourg y Iannis Xenakis), conduce a un patio lleno de sol y a una casa de dos pisos, con ventanas cuyos marcos de madera han sido pintados de verde pálido, que aloja este particular museo y un pequeño café con sillas metálicas en el jardín, donde uno puede relajarse antes o después de visitar el museo. El conjunto es una experiencia que abstrae de la gran ciudad y hace sentir al visitante en un espacio privilegiado por su serenidad y paz, solo interrumpido por los gritos de los niños durante el recreo en una escuela vecina.

 Algunos asocian el Museo de la Vida Romántica a George Sand, pareja de Frédéric Chopin, pero la escritora no vivió nunca allí, aunque hay tres salas en la planta baja con sus objetos personales. Las vitrinas exhiben pequeños tesoros, no solamente joyas, sino cartas e incluso un mechón de sus cabellos ya blancos, en una pequeña caja ovalada, lujosamente decorada, detrás de la cual se lee: “Cabellos de George Sand, nacida el 5 de julio de 1804, muerta el 8 de junio de 1876”. Todo ha sido cuidadosamente acomodado para que uno se remonte cien años atrás y se deje llevar por los fantasmas que todavía habitan el lugar.

Cartas de George Sand 

 Esta casa señorial la alquiló en 1830 el pintor holandés Ary Scheffer, cuya obra se despliega en el segundo piso, junto a la de otros artistas románticos. Scheffer se instaló allí y convirtió su casa en un centro artístico donde concurrían los viernes escritores como Dickens o Tourgueniev, músicos como Chopin, Rossini y Liszt, y pintores como Théodore Rousseau, Paul Huet y Jules Dupré, cuyas obras habían sido rechazadas por el famoso salón anual de pintura. A su muerte en 1858 su hija Cornélia Scheffer-Marjolin compró la casa para preservar la obra de su padre, cuya pintura se exhibe en varias salas, junto a la de otros artistas románticos. Muchos años después de pasar por varias manos, el Estado se hizo cargo de la casa, para convertir el lugar en el museo que conocemos. Eso sucede cuando hay un Estado fuerte que le otorga importancia a la cultura.

Dibujo de Delacroix dedicado a George Sand 

 Todo lo anterior, y sin entrar en mayor detalle, me hace reflexionar sobre el destino de los artistas en países desarrollados y en otros como el nuestro donde las “urgencias” no son compatibles con el desarrollo cultural. Mientras en muchas ciudades (también de América Latina), las casas de los escritores se convierten en museos y repositorios con archivos y bibliotecas, en Bolivia los escritores mueren sin casa, como sucedió con Jaime Sáenz entre muchos otros cuyos objetos personales han desaparecido. Eso, para mi, es miseria, no es pobreza, por muchos cholets que se iluminen en las noches en la supuesta “ciudad maravilla”.

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Un intelectual es alguien que produce nuevos conocimientos
haciendo uso de su creatividad.
—Umberto Eco