28 mayo 2021

Como si nada

Este país no tiene remedio. Estamos ingresando a la tercera ola de contagios de coronavirus, esta vez con las nuevas cepas que vienen de Brasil. El mapa lo muestra clarito: crecen los contagios en Santa Cruz, luego en Cochabamba y después en La Paz. Tres semanas antes, menos de mil, y el viernes 14 de mayo 2.356 casos y 64 fallecidos, el doble que la semana anterior. Para los demás departamentos fuera del “eje” será cuestión de días. Esas son las cifras oficiales, porque de los contagios no reportados y de los entierros clandestinos no sabemos.  

Las Unidades de Cuidado Intensivo (UTI) de Santa Cruz y Cochabamba al 100% de su capacidad, y La Paz al 80%. Los trabajadores de salud no dan abasto y las sirenas de ambulancias se escuchan en las ciudades de día y de noche, frente a una ciudadanía indiferente e indolente.  

Salí a trotar un domingo en la sur de La Paz, con barbijo puesto y gel en el bolsillo. Fui por la Costanera y el sendero que lleva al parque Bartolina Sisa, con la esperanza de encontrar poca gente en el camino, pero no fue así: todo parecía “normal” como si en “este país tan solo en su agonía” (Vásquez Méndez) no pasara nada y no hubiera coronavirus.  

Ni al gobierno (nacional y municipal), ni a los ciudadanos parece importarles un comino esta situación. La indolencia es generalizada.  

Canchas de fútbol como en tiempos normales, con jugadores intercambiando gotas de saliva como si nada. Es obvio que en deportes de contacto no se puede mantener distancia, por eso en países donde hay gobiernos responsables, están cerrados los espacios deportivos.  

Hacia Aranjuez me crucé a las 10:20 de la mañana con Samuel Doria Medina y tres acompañantes: ninguno de ellos llevaba barbijo. Bonito ejemplo para la población. Quizás él y su entorno ya estaban vacunados (incluso antes de tiempo), pero si leyeran un poco sabrían que, aunque uno esté vacunado, debe continuar usando barbijo.  

Me crucé con otro ciudadano no mayor de 40 años con la cara descubierta. Le grité que se ponga barbijo, pero se dio la vuelta y me hizo una seña de que ya estaba vacunado. ¿Cómo? Claro, por las irregularidades y la falta de organización en los servicios de vacunación. No quiero usar la palabra “campaña” porque lo que correspondería es: caos.  

Ese tipo, al igual que Doria Medina, entran en la categoría de “egoístas”. Solo piensan en ellos, no en los demás. No se dan cuenta de que, en primer lugar, ninguna vacuna ofrece una protección de 100%, y en segundo lugar, si bien los vacunados no se enfermarán, igual pueden ser portadores y transmisores del virus a personas que no están vacunadas.  

Esa “normalidad” me espantó. Tanto el parque Bartolina Sisa como el de Las Cholas estaban abiertos y las familias llegaban por montones, como si nada. Llegan, comen, juegan, se olvidan de los barbijos y del distanciamiento social, y se contagian. Son los que llevan el coronavirus a sus casas, donde los abuelos se cuidan, pero de nada sirve porque su progenie los contagia y los mata).  

Luego, todos lloriquean en la puerta de los hospitales, pidiendo cupo para sus abuelos, padres o hermanos. Se oyen lastimeros “¡Ay!, pobrecita mi abuela, se ha muerto. ¿Por qué tenía que tocarle a ella, si ni siquiera salía de la casa?”, dicen los culpables. “¡Qué mala suerte tuvo!”, como si no supiéramos que el virus entra solamente por tres lugares: boca, nariz y ojos. La gente se olvida siempre de los ojos, saluda con los nudillos de la mano y luego se restriegan los párpados.  

Las nuevas cepas de Brasil contagian rápidamente también a los más jóvenes, incluso niños, pero el gobierno no tiene planes para vacunarlos. Solamente vacunará a los mayores de 18 años. Su meta no supera los 7.167.789 de bolivianos (pero somos más de 11 millones). En lugar de tocar guitarra y hacerse propaganda, Arce debería leer más informaciones científicas.  

La irresponsabilidad y la desidia comienza con el gobierno central, que no tiene estrategia de ninguna clase y con los gobiernos municipales que permiten que la “normalidad” suceda antes de resolver el problema. Son indolentes. Viva la pepa. Como si nada.  

(Publicado en Página Siete el sábado 15 de mayo de 2021)

______________________________________     
La idiotez es una enfermedad extraordinaria,
no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás.
—Voltaire  

22 mayo 2021

Esperando a Robert Capa

Cuando comencé a leer “Waiting for Robert Capa”, la novela de Susana Fortes que me envió Raúl Teixidó, me fascinó el lenguaje poético y la sonoridad que hace tiempo no había encontrado en una novela en inglés.  Entonces hice algo que no suelo hacer: mirar la contratapa para saber más sobre la autora. Así supe que es española y me entró la duda: ¿por qué mi proveedor habitual de buenas lecturas, me envió desde Cataluña un libro en inglés de una autora de lengua castellana? Aventuro una hipótesis: la traducción de Adriana V. López es tan buena, que (colijo) preserva la riqueza de la versión original y brilla en inglés sin quitarle un ápice de placer a la lectura.  

No podía sino interesarme una novela que habla de la vida de dos personajes históricos maravillosos: Robert Capa y Gerda Taro, la pareja que cruzó las trincheras de la guerra de España dejando miles de fotografías emblemáticas. Gerda murió en la contienda contra el fascismo, y Capa años después, en 1954 cerca de Hanoi, en otra guerra que transformó el mundo.  

Quien no conozca un poco de historia no disfrutará la novela en toda su dimensión, pero quien tenga las referencias mínimas, gozará la recreación de personajes entrañables, esta pareja enamorada, que amó la justicia y la libertad al extremo de ofrendar sus vidas. Es el retrato, también, de una especie valiente en proceso de extinción: los reporteros de guerra. Y es que las guerras ya no son lo que eran, y como dice Fortes en el epílogo, la de España fue “la última guerra romántica”, la última donde todavía se podía elegir el bando.  

Gerda Taro 

Hay biografías de estos personajes, pero la novela añade el relato de la intimidad imaginada. A través de Gerda, Fortes se remonta al origen mismo de la emigrante judía Gerta Pohorylle y del húngaro André Friedmann, que en pocos pero intensos años se convertirán en Gerda Taro y Robert Capa. La primera parte sitúa a ambos en París de 1935, un año fundamental y una ciudad clave, porque frente al ascenso del nazismo en Alemania, la ciudad luz recibe el reflujo de miles de inmigrantes judíos y gitanos, comunistas o anarquistas, escritores, artistas, periodistas, fotógrafos que encuentran refugio en Francia antes de la ocupación nazi. La pareja de Gerta y André alterna con Picasso, Man Ray, Cartier-Bresson, Aragon, Breton, Buñuel, Hemingway, Matisse o Walter Benjamin, para no citar sino a algunos que pululan por los famosos cafés de Saint Germain: La Coupole, Café de Flore, Le Dome o Les Deux Magots.  

Gerda fotografiada por Robert Capa 

Aún cuando los tambores de guerra se escuchan muy cercanos, la bohemia parisina tiene un encanto creativo y una vitalidad que marca la época. El placer de la novela radica no solo en la capacidad de tejer las relaciones afectivas de los personajes detrás de sus figuras de pedestal, sino en el acierto de darle vida cotidiana a una ciudad que se convierte en el ombligo de Europa. Son estupendas las escenas que muestran la solidaridad entre nómadas sin país, la amistad y el respeto que contrastan con la intolerancia creciente en los países de los que huyen. Comunistas, surrealistas o libertarios sobreviven unidos contra el fascismo con la seguridad de que su papel en la historia con gran hache los hará trascender. Para quien ha vivido París como una ciudad íntima, recorrer las calles o visitar los cafés cargados de historia deviene un placer memorioso adicional. Es como el doble disfrute de “Rayuela” de Cortázar cuando se lee la novela en París.  

La ficción tiene esa ventaja sobre la historia pura y dura: añade la dimensión humana, las pasiones amorosas y las desventuras, las contradicciones y los conflictos, las pulsiones personales y las circunstancias que las conectan a los grandes movimientos históricos. Estos personajes de carne y hueso son los hacedores colectivos de la historia fundacional que transmiten los libros.  

Robert Capa 

Como las buenas novelas basadas en hechos reales, esta es el resultado de una investigación meticulosa que se enriquece con la mención de lugares y momentos específicos. Los 24 breves capítulos son escenas de una película que se desarrolla frente a nuestros ojos. Los detalles le otorgan verosimilitud a la ficción, sin que por ello abunden y saturen la lectura.  

El estallido de la Guerra de España cambia la línea de la vida de los personajes que de manera tan entrañable describe Susana Fortes. Unidos por el amor y la amistad, Taro y Capa asumen sus nuevas identidades para la nueva y definitiva etapa de sus vidas. Eran tiempos en que no era difícil procurarse una nueva identidad y papeles. Hasta el recibo de un restaurante podía servir para atravesar fronteras sin levantar sospechas.  

Para los intelectuales revolucionarios en Francia, las noticias de los levantamientos fascistas en España evocaban las imágenes de los cuadros negros de Goya, según anota Gerda al enterarse de los fusilamientos sumarios en Sevilla, Valladolid y Navarra. Mientras la guerra civil se desarrolla en España con injerencia directa de Alemania e Italia, la Europa “democrática” —Francia en primer lugar, pero también Inglaterra, se mantiene al margen como si no sucediera nada. Pagará las consecuencias unos años más tarde porque España, en ese momento, era el bastión de la resistencia mundial en la lucha por la libertad y la democracia.  

Gerda Taro 

Obreros, intelectuales, inmigrantes y refugiados de toda Europa, comunistas o libertarios, se unen a las brigadas internacionales para luchar por España. Es la solidaridad de los pueblos por encima de los intereses de los países. En Madrid, en la casona de la Alianza Antifascista de Intelectuales, se cruzan Rafael Alberti, Miguel Hernández, Luis Cernuda, Pablo Neruda, León Felipe y César Vallejo. En medio de esa lucha están las relaciones entre Gerda y Capa, un amor basado en la independencia de ambos y el respeto por las decisiones de cada uno, y la amistad de oro con David “Chin” Seymour.  

Las descripciones de la guerra retienen el aliento, en especial cuando se trata del bombardeo de Guernica, población indefensa reducida a cenizas en tres horas por los aviones Junker 52 y Hinkel 51 de Hitler, que descargan más de 3 mil bombas de aluminio y 550 incendiarias, más la metralla “sobre todo lo que se movía”. Capa siente que la fotografía fija no es suficiente para describir la tragedia, y comienza a filmar con una pequeña Eyemo.  Algo sustancial en el relato es la reconstrucción que hace Gerda de la foto más emblemática de Robert Capa, una imagen que le produjo un “profundo odio por su ocupación y quizás por sí mismo”. En el cerro Muriano, el 5 de septiembre de 1936 a las 5 de la tarde, Capa fotografía la caída del miliciano de Alcoy que lo haría famoso. No fue una instantánea sino un ensayo que terminó trágicamente con un ataque sorpresivo. “Todos los fotógrafos detestan las imágenes que los persiguen como fantasmas por el resto de sus vidas…”  

El domingo 25 de junio de 1937 Gerda escribe en su diario: “Cuando pienso en toda la gente extraordinaria asesinada en el curso de esta guerra, parece que de una u otra manera es injusto permanecer aun viva”.  Esa misma tarde sería aplastada por un tanque T-26 y moriría un mes después. Tenía 26 años.  

(Publicado en Página Siete el domingo 11 de abril de 2021)

__________________________________________      
Si tus fotografías no son lo suficientemente buenas
es porque no estás lo suficientemente cerca.
—Robert Capa 

14 mayo 2021

Nuestro vacunagate

No podía ser más bochornoso el manejo demagógico y oportunista que hizo Arce Catacora de las vacunas para el coronavirus. El matonaje político del presidente solo fue superado por la ineficiencia, la incompetencia y la desorganización que impidieron salvar vidas. El gobierno no tiene un plan, está desorientado y rebasado porque no existe liderazgo. El pusilánime presidente prefiere desaparecer de los escenarios donde hay periodistas, pero allá donde sabe que nadie puede cuestionarlo, hace declaraciones triunfalistas que su ejército de guerreros digitales multiplica en tuits y notas de Facebook, inventando un país paralelo e imaginario.

El 22 de enero anunció la llegada “la próxima semana”, de 15 millones de vacunas. No pasó nada.  Durante la primera semana de marzo, previa a las elecciones subnacionales, Arce hizo un despliegue de propaganda perverso y engañoso: se prestó la nimia cantidad de 20 mil dosis de Sputnik V de su socio argentino (con cláusula secreta sobre el precio), y se dedicó a recorrer el país asegurando en cada lugar con bombos y platillos “la vacunación masiva”. Aparecía en todas las fotos, como si su presencia ayudara en algo. Los incautos le creyeron, aún cuando esa cantidad de dosis no alcanzaba siquiera para el 5% del personal de salud de primera línea. Gastó en viajes y publicidad lo que podía destinarse a comprar una mayor cantidad de vacunas.  

Arcínico en todas las fotos 

La burda estratagema electoral puede calificarse de infame porque jugó con la salud de los bolivianos, en función del chantaje para ganar votos. Arce ni siquiera palidece, se ha revelado tan cínico como su tutor, el innombrable. El oscuro funcionario de gobiernos neoliberales, aprendió en 14 años todas las mañas y malas costumbres del MAS.  

Antes de las elecciones Arce ofreció vacunar a toda la población hasta junio y publicó calendarios que han ido modificándose semana tras semana por la incapacidad de colocar vacunas. Para crear una cortina de humo sobre su ineptitud, Arce arguye que los países ricos acaparan vacunas o descarga la responsabilidad sobre los SEDES departamentales. Típico de él: repartir culpas para no asumir su propia incompetencia. Lo cierto es que el gobierno no ha sido capaz de colocar las vacunas que ya habían llegado: hasta la anterior semana no se vacunaban más de ocho mil personas al día en todo el país (menos de 3 millones en un año). A ese ritmo, habría que esperar cuatro años para estar todos vacunados. La cifra comenzó a mejorar recién en la última semana de abril con el concurso de la UMSA y otras instituciones, por iniciativa de los Sedes.  

La Caja Nacional de Seguridad Social (CNS) se convirtió en el paradigma de la incompetencia. De nada servía la falacia de registrarse primero en internet, como si el gobierno se hubiera modernizado. La gente hacía fila desde las 3 de la madrugada porque en los centros de la CNS repartían solo 50 o 100 fichas por día. Indolentes, dejaron que adultos mayores se apretujaran en largas colas, primero bajo el frio amanecer y luego con el implacable sol de la mañana, y todo, para decirles que ese día solamente iban a inscribir, no a poner vacunas. Al final todo se hacía manualmente, con una o dos enfermeras que vacunan en cada centro de salud del CNS, sin pruebas de antígeno y sin siquiera preguntar a los vacunados si tienen Covid. 

Tan incapaz ha sido el gobierno, que no pudo habilitar coliseos y estadios deportivos con filas de 40 o 50 enfermeros vacunando al mismo tiempo, y tres o cuatro mesas de inscripción en la entrada, con distanciamiento y medidas de bioseguridad, como se hace en otros países para vacunar en cada lugar a varios miles de personas por día. 

A lo anterior se suman los escándalos de tipo “vacunagate”, donde centenares de vacunas fueron desviadas a privados, sin que el gobierno pueda garantizar la custodia de las dosis. En otros países, como Argentina, Perú y Ecuador, renunciaron o fueron despedidos los ministros de Salud por el manejo discrecional de un pequeño lote de vacunas. En Bolivia, donde no existe justicia independiente ni tampoco un asomo de rubor en el gobierno, el inepto ministro de Salud sigue en su puesto, inexplicablemente.  

¿Qué dice el mecanismo Covax del uso político que ha hecho el gobierno boliviano de las vacunas? ¿Qué dijo el Tribunal Supremo Electoral (TSE) sobre el chantaje con vacunas de Luis Arce Catacora en las jornadas precias a las elecciones subnacionales? ¿Qué hace el gobierno de los escándalos de desvíos de vacunas que se han denunciado? 

(Publicado en Página Siete el sábado 1 de mayo de 2021)

____________________________       
Es prudente no fiarse por entero
de quienes nos han engañado una vez.
—René Descartes

09 mayo 2021

Eric le Rouge

Waseigue, Wassaige, Waseige, Wasseigue… Casi todos sus amigos hemos escrito mal su apellido alguna vez, en parte porque él era simplemente “Eric” para todos, y para mí “Eric Le Rouge”, como le decía en broma recordando que su idioma materno era el francés y que su inclinación política era de izquierda.  En la mañana del viernes 2 de abril de 2011, a sus 78 años de edad, le falló el gran corazón que había usado tanto para los demás. Ya van diez años de su muerte y no me hubiera acordado de ello si no era por Amparo Carvajal en cuya casa nos reunimos el jueves 1 de abril cuatro amigos, para recordar a Eric y gracias a él acercarnos luego de más de un año de separación y encierro.

Eric de Wasseige 

No culpo a quienes no lo conocieron o no saben de él, porque Eric mantuvo siempre un perfil bajo, aunque esto suena chistoso porque era muy alto y cuando caminaba por el Prado o entraba a algún lugar, no podía pasar desapercibido. Quienes lo conocimos, no podemos olvidar la gran persona que era, en todos los sentidos. Tan alto, que una vez evitó que lo tomaran preso abrazándose de un poste hasta que sus captores se cansaron. Paulovich escribió una crónica sobre aquel incidente. La primera impresión que todos tenían al conocerlo era su estatura, que sin embargo no era intimidante sino todo lo contrario, amable como la de Cortázar. Como si pidiera disculpas por ser tan alto.

La segunda impresión era su manera de hablar. Un belga que habla como paceño no es frecuente. Adoptó de la manera más natural los modismos locales y las expresiones que solo alguien que quiere entrar definitivamente en nuestro tejido social puede aprender: “Ya pues, che”, “Le cascaremos una salteñita”, etc. Todo esto con una picardía que lo hacía encantador. Además, tenía una memoria de elefante y no olvidaba a las personas que conocía.

Aunque no estuvo directamente vinculado con los llamados “curas rojos” (Pedro Negre, José Prats, Federico Aguiló, Aníbal Guzmán y Mauricio Lefevre), Eric mantuvo a lo largo de su vida en Bolivia una posición progresista y comprometida, cuando la palabra “izquierda” significaba algo y no había sido malversada y denigrada por los impostores del “Socialismo del Sigo XX”, angurrientos de poder y no de generosidad para contribuir en cambios sociales.  

Eric sí contribuyó en cambios pequeños y grandes, y lo hizo desde su vida cotidiana y sus posibilidades, negociando proyectos sociales más allá de su condición de cura dominico.

Nació el 20 de febrero de 1932 en Namur, Bélgica, sus padres eran André de Wasseige y Beatrice de Witte; tenía tres hermanos: Antoinette, Baudoin y Xavier. Fue educado por los jesuitas. Su familia se trasladó a Bogotá, Colombia, donde él estudió la secundaria en el Liceo Louis Pasteur, hasta hoy uno de los mejores. En Lovaina obtuvo una licenciatura en ciencias comerciales y en 1960 ingresó a la Orden de los Dominicos (“un poco tarde”, le dijo su madre). Estudió teología en Friburgo y obtuvo su licenciatura en 1967. (A tiempo de entregar esta nota a Página Siete, a fines de abril, me llegó por Amparo Carvajal la noticia del fallecimiento de Baudoin, en Colombia).

Llegó a Bolivia a fines de la década de 1960, más o menos al mismo tiempo que Luis Espinal. Regresó a Bélgica en ocasión de la muerte de su madre, pero volvió a Bolivia ya para quedarse. Los dominicos apoyaban en esos años la biblioteca del Instituto Boliviano de Estudios y Acción Social (IBEAS), que quedaba en la Avenida Arce donde ahora es el Ministerio de Educación, y que desapareció luego del golpe de Banzer. Mediante el Decreto Supremo No. 10106 todos los bienes de IBEAS fueron transferidos al Ministerio de Planificación el 21 de enero de 1972.

Desde su llegada Eric se acercó a los defensores de derechos humanos. Visitaba con frecuencia a Gregorio Iriarte en Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL) y se comía los caramelos. Gregorio bromeaba: “No ha debido tener niñez”. Más tarde se veían en Justicia y Paz, que funcionaba en el obispado. Colaborador de CIPCA, que dirigía entonces Luis Alegre, daba talleres de capacitación a campesinos en Jesús de Machaca, donde también trabajaba Xavier Albó.

Jorge Wavreille publicaba en mimeógrafo los editoriales de Luis Espinal en Radio Fides, y en 1974 Eric colaboró con él en la publicación de “La masacre del valle”, que tuvo lugar en enero de ese año. A raíz de la publicación ambos fueron expulsados a Perú. Durante su estadía allí fue destinado a una humilde parroquia en Pampa de Comas, un lugar desolado en las afueras de la capital peruana, que el gobierno progresista del general Velasco Alvarado prefería llamar “pueblo joven”. En cuanto pudo, regresó a Bolivia, pero dejó amigos en Perú. En Lima había hecho amistad con Alfonso Barrantes, que apoyaba solidariamente a la comunidad de bolivianos, y cuando éste político de izquierda fue electo alcalde de la ciudad, le envió desde La Paz un efusivo telegrama que podía haberle metido en problemas nuevamente.

En años posteriores, Eric continuó su trabajo en favor de la justicia. Presentó hábeas corpus en defensa de los presos políticos y, a su instancia, alguna vez hice de “correo” para traer de Francia dinero para ellos, que Amparo Carvajal protegía como si fueran su gran familia.

Más adelante Eric creó la Oficina Social de Apoyo a Proyectos (OSAP), desde la que siguió apoyando iniciativas productivas, como elaboración de miel en Cristal Mayu, con hijos de mineros. A él se unió en OSAP José Luis Baxieras, conocido como “Pepón”. Cuando el ex dirigente campesino Genaro Flores enfrentaba una enfermedad y carecía de recursos económicos, Eric activó la red de amigos para ayudarlo. Era así, tan solidario como discreto. Ese espíritu solidario estuvo siempre en su conducta, en las épocas duras y en las maduras.   

Aunque fue presidente de la Comisión de Justicia y Paz, representante de Intermon, secretario ejecutivo de UNITAS y miembro de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, mantuvo un perfil discreto todo el tiempo. Hay pocas fotos de él, se las arreglaba para hacerse invisible.  

Su gran proyecto, hasta el final de su vida, fue el compromiso con el semanario Aquí, para el que conseguía apoyo económico de instituciones europeas defensoras de la libertad de expresión. Xavier Albó se refiere a Eric como “el invisible”, porque no buscaba protagonismo o visibilidad, todo lo contrario. Remberto Cárdenas considera que Eric fue siempre una suerte de codirector del semanario Aquí, aunque su nombre no apareció en ninguna de las ediciones. No solo conseguía el dinero para seguir adelante, sino que ofrecía consejos y crítica sobre el contenido y la presentación del semanario. 

Nos dábamos cita para comer salteñas en el Prado. Hablábamos de política y de amigos comunes.  Eric apoyaba a Evo Morales y aunque estaba de acuerdo con mis críticas, prefería pasarlas por alto en función de lo que consideraba que eran sus fines últimos. Yo no estaba de acuerdo con él en eso de que “el fin justifica los medios”, porque significaba entrar en contradicción con principios democráticos por los que habíamos luchado muchos años. Probablemente, como otros religiosos de su generación, hubiera cambiado su opinión al ver la deriva autoritaria y corrupta del MAS.  

(Publicado en Página Siete el domingo 25 de abril de 2021)

________________________________  
Cuanto más grandes somos en humildad,
más cerca estamos de la grandeza.
—Rabindranath Tagore 

04 mayo 2021

Magia de Juan Villoro

A diferencia de los intelectuales franceses que afirman sistemáticamente que han “releído” tal o cual libro, como si nunca leyeran algo por primera vez, yo soy de los que reconoce con placer cuando leo por vez primera una obra. Siento que a lo largo de mi vida he leído poco y por eso disfruto descubrir autores que no estaban en mi radar, así sean muy conocidos. Nunca pude avanzar más de unas páginas de Ulises, ni en la versión original en inglés ni en su traducción al castellano. No me da vergüenza confesarlo. Tampoco leí El Capital, ni la Biblia, ¿y qué?

El escritor mexicano Juan Villoro 

De Juan Villoro solo había leído artículos y entrevistas. Leo ahora sus ensayos con el mismo placer con que leo los de Octavio Paz. Ambos tienen esa extraordinaria capacidad de expresar con belleza y profundidad sus ideas, sin recurrir a una retórica alambicada y pretenciosa. Sartre y Barthes tenían esa misma facilidad, o aparente facilidad: expresarse con claridad y elegancia sobre temas complejos.

Los libros Efectos personales (2000) y La utilidad del deseo (2017) me han acompañado en el tramo más angosto del confinamiento durante el año 2020 en Bogotá, abriendo ventanas insospechadas sobre el mundo de la literatura y de las ideas en general. Recomiendo categóricamente su lectura para todos los que quieran saber lo que es un buen escritor, cuyas frases uno quisiera citar con frecuencia. Leer esas 638 páginas ha sido un viaje mágico por el lenguaje, porque Villoro tiene capacidad de encantamiento y es un formidable guía por el sendero de las buenas letras.

No se puede llegar a ese nivel en el ensayo sin tener como base una gran cultura heredada y adquirida. No se puede escribir con tanta propiedad, elegancia e ingenio, sin haber leído mucho antes. Las fuentes de las que ha bebido Villoro son tan diversas como los temas que aborda con un entusiasmo contagioso. Ciertamente es alguien privilegiado, porque desde muy joven se ha dedicado a leer y a escribir como oficios inseparables.

Aunque separados por siete años en su publicación, ambos libros —al igual que De eso se trata (2008), son parte de un mismo eje de reflexiones que nos deslumbran por la agudeza de la observación y la manera de contarlo. Villoro tiene habilidad y soltura para entretejer en sus crónicas su memoria (episodios de su propia vida) con aquello que observa y disecciona. La utilidad del deseo retoma algunos temas de Efectos personales, como la experiencia de la traducción o la impronta de su formación alemana, entre otros.

No he leído antes una explicación del idioma alemán (que no hablo) en palabras y ejemplos tan sencillos como elocuentes. Para Villoro el alemán es una máquina que produce “metáforas literales”, por ejemplo, se usa la palabra Fahrstuhl para nombrar a un ascensor, pero en realidad quiere decir “silla que viaja”. Me han fascinado esos ejemplos ya que de “la selva de la lengua alemana” solo aprendí en mi vida a decir “Ich Liebe Dich” y “Grosse Kartoffel”. Siempre me intrigó el uso de mayúsculas en palabras comunes, como para darles más énfasis, y ahora creo comprender algo de esa complejidad que explica porqué las primeras versiones de filósofos alemanes al castellano eran tan deficientes que tuvieron que traducirse de nuevo décadas después.

Los ensayos de Villoro nos aventuran por los rincones escondidos del lenguaje con humor, sin adoptar una pose doctoral. En un abordaje de la obra de escritores de muy diversa índole hace hermosas aproximaciones a la literatura como un arte que nadie puede decir que domina porque siempre deja una zona de misterio. “Todo libro representa un árbol. No es casual que en El barón rampante Calvino asocie la escritura con la gramática vegetal que permite a su protagonista andarse por las ramas”. Esa manera de acercarnos al espíritu de los escritores hace que queramos citar a Villoro en todas sus páginas.

Sobre García Márquez acuña frases memorables. “El cronista tiene dos modos esenciales de aproximarse a la experiencia: con la autoridad de quien ya conoce lo que va a escribir o con el deslumbramiento de quien escribe para conocerlo”.  Recoge del colombiano lo esencial: “García Márquez señaló que para estar bien construido un personaje debe tener tres realidades: vida pública, vida privada y vida secreta”.  

A propósito de Onetti, Cortázar y Puig, y sobre la desaparición de la correspondencia escrita a mano y enviada por correo, dice algo con lo que muchos nos identificamos: “Pertenecemos a la primera generación que vio desaparecer las cartas. Inmersos en los estímulos suplementarios de Internet y las redes sociales, aún no sabemos qué tan grave fue esa pérdida. La escritura privada no se somete al juicio de la crítica ni pretende conformar un género literario, busca satisfacer a un lector”.

“Escribir es un devaneo hacia una meta ignorada”, o “la vocación literaria comienza por asumir que la escritura es un problema”, o “nadie está totalmente seguro de lo que escribe” son sentencias que nos reconcilian con el oficio, tantas veces ingrato, de escribir. Villoro recuerda una conversación con Roberto Bolaño en la que ambos llegaron a la conclusión de que “la única prueba confiable de que un texto ‘estaba bien’ ocurría cuando nos parecía escrito por otro”.

Al escribir, dice Villoro, “no dependemos exclusivamente de la mente, sino de su misterioso vínculo con la mano”, y se apoya en unos versos de Gerardo Diego: “Son sensibles al tacto las estrellas / No sé escribir a máquina sin ella”, para reafirmar que “las yemas de los dedos parecen tomar decisiones por su cuenta, como guiadas por un dictado astral”. Y también: “Las supersticiones y la paranoia son aliadas del que inventa historias”.

El placer de leer a Villoro crece en cada página, y no importa si habla de Gogol o de Pitol: “Quien escribe habita un entorno paralelo cuyos riesgos van del lumbago a la perturbación mental”. En el arte hay impostura que borra las fronteras entre la vida real e imaginaria: “Se espera que el creador tocado por la gracia tenga un carácter único. Salvador Dalí, Andy Warhol, Ramón María del Valle Inclán y Charles Bukowski han creado personajes para sí mismos que forman parte de su propuesta estética. En esos casos, el talento adquiere certificación exterior: se trata de genios disfrazados de genios”. Y entre los escritores más excelsos hay “criminales, políticos corruptos, alcohólicos perdidos, pederastas, traidores, usureros, fanáticos fascistas o simplemente malos esposos y pésimos padres”.

Sobre Pessoa, Villoro escribe algo genial: “Ante la falta de tradición literaria de Portugal, Pessoa concibió a sus heterónimos para asignarse la tradición de la que podía ser heredero”. Sobre un autor suicida, Pavese, recoge una frase inolvidable: “El suicidio es un asesinato tímido”.

Al introducirse en el mundo (no solo la obra) de Gógol, apunta ingeniosamente: “Por excelso que sea, el espíritu depende de un organismo que suda y orina. El humorista sabe que el cuerpo es grotesco. Solo la muerte produce la liberación definitiva del alma. Mientras ocupa un sitio en el mundo material, el hombre puede decir cosas sublimes y sufrir un retortijón”. Villoro cuenta que Gógol convivió en Roma con el pintor Alexandr Andréyevich Ivánov, quien trabajó durante 20 años en una sola obra, “La aparición de Cristo ante el pueblo”, que comenzó en 1837. Gógol admiraba a este genio que vivía en la pobreza, dedicado a la perfección de un solo cuadro: “Ivánov era un maratonista y Gógol un velocista. Ambos pensaban en crear una obra absoluta”.

Villoro invita a conocer a autores que uno (yo) desconoce. Es el caso de Karl Kraus, personaje polémico en muchos sentidos, creador de sentencias lapidarias e ingeniosas: “El psicoanálisis es la enfermedad que pretende ser su propia cura”. Los aforismos de Kraus incluyen este muy acertado: “Un aforismo no coincide nunca con la verdad; es una media verdad o una verdad y media”.

No puedo resistir el placer de citar a Villoro una y otra vez. “De acuerdo con Paul Virilio, la modernidad se obsesionó por controlar el espacio en la misma medida en que la posmodernidad se obsesiona por controlar el tiempo. Esta aceleración de la historia ya había sido advertida por Goethe en su descripción de la naciente sociedad burguesa como un compendio de ‘abundancia y velocidad’”.

El ensayo más extraordinario que he leído sobre Daniel Defoe, el padre de Robinson Crusoe, está en las páginas de Villoro, donde afirma que “las leyendas apelan al tiempo circular del mito, la poesía busca el instante inmemorial, la tragedia contrasta la fugacidad de los hombres con la eternidad de los dioses, las fábulas ignoran el reloj”. Y luego, “la vida imaginada con realismo llevó a una paradoja del conocimiento: nada resulta más cierto que lo escrito”.

Con el mismo placer que queremos citar a Villoro, él cita a los escritores que admira no solamente por su obra sino por su lucidez creativa. Uno de ellos es Nabokov, que a sus estudiantes que pedían recomendaciones para escribir una novela solía aconsejar: “Lean poesía”, de la misma manera que escuché a Werner Herzog decir a jóvenes cineastas en busca de orientación: “Lean, lean, lean y lean”.

Con Juan Villoro sí dan ganas de releer bajo una nueva luz las obras y los autores que él aborda con apasionada prosa. La erudición de Villoro sorprende en cada página: es un lector que lee autores, no solamente libros. No es una erudición “bancaria” sino en movimiento. Para aproximarse a un autor o a un tema lo investiga a fondo, absorbe como esponja, escribe y quizás luego olvida.  Aborda a cada autor en toda su complejidad y riqueza a través del conjunto de la obra y también a través de otros que lo han leído y han escrito sobre sus vidas. Al escribir sobre ellos Villoro escribe sobre sí mismo y sobre su idea de la literatura. Esto es claro en sus apuntes sobre Peter Handke o Walter Benjamin.  Nos invita a leer los libros y la vida, es decir el todo que constituye la obra de ciertos autores excepcionales, porque hay creadores de un gran libro, pero hay autores cuya obra se desplaza continuamente, como si muchos autores cupieran en uno solo.

De Benjamin extrae que “una idea vale la pena si no agota su sentido, si conserva un aura enigmática, un desorden sugerente, capaz de conducir a otra interpretación, a otra pregunta”. Reflexiones brillantes como estas abundan en los ensayos de Villoro, aunque provengan del pensamiento que sintetiza en sus lecturas. Sobre la novela Marchen de Handke, afirma: “Quien busque defectos en esta obra los encontrará con tanta facilidad y tan señalados por el propio autor que perderá el placer de criticarlos”.

Villoro tiene la capacidad de elaborar una hermosa disquisición sobre el parentesco literario entre Joyce y López Velarde, aunque los autores nunca se conocieron ni llegaron a leerse mutuamente. Meterse con Joyce no es tarea de aprendices. A López Velarde lo sigue como si lo viera en las calles del centro de México, cruzando la Plaza Santo Domingo “donde los escritores públicos escriben cartas para los novios a los que les sobra amor y les falta ortografía”. 

Algún ensayo escapa a la regla de la honda sencillez con que escribe. Es el caso de su abordaje de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, donde el preciosismo del ensayista quisiera competir con el novelista.

Villoro se mete con gigantes de México, su país, como Jorge Ibargüengoitia, recuperando la grandeza del humor en la literatura. A juzgar por su apellido Ibargüengoitia debió morir anciano, pero en realidad vivió solo 55 años. Le quedó más largo el apellido que la vida. El escritor describía su oficio de esta manera: “La labor del humorista -ese soy yo, según parece-, me dicen, es como la de la avispa -siendo el público vaca- y consiste en aguijonear al público y provocarle una indignación hasta que se vea obligado a salir de la pasividad en que vive y exigir sus derechos”.  También aborda el “género” Monsiváis, una manera única de hacer crónica con humor y testimonio: “O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba entendiendo” decía Monsiváis entre muchas otras ocurrencias que rescata Villoro. Lo rescata enterito, en sus facetas más sorprendentes: como creador de canciones para el rockero (y luego cineasta) Alfonso Arau en The Tepetatles (1965) o actor en Los caifanes (1967) de Juan Ibañez, donde encarna a un Santa Claus borracho y deprimido.

De los grandes de la literatura a los gigantes de la literatura infantil, Villoro no le tiembla a ningún tema: “Resulta casi imposible escribir una historia infantil sin establecer algún tipo de lucha entre el bien y el mal. La ficción adulta puede ser una evasión sofisticada, un entretenimiento de primer orden; la literatura infantil debe ser eso y algo más: una disquisición ética”.

Cuando escribe sobre la relación en la literatura y la enfermedad (y cita a Semmelweis, sobre el que escribió L.F. Celine), elabora párrafos con bisturí: “A medio camino entre la ciencia y el arte, la medicina está nimbada de símbolos. La bata blanca y el caduceo sobre el escritorio transmiten la autoridad que dimana de la investidura del talismán Y resulta innegable que la sala de operaciones tiene mucho del ritual”.

Sobre Leopardi, anota: “Resulta imposible saber si se dedicó al arte a causa de su mala salud o si enfermó por dedicarse al arte”. Y más adelante: “El cuerpo debilitado adquiere méritos de centinela. La literatura, nunca ajena al narcisismo, abunda en vanidosos del dolor que no hacen otra cosa que estudiar sus llagas. Por suerte, también existen los malestares de los otros”.

Ahora que Villoro está en mi radar, no dejaré de leerlo. Quizás alguna vez, releerlo. 

(Publicado en Página Siete el domingo 21 de febrero 2021)

_______________________________   
Lo más importante de los libros son las manos que los entregan.
—Juan Villoro