28 abril 2023

Don Carlo

(Publicado en Página Siete el viernes 14 de abril de 2023)

 En la madrugada del 6 de abril falleció en La Paz, a los 108 años de edad, don Carlo de Leonardis, queridísimo amigo de mi padre, de quien heredé una entrañable amistad y la de sus hijas. Don Carlo adoptó y quiso a Bolivia desde que llegó a fines de la década de 1940. Las conversaciones con él eran agradables por su lucidez y su encantadora personalidad.

Don Carlo de Leonardis 

 La primera visita de don Carlo a Bolivia se produjo en 1949, solo por 15 días. Llegó en julio de ese año enviado por la Banca Commerciale Italiana, para explorar junto con el Banco Francés e Italiano para la América del Sur, la posibilidad de hacer sociedad con otras empresas que ejecutaban fondos de la cooperación de Estados Unidos en el mercado regional.

 Llegaba por primera vez, luego de una experiencia centrada sobre todo en el continente africano. Había trabajado como profesional en Kenia, Uganda, Somalia, Tanganika (hoy Congo) y Eritrea. Durante la Segunda Guerra Mundial fue oficial en el batallón de ingenieros del ejército italiano, en el frente de guerra entre Somalia y Kenia, sobre el rio Juba. Participó en algunos combates con tropas inglesas y sudafricanas, hasta marzo de 1941, cuando los italianos fueron rebasados.

 Aunque nació en el norte de Italia, en Brescia, junto al lago de Garda, solía precisar que fue casi por casualidad, ya que su madre y una hermana nacieron en África y vivían allí. Su educación primaria y secundaria la hizo en Eritrea, y la universidad en Italia, donde estudió ciencias económicas y comerciales en el Instituto Técnico Superior de Bari. La familia permaneció en África hasta que Italia perdió sus territorios coloniales.

Se suponía que su primer viaje a Bolivia no iba a prolongarse, pero un concurso de circunstancias lo hizo regresar, y luego quedarse aquí por el resto de su vida. Después de la Revolución de 1952 fue nombrado delegado y representante de la empresa italiana de ingeniería Techint y de la Fiat, pero otro factor fue el determinante: encontró a Julia, una cruceña que fue su esposa y compañera inseparable hasta su muerte. “El año 1952 fue un año especial porque nosotros hicimos la revolución y usted se casó”, le recordaba mi padre.

 Se conocieron a mediados de la década de 1950, cuando mi padre era presidente de la Corporación Boliviana de Fomento (CBF) y don Carlo representante de Techint. Su primer encuentro no fue precisamente auspicioso de la amistad que luego iban a construir. 

 El grupo Techint tenía un contrato para construir el puente sobre el rio Grande entre Pailas y Pailón, una obra de importancia porque mide 1.200 metros de largo. Don Carlo recordaba que recibió un día una convocatoria de la Corporación Boliviana de Fomento (CBF) para hablar con el presidente de la institución. “Una linda mañana” acudió a la cita que comenzó con mal pie, porque mi padre le espetó que Techint debía dejar de interferir con los trabajos que en ese momento se realizaban en el puente sobre el río Piraí, a cargo de otra empresa. El malentendido había surgido por la denuncia de un ingeniero de la empresa gringa, culpando a Techint de llevarse a los mejores obreros. La acusación no era cierta, según pudo demostrar don Carlo en un par de días, luego de un viaje de inspección a Santa Cruz.

Barbara y don Carlos de Leonardis 

 A pesar de ese mal comienzo, se inició allí una amistad que duró lo que duró la vida de mi padre, que falleció en 1981 a los 67 años de edad. Gracias a la proximidad de ambos en Obrajes, a apenas dos cuadras de distancia, se reunían con frecuencia en los años postreros de la vida de mi padre. Por esa amistad mis conversaciones con don Carlo eran siempre edificantes. Además, tenía una memoria prodigiosa. Recordaba los detalles con seguridad absoluta, como si los nombres, los lugares y las fechas no hubieran envejecido con el tiempo. Incluso en sus últimos días, con un siglo y ocho años de yapa, con el cuerpo cansado y con sus días malos y sus días buenos, mantenía su mente lúcida. Voy a conservar de él la impresión de nuestro último encuentro, apenas cinco días antes de su muerte. Aunque no oía bien, participaba en la conversación con Babi y Micha, sus hijas, mientras se gratificaba con un poco de vino a la hora del almuerzo. Esa última sonrisa del brindis, un tanto pícara, es lo que me queda.

 Me honró muchas veces con comentarios sobre mi padre: “Considero que la amistad con Alfonso Gumucio Reyes hace parte del patrimonio de mi vida”, me dijo en 2015. “Era un hombre sincero, abierto, un hombre político que se desmarcaba de los políticos que yo había conocido en ese entonces”. “La discusión con Alfonso no tenía ninguna traza de demagogia. Siempre pensaba en función de su Bolivia”, recordaba don Carlo, y añadía: “Era un hombre cristalino, que se mantuvo al margen de todo tipo de acciones que pudieran ser mínimamente observadas”.

 Aquello que decía de mi padre podía perfectamente aplicarse al mismo don Carlo: un código de conducta intachable a lo largo de su vida.

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No extrañéis, dulces amigos, que esté mi frente arrugada:
yo vivo en paz con los hombres y en guerra con mis entrañas.
—Antonio Machado
 

25 abril 2023

La firma del millón

(Publicado en Página Siete el viernes 31 de marzo de 2023)

 No hay nada más triste que el síndrome del esclavo que no se rebela: un país sometido por un sistema de injusticia, y que parece no darse cuenta de ello. Peor aún, un esclavo que concilia con sus verdugos.

Dibujo de ©Abecor 

 La distorsión de la no-justicia que se vive en Bolivia tiene su origen en las elecciones judiciales de 2017. En aquella oportunidad más del 70% votamos nulo o en blanco, de manera que los magistrados nominados por el MAS por afinidad política (casi todos ellos habían sido ya funcionarios del Estado masista), fueron elegidos con porcentajes ridículos: 10% o 12% de votos, o menos. No valió de nada el voto de censura de la mayoría que se expresó claramente en contra de la manipulación autoritaria de Evo Morales, el prepotente cacique acostumbrado a tener de rodillas al sistema judicial.

 Ahí está el origen de la podredumbre de la justicia en Bolivia, donde no existe ninguna independencia del poder Judicial sino una supeditación absoluta a los designios del poder Ejecutivo, como en Nicaragua o Venezuela.

Amalia Pando en una mesa de firmas

 Deduzco que 400 mil empleados públicos y sus familias tienen miedo de perder su fuente de ingreso. Por algo los gobiernos del MAS hicieron crecer la burocracia como nunca antes en la historia: la multiplicaron por cuatro para mantener a un ejército de servidores civiles inútiles pero obsecuentes, a quienes humillan día a día obligando a salir en manifestaciones de apoyo al gobierno, quitándoles parte de sus salarios o pidiéndoles “cuotas” (sin recibo) para el partido que ha asaltado el Estado.

 Contra todo ese sistema de injusticia que impera en el país, que nunca fue bueno pero que se ha deteriorado hasta el límite de lo grotesco en tiempos del MAS, debemos todos firmar la iniciativa de los juristas independientes para mejorar el proceso de selección de magistrados.

Amparo Carvajal acompaña las firmas

 Contrariamente a quienes al oponerse le hacen un favor al MAS, los cambios que se quieren lograr a través de un referendo no alteran aspectos fundamentales de la Constitución Política del Estado (CPE), pero la mejoran. Toda constitución es perfectible, y en el caso de la Constitución boliviana no habría realmente razón para defender a brazo partido una CPE que fue forzada por el MAS y aprobada entre gallos y media noche en un cuartel. Me hace gracia que algunos amigos que se autodenominan anarquistas defiendan esa Constitución, alejándose de cualquier principio libertario que considera al Estado como una entidad opresora.

Juan del Granado y juristas independientes

 ¿Qué hay en una firma? Alguna gente es muy celosa de su firma, pero también hay mucha gente miedosa. Bajo regímenes autoritarios siempre se dan los dos perfiles: gente que participa activamente y se la juega contra las dictaduras, y gente que se hace el quite a la lucha, pero no puede impedir que salga a relucir su cobardía y su complicidad.

 Aquí no hay donde perderse: nadie, realmente nadie, puede decir que está conforme con la justicia en Bolivia. Ni el propio gobierno se atreve a hacer una afirmación de esa naturaleza. Dentro del MAS llueven acusaciones entre los diferentes sectores, sobre las falencias y la corrupción en el sistema de justicia.

 Sin embargo, hay gente que no quiere firmar, ya sea por miedo o porque en el fondo (y en la forma) le conviene una justicia en la que se pueden comprar jueces, fiscales, abogados. Muchísimos usan esa justicia corrupta para enriquecerse, o porque les permite violar las leyes, y salir bien librados de juicios civiles y penales.

 Frente a esa corrupción generalizada no sólo en el sistema de justicia sino en la sociedad boliviana en general, es nuestro deber ciudadano firmar para alcanzar el millón y medio de firmas que requiere la reforma de la justicia. El Tribunal Supremo Electoral (TSE), que es otro nido de masistas, ha puesto la vara muy alta y múltiples trampas en el camino para impedir que lleguemos a esa cifra, pero cada firma vale millones, así que firmemos todos por una Bolivia más justa.

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La justicia sobre la fuerza, es la impotencia,
la fuerza sin justicia es tiranía.
Blaise Pascal

 

22 abril 2023

Impresentables

(Publicado el domingo 26 de febrero de 2023 en el suplemento Ideas de Página Siete)

 En Bolivia se publican más libros de los que se leen. El promedio de lectura de los bolivianos está por debajo de un libro por año, es decir, muy inferior al promedio regional y lejos del promedio de países como India, Tailandia, China, Filipinas o Egipto, donde se lee incluso más que en Europa. Todos nuestros vecinos leen más que nosotros. Chile: 5.3 libros por año, Perú: 3.3, Brasil: 2.5, Argentina: 1.6. No cabe la menor duda de que estamos como estamos porque nos cubre un gran manto de ignorancia. Hasta el vicepresidente y la ministra de Culturas son enemigos de los libros. Lo dicen con soltura, haciendo gala de su mediocridad. 

 Podríamos pensar que la abundancia de nuevos libros publicados en Bolivia es una señal de salud de la actividad intelectual, ya sea en el campo de la creación literaria (a puro pulmón) como de la investigación (financiada a veces por fundaciones), pero, por otro lado, ¿de qué sirven tantos libros interesantes si este es el país donde menos se lee en la región latinoamericana? 

 Tenemos numerosos autores de poesía o de narrativa que sin ningún estímulo se dedican a crear, e investigadores y ensayistas que, con suerte, consiguen apoyo de instituciones para publicar (y a veces para investigar), pero un sentimiento de frustración se apodera de quienes alguna vez creímos que publicar un libro podía hacer la diferencia y contribuir en algo a la cultura nacional: ya nadie lee, ya nadie cultiva una biblioteca personal.

 Por eso estamos librados a la ilusión de las presentaciones de libros, donde autores y comentaristas se reúnen con un público generalmente conformado por amigos, familiares y algunos lectores contumaces. A pesar del esfuerzo y de la solidaridad manifiesta, hay muchas presentaciones impresentables, donde el entusiasmo de los presentadores y de la audiencia intenta reforzar el espejismo de un país culto. Con frecuencia, las más de las veces, son presentaciones largas y aburridas.

 Ninguna presentación de un libro debería durar más de 60 minutos, de principio a fin, y ningún presentador o autor debería hablar más de 4 mil caracteres (6 mil en casos excepcionales), es decir, 750 a 1000 palabras, la extensión de una columna de opinión en la prensa. Si se puede opinar sobre política o cualquier otro tema en mil palabras, no hay razón para que la introducción oral a un libro dure más. Mil palabras (dos páginas a renglón seguido) se leen en 10 minutos a un ritmo pausado, 7.7 minutos a un ritmo normal y 6.3 minutos a un ritmo rápido. Por encima de esos tiempos y número de palabras, se comete un exceso que puede incomodar al auditorio.

 Con la edad me he vuelto menos tolerante con quienes se enamoran de su propia palabra y les cuesta dejarla a tiempo. Mi umbral de resistencia se consume rápidamente, sobre todo cuando siento que el orador está hablando para sí mismo o sí misma, antes que para la audiencia.

 Casi todos empiezan con palabras de agradecimiento que a veces consumen los dos o tres minutos iniciales: al editor, al autor, al público asistente, a los otros oradores, etc. Y luego viene algo así: "No tengo casi nada a añadir a lo que han expresado los ilustres oradores que me han precedido", o "me voy a limitar a señalar simplemente un par de aspectos de esta magnifica obra", o "quisiera brevemente subrayar aquello que me ha sorprendido más en este libro"...

 Lo interesante es que luego de 15 minutos o más sin interrupción, el orador añade frases que al escucharlas ponen al auditorio en guardia: "quiero concluir con tres (o cuatro, o cinco) reflexiones que me deja la obra", o "lo último que quiero añadir", o "para terminar..."  Lo cual nunca sucede como se ha anunciado. La perorata sigue hasta que se repite por tercera vez: “Para terminar...”.

 Generalmente sucede lo contrario de lo que promete el que habla: la monserga continúa interminablemente con la oferta (cada cinco minutos) de concluir el discurso. Así se llega fácilmente a 25 o 30 minutos, como si se tratara de una ponencia en un congreso o de una clase académica. Por supuesto que hay expositores brillantes, que hacen de esos minutos una delicia, pero son pocos.

 Siempre he pensado que es una falta de respeto de los primeros que hablan, con relación a los que hablan al final, robarles diez o quince minutos de su tiempo, o dejarles una audiencia cansada que solo espera el momento en que el acto concluya de una vez para poder comprar el libro y conversar con el autor entre una copa de vino y un canapé.

 No niego que las presentaciones son necesarias para dar a conocer las obras que se publican, y acercar a los autores a los lectores. También es una oportunidad para ver amigos, para reencontrar a ese colectivo de seres humanos que tiene inquietudes y curiosidades comunes.

 Lo que no me cuaja son las presentaciones donde los oradores no dicen nada que esté fuera del libro, no aportan nada, incuso a veces leen largos párrafos de la obra presentada, quitándole al potencial lector el placer de hacerlo por sí mismo.

 Bastaría que los presentadores cuenten alguna anécdota interesante sobre el autor, algo que el público y el potencial lector todavía no sabe, ni sabrá leyendo la obra. Si los oradores, en lugar de describir la obra, se limitaran a destacar un solo aspecto para interesar a la audiencia, las largas presentaciones no serían tan pesadas. Los únicos que aguantan hasta el final son los tagarotes que esperan el vino de honor y no compran el libro.

 De pie o sentado, el cansancio llega rápido mientras los enamorados de su propia palabra siguen ilustrándonos sobre su amplia sapiencia.

 Con esto ya escribí 967 palabras y la última que quiero añadir es: gracias.

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Hoy no paré de trabajar: por la mañana, puse una coma y,
por la tarde, volví a quitarla
—Oscar Wilde.
 

19 abril 2023

El primer Saura

(Publicado en Los Tiempos el domingo 19 de febrero de 2023)

Carlos Saura ©Foto Antonio Castro

 Carlos Saura Atarés falleció en Madrid el 10 de febrero de 2023 a los 91 años de edad, un día antes de que los Premios Goya le hicieran un homenaje por su inmensa carrera como cineasta, con la entrega de un Goya de Honor. Parece que su personalidad poco afecta a la figuración y al brillo de los reflectores, lo hizo adelantarse.

 En las generaciones más jóvenes de aficionados al cine o cineastas, muy pocos pueden medir la dimensión de Carlos Saura como director de cine. Yo sí puedo, porque me tocó vivir en España en 1971-1972, durante los años finales de la dictadura de Franco, y luego en Francia, donde vi las películas de Saura que en España se topaban con la censura.

Buñuel y Saura 

 El gran mérito de Carlos Saura es que nunca quiso abandonar España, y que su producción más extraordinaria (a mi juicio) la hizo precisamente durante los años finales del franquismo. Mientras Luis Buñuel (a quien Saura admiraba profundamente) hizo la mayor parte de su carrera como cineasta fuera de España, y otros talentosos cineastas españoles abandonaron el cine por las dificultades que encontraban para trabajar en su país, Saura logró realizar películas de extraordinaria importancia, aunque más tarde renegó de algunas de ellas, inexplicablemente.

 Tuve la suerte de ver muchas películas de Saura en parís, mientras estudiaba cine en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos (IDHEC), la gran escuela de cine europea, tan selectiva que solo admitía 22
estudiantes por año. Éramos privilegiados ya que nos daban un carnet para ingresar gratuitamente a todas las salas de cine de París, lo que nos permitía ver dos o tres películas cada día.

 Sobre cada película me hice la disciplina de escribir un comentario de dos páginas, y sobre esa primera etapa de Saura tuve el privilegio de ver la obra que dirigió durante la década final del franquismo, y escribir sobre “La caza” (1965), “Peppermint frappé” (1967), “Ana y los lobos” (1972), “La prima Angélica” (1972), “Cría cuervos” (1975) y “Elisa vida mía” (1977) que dirigió después de la muerte de Francisco Franco.

Críticías que escribí sobre filmes de Saura en la década de 1970

 Todas estas películas producidas por Elías Querejeta cuentan con un equipo técnico y  artístico formidable, con Luis Cuadrado en la dirección de fotografía (Theo Escamilla en las últimas), guiones de Rafael Azcona, montaje de Pablo G. del Amo, música de Luis de Pablo y las interpretaciones de actrices y actores tan destacados como José Luis López Vásquez, Fernando Fernán Gómez, Rafaela Aparicio, Ana Torrent, Fernando Rey, Héctor Alterio y la inefable Geraldine Chaplin, compañera de vida de Saura entre 1967 y 1979, que aparece en muchas de sus obras, incluso en alguna donde sobra.

 Luego de cincuenta años he desempolvado esos cometarios que escribí a máquina, fechados entre 1973 y 1977, y al releerlos he recuperado la memoria sobre la importancia de este cineasta cuya obra ya no seguí tan rigurosamente después, aunque realizó medio centenar de películas, casi todas relacionadas con la música y específicamente la danza: “Bodas de sangre” (1981), “Carmen” (1983), “El amor brujo” (1986), “Sevillanas” (1992), “Tango” (1998), “Salomé” (2002), “Iberia” (2005), “Fados” (2007), “Jota de Saura” (2016), entre otras.  Sin duda, la danza lo sedujo y hay un antes y un después en la obra de Saura desde 1980.

 El periodo que más me interesa es precisamente el que él quiso rechazar más tarde en una entrevista con Augusto M. Torres y Vicente Molina Foix: “Hoy, para mí, ‘La prima Angélica’ es la prehistoria”, dijo en esa oportunidad. Yo añadí al respecto en un comentario: “Si ese gran film de Saura es la prehistoria de su producción, no cabe la menor duda de que ‘Elisa, vida mía’ es la Edad Media. Esperemos la llegada del Renacimiento”.

“La caza"

 Muy pocos entenderán el valor de las películas de Saura realizadas durante el franquismo, cuando se ejercía una drástica censura sobre el cine, y todos los guiones debían ser presentados y aprobados previamente por la dictadura. Eso obligaba a los creadores (no solo a los cineastas) a emplear un lenguaje que hábilmente transparentaba sus ideas a través de la imagen y los diálogos, sin necesidad de emplear alusiones directas a la dictadura o a la Guerra Civil que había encumbrado en el poder al “Generalísimo” Francisco Franco durante 39 años.

 Con su primer largometraje “Los golfos” (1959), Saura intentó adscribirse al neorrealismo italiano de la posguerra. No le fue bien con “Llanto por un bandido” (1964) a pesar del reparto estelar que incluía a Paco Rabal, Lea Massari, Philippe Leroy, Lino Ventura Antonio Buero Vallejo y al propio Luis Buñuel. “Después de este film yo no quería hacer otro que no pudiese controlar totalmente”, dijo cuando terminó de dirigir “La caza”, una extraordinaria parábola sobre la guerra civil, a través de un grupo de amigos que van a cazar conejos. Toda la crueldad de la guerra se refleja a través de amigos cuyo pasado fascista se adivina en los diálogos y en la violencia contenida en sus relaciones, que deriva en la confrontación y el asesinato entre los personajes. Es una metáfora extraordinaria de la guerra, pero hay que saber de historia para hacer una lectura de segundo nivel.

José Luis López Vásquez en "El jardín de las delicias” 

 Sus películas subsiguientes tienen un estilo inconfundible donde las alegorías sirven para ejercer una crítica despiadada a la guerra, a la dictadura, a la religión y a los militares, sin necesidad de decirlo con todas sus letras.

 En “Peppermint frappé”, que dedica a Luis Buñuel, anuncia “El jardín de las delicias” y las otras cintas que trabajan el tema de la memoria familiar. Los que recuerdan o no recuerda, los inmovilizados por la parálisis y los más jóvenes, son parte de un discurso que habla de la desmemoria de la guerra, de la negación y de la decisión de vivir “en paz” en dictadura, lo cual suele suceder en muchos países donde un gobierno autoritario se instala demasiado tiempo.

Ana Torrent y Geraldine Chaplin en “Cría cuervos"

 El símbolo y la parábola caracterizan también a “Ana y los lobos”, que Saura calificó en su momento como “un salto al vacío”. Los tres poderes de la España franquista, el ejército, la iglesia y la burguesía, son desnudados en esta y otras dos obras de la trilogía que parece inspirarse en la fantasía y el simbolismo cruel de Jheronimus Bosch (el Bosco). El inmenso jardín de la casa donde transcurre la historia es una parábola de la España quebrada después de la guerra, la invalidez y los resentimientos que no cicatrizan. La España de negro, como viste siempre la madre, es una alegoría clara.

 Sobre el siguiente film, “La prima Angélica”, escribí con entusiasmo en 1974, colocando a Saura por encima de las corrientes de cine en boga en aquellos años: “Pocos realizadores como Saura, tan honestos, correctos, puros, tan consecuentes en su línea y en su evolución”.

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He hecho películas para expresar una violencia personal, para no matar.
—Carlos Saura
 

15 abril 2023

Ernaux a primera vista

(Publicado en el suplemento Letra Siete de Página Siete, el domingo 21 de febrero de 2023)

 No me apena confesar que no había leído nada de Annie Ernaux, la escritora francesa de 82 años reconocida a fines del 2022 con el Nobel de Literatura. Es más, su nombre no estaba en mi cabeza, no recuerdo haberlo escuchado antes, tuve que buscar en San Google algo de información para saber qué obras había publicado.

 Por casualidad, en el dormitorio de mi nieta mayor, en Paris, encontré “La place” (1983) que a pesar del premio Renaudot que obtuvo en 1984, no ha terminado de convencerme. Quizás sus obras anteriores ya la habían hecho tan famosa que era una apuesta comercial segura para sus editores.

 Me enteré que apenas diez años antes de esta obra publicó la primera, “Les armoires vides” (1974), y otras dos novelas autobiográficas en 1977 y en 1981. Después de “La place” otras diez obras, en su mayoría prolongaciones de su quehacer autobiográfico.

 Cuesta clasificar a “La place” como una novela. Es decir, podría ser perfectamente una novela si no supiéramos que es un relato ajustado a la realidad, una suerte de testimonio tardío sobre su padre, que murió en 1967 a los 67 años. Era un “brave type”, es decir, un buen hombre que surgió desde la pobreza más pronunciada entre las dos guerras mundiales (muy joven para participar en la primera y muy viejo para la segunda), y pasó de ser campesino como su padre, luego obrero con horario de salida y entrada, y finalmente pequeño comerciante, propietario de una tienda y café que atendía con su esposa.

 La propia autora da cuenta de cierta resistencia que sintió al principio para escribir una novela sobre su padre. Lo que hizo, una vez más, fue contar las cosas como la recordaba, con pocos adornos, sin metáforas, en un lenguaje directo y limpio, correcto pero carente de propuesta literaria: “… comencé una novela donde él era el personaje principal. Sensación de disgusto en la mitad del relato”. Poco después quedó claro que una novela era “imposible”.

 Por ello, la narración es una crónica de la memoria retenida o reinventada, donde sobresalen los detalles que sobre su padre percibió cuando era niña, y que ya adulta (y además profesora de literatura), procesó en forma narrativa, con cierto desapego del personaje, sin mucha pasión, como si hablara de un personaje inventado y ajeno.

 Me hice una pregunta a lo largo de la lectura: ¿qué hay de especial en esta vida que tantos europeos vivieron en las mismas circunstancias en la primera mitad del siglo pasado en miles de pueblos a los que uno podría referirse con una mayúscula inicial y tres puntos suspensivos? La respuesta es: ninguna. El personaje no tiene mayor trascendencia, representa a cientos de miles con ese mismo origen y con esa misma trayectoria de superación. Y el estilo de narración no hace más interesante el relato.

 Lo del pueblo natal con la letra Y y los puntos suspensivos es justamente una manera de referirse a un lugar cualquiera, que podría estar en cualquier punto del mapa de Europa, aunque por la biografía de la autora sabemos que se trata de Yvetot, en Normandía, entre Le Havre y Rouen. No nombrar el pueblo en el que sucede la mayor parte de la historia es una manera de decir que podría suceder en cualquier otra parte, del mismo modo que no llama por su nombre a su padre, porque es un hombre como cualquier otro en esa misma circunstancia.

 Entonces, lo que me queda de este relato biográfico es la caracterización de las clases sociales, que seguramente ya ha sido abordada en ensayos y novelas, pero no deja de contener apuntes interesantes, por ejemplo, los sentimientos de inferioridad que dominan a la familia a medida que asciende socialmente. Utilizo la palabra “asciende” con plena conciencia de que “en teoría” ser campesino no es mejor ni peor que ser obrero o comerciante, pero en la obra queda claro que lo es, porque así lo vive la familia.

 A medida que asciende en la escala social y mejora sus condiciones materiales en la vida cotidiana, predomina esa inseguridad que hace que el padre adopte una extrema cautela para interactuar con quienes pueden interpelarlo sobre su origen o sobre su educación. “¿Qué van a pensar de nosotros?”, es la pregunta que se hace íntimamente: “Regla: frustrar constantemente la mirada crítica de los demás, con amabilidad, con ausencia de opinión, con cuidado minucioso a los humores que corren el riesgo de alcanzarnos”, escribe Annie Ernaux.

 Surge así una suerte de manual de etiqueta no escrito, aprendido sobre la marcha, donde hay cosas que no se deben preguntar, lugares que no se deben mirar, visitas que no se deben hacer sin ser invitado. La curiosidad más inofensiva debe ser reprimida, por el riesgo de incomodar a otros. La prudencia se convierte en un suavizante en las relaciones con otros considerados de un estrato social superior. Aún en ese pueblo minúsculo de Normandía, hay clases sociales bien marcadas.

 Quizás otro aspecto interesante de la obra, ya que estamos en la tarea de rescatar lo bueno, es que incluye comentarios de la autora sobre el proceso mismo de escribir el libro, sobre todo al comenzar y cuando se acerca al final. El principio y el final se cierran como un círculo, ya que el relato comienza y termina con la descripción de la muerte del padre. Esos comentarios son una manera de aproximarse con confidencias al lector, atraído por la desenvoltura con que la autora lo hace partícipe de su intimidad creativa.

 Me aventuro a pronosticar que, como ha sucedido con más de la mitad de los premios Nobel de Literatura, dentro de algunos años pocos leerán la obra de Annie Ernaux.

 Un dato que llamó mi atención en su actividad creativa es la película “Los años Súper 8”, que realizó con su hijo David Ernaux-Briot y presentó en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes en 2022 (meses antes de la atribución del Nobel de Literatura). El film es un montaje de películas familiares en Súper 8 filmadas por su ex marido Philippe Ernaux, y lo más importante es que cuenta con un comentario revelador sobre la intimidad familiar, en la propia voz de Annie Ernaux. Las filmaciones corresponden (no es un dato menor) al tiempo en que Ernaux escribía su primera obra, “Los armarios vacíos”, que adelantan la crisis familiar que vivía.

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Si je ne les écris pas, les choses ne sont pas allées jusqu'à leur terme,
elles ont été seulement vécues.
—Annie Ernaux
 

09 abril 2023

Comandante Dos

(Publicado en Página Siete el sábado 17 de febrero de 2023)

 Entre los 222 presos políticos nicaragüenses que la dictadura de Ortega-Murillo envió al exilio el jueves 9 de febrero de 2023, está Dora María Téllez, una de las comandantes guerrilleras del sandinismo, también conocida como Comandante Dos. Tenía 22 años cuando participó en el asalto y captura del Palacio Nacional de Nicaragua junto a Edén Pastora, el Comandante Cero, exigiendo la libertad de los presos políticos. Ese fue el principio del fin de la dictadura de Somoza.

Dora María Téllez ©Foto Alfonso Gumucio 

 Conocí a Dora María Téllez en 1980 en Managua, en casa de Jaime Balcázar, en el barrio residencial de Las Colinas. Jaime era entonces representante de Naciones Unidas en Nicaragua, y apoyaba decididamente el proceso revolucionario que había ocupado el poder un año antes. Eran tiempos de entusiasmo y compromiso, y quienes no lo vivieron no pueden entender la diferencia que existe entre el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) del año 1979, y la cruel dictadura instaurada ahora por Daniel Ortega y Rosario Murillo, peores que la dinastía de Somoza.

 Dora María (Matagalpa, 1955) es cinco años menor que yo, de manera que aquella noche en casa de Jaime Balcázar, ella tenía apenas 24 años y como era menuda y esbozaba una cara soñadora y melancólica, parecía una adolescente en uniforme de fatiga, con una pistola al cinto y su escolta de seguridad afuera. No dudo que tuvo que escoger el uniforme más chico para que se ajustara a su cuerpo.

 Aún en esa juventud algo tímida, me impresionó su determinación tanto como su sencillez y su sinceridad. No se me olvida una de sus frases, que cito de memoria, tal como la recuerdo: “Cada día me levanto y me miro en el espejo, y me sorprendo de seguir viva”.

 Ahora, 43 años más tarde, cuando fue expulsada de Nicaragua por la dictadura danielista (que nada tiene que ver con el sandinismo original) luego de 605 días de estar presa y aislada, dijo en entrevista con El País: “Cada día que no me ahorcaba era un triunfo sobre Ortega”.

 Téllez integró durante la guerrilla una de las tres tendencias que buscaban el derrocamiento de la dictadura de Somoza. Pertenecía a la tendencia tercerista o insurreccional cuya Dirección Nacional estaba representada por tres comandantes: Daniel Ortega, Humberto Ortega y el mexicano Víctor Tirado López. Es una paradoja (o quizás no) que Daniel Ortega, de la misma tendencia, la haya perseguido con tanta crueldad. El hermano de Daniel, Humberto, uno de los empresarios más ricos de Costa Rica, está ahora enfrentado a la dictadura. En la tendencia Proletaria, estaban los comandantes Jaime Weelock, Luis Carrión y Carlos Núñez, y la tendencia de la Guerra Popular Prolongada, era dirigida por los comandantes: Bayardo Arce, Tomas Borge y Henry Ruiz.

 Los nueve comandantes de las tres tendencias se unieron en la jefatura del FSLN como comandantes de la Revolución, y tuve oportunidad de conocer a casi todos durante el año que trabajé en Nicaragua (1980-1981). La vida da muchas vueltas, varios de ellos se enriquecieron con la “piñata” y revelaron su condición de malas personas y corruptos (Borge, Bayardo, Ortega), y otros se han mantenido firmes en sus convicciones y su honestidad, entre ellos Henry Ruiz, “Modesto”, con quien tengo el orgullo de haber trabajado cuando era ministro de Planificación.

 De Dora María Téllez conservo las fotos que le tomé en la Plaza de la Revolución, el 23 de marzo de 1980, hace 43 años, el día del lanzamiento de la gran Campaña de Alfabetización. La foto la muestra pensativa y ojerosa, inclinada hacia adelante, apoyada sobre la baranda del podio improvisado para el acto, junto a otros comandantes guerrilleros. En su uniforme verde olivo y su gorra del Ejército Popular Sandinista (EPS) no lleva ni galones ni insignias, apenas su apellido sobre el bolsillo izquierdo, junto al corazón.  

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Siento que soy consecuente conmigo misma y con la joven que yo era. Me coloco frente a aquella joven guerrillera y siento que no la he defraudado.
—Dora María Téllez 
 

03 abril 2023

Documentales de Kitula Liberman

(Publicado en Página Siete el domingo 5 de febrero de 2023)

 La actividad cinematográfica de Kitula Liberman se conoce poco, y sin embargo desde el año 2005 ha realizado media docena de películas documentales que deberíamos conocer para incorporar su obra en nuestro mapa del cine boliviano de las décadas recientes.

Los ecos del fuego 

 Kitula realizó “Los ecos del fuego” (2005, 29 minutos), donde aborda un hecho relacionado con los hechos del “funesto febrero de 2003”, cuando se produjo el enfrentamiento entre la policía y el ejército en plena plaza Murillo de La Paz, y el vandalismo mezclado con el descontento político arrasó en El Alto con la alcaldía que los vecinos intentaron defender infructuosamente de un incendio provocado que destruyó sus instalaciones completamente.

 El documental aborda la violencia irracional de esos días (que lamentablemente está enraizada en las reacciones colectivas de los bolivianos cuando la masa se convierte en un curioso animal depredador), a través de un hecho que podría convertirse en una metáfora de salvación y sanación colectiva: los estudiantes de la Orquesta Municipal de El Alto, dirigida por Fredy Céspedes, arriesgan sus vidas para salvar los 200 instrumentos que estaban guardados en la Alcaldía.

Los ecos del fuego

 Los hechos reconstruidos, a veces con secuencias de ficción (no muy bien logradas en cuanto a la puesta en escena), se elevan a la categoría de símbolo con un mensaje de paz y racionalidad: el arte y la educación pueden salvar a la juventud de la violencia y el vandalismo.

 A través de entrevistas con profesores y estudiantes de música que vivieron esos momentos tan difíciles como incomprensibles, se comprueba que la nobleza de espíritu y el uso de la razón contra la violencia, se han incorporado como valores en aquellas personas que redimen a la sociedad en su conjunto a través del arte, en este caso a través de la música.

 El documental incluye imágenes (fotografía de Guillermo Ruiz) muy emotivas de los músicos de la Orquesta Municipal de El Alto, quienes luego del incendio continúan ensayando en los espacios destruidos de la alcaldía, reivindicando su derecho a la paz y al arte. La última secuencia muestra un concierto en una iglesia, prueba de que hay una juventud en El Alto que no está de acuerdo con el vandalismo y la delincuencia que en el imaginario colectivo caracteriza a esa ciudad.

Pan y forraje 

 La vida ha llevado a Kitula Liberman a vivir en otros países, y le ha permitido realizar películas en República Dominicana y en Haití, una isla donde me ha tocado vivir y trabajar durante tres años, y que conozco bastante bien. En “Pan y forraje” (2008, 28 min.), la cineasta aborda el testimonio de Luis Santiago Méndez, un carretero urbano que junto a su hijo “Pochi” recorre Santo Domingo vendiendo fruta del mercado. Ni la carreta ni el caballo le pertenecen, simplemente es un “conductor” que se ha ganado la confianza del dueño de los caballos y de la asociación de vendedores ambulantes. Es un hombre pobre que vive su cotidianeidad con enorme dignidad y reflexiona sobre su vida mientras recorre las calles con la cadencia lenta de la carreta.

Pan y forraje

Cada día, Luis trae a su casa el sustento para mantener una familia numerosa, pero no es solo ese esfuerzo y esa vida en el límite de la pobreza lo que hace interesante el documental, sino la dignidad del relato del personaje y su interacción con la sociedad que lo rodea. Luis dice que tiene cinco caras diferentes para enfrentar la vida. La primera es la cara familiar, que es la más íntima, la del padre cariñoso y dedicado. La segunda es la cara dura que usa para hacer su trabajo en el mercado, donde compra la fruta de los mayoristas. Su cara se transfigura en una cara amable para tratar con sus clientes más fieles, convertidos en amigos. Tiene otra cara para tratar con el dueño de los caballos, con el sindicato, etc. El relato está muy bien articulado porque Luis, a pesar de su pobreza y de su limitada educación, es una persona lúcida que procura inculcar valores humanos a sus hijos.

 El documental se prolonga quizás demasiado con las imágenes de la carreta en las calles, pero lo hace para no perder la calidad del testimonio. También incluye entrevistas con personal del gobierno municipal, de la asociación El Caballito. Luis es consciente de que el proceso de crecimiento y racionalización de la urbe acabará con las carretas tiradas por caballos, sabe que su testimonio quedará como uno de los últimos.

 En “Kullaka” (2018, 46 min.), Kitula Liberman aborda el testimonio de mujeres aimaras del altiplano de Bolivia que fueron catequizadas por monjas misioneras como María Pedro Bruce, que es el personaje referencial del documental, aunque no gira únicamente en torno a ella.

Kullaka

 Además de rescatar la figura de María Pedro y su dedicación a Bolivia, el documental hace énfasis en los procesos educativos que se desarrollan a lo largo de varias décadas, sobre todo con grupos de mujeres que se organizan en torno a actividades productivas o de comunicación, como es el caso de radio San Gabriel, a la que el film de Kitula le dedica varias secuencias en las que las mujeres, ya mayores, ofrecen su testimonio de cómo comenzaron a formarse y a formar a otras compañeras. El proceso de apropiación de la radio a través de mensajes, música, comentarios, radionovelas y finalmente planificación de la plataforma comunicacional, es característico de una comunicación participativa que empodera.

 Medio siglo de trabajo y de memorias transcurren en casi 50 minutos de entrevistas que se entrelazan con fotografías del pasado y también testimonios de una nueva generación que se benefició del crecimiento cultural y espiritual de sus progenitores.

Kullaka

 El relato articulador es el de la propia María Pedro Bruce, misionera de las Hermanas de Loreto. En junio de 1960 se fue a estudiar a Estrasburgo y regresó en 1966 a Bolivia para trabajar apoyando proyectos de capacitación en Viacha, Jesús de Machaca y Achacachi. La huella que dejó es reconocida por decenas de mujeres aimaras cuya vida cambió desde entonces. Si bien las misioneras catequistas tenían como papel principal la evangelización, no pudieron ser indiferentes a la realidad que exigía de ellas un mayor compromiso social. 

 Me interesó en particular el tejido de relaciones entre religiosas y religiosos de diferentes órdenes (jesuitas, maryknoll, oblatos, etc.) que trabajaban en coordinación con instituciones como CIPCA en diferentes comunidades del altiplano.

 Es difícil hacer cine en Bolivia cuando un cineasta no tiene la habilidad de conseguir recursos. Estas tres obras de Kitula Liberman son esfuerzos a puro pulmón.

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Todos los sacrificios que exigía la pobreza,
ellos los cumplían con resignación.
—Franz Kafka