Una digresión por los alrededores de “Bajo el oscuro sol”, 50 años después.
(Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el domingo 29 de mayo de 2022)
Rara vez vuelvo a leer un libro. Hay demasiados libros buenos como para releer, no alcanza la vida. Pero por varias razones he vuelto a leer “Bajo el oscuro sol” de Yolanda Bedregal, que acaba de aparecer en una edición que conmemora medio siglo de la primera. He preferido leer la edición original de 1971 porque la leí hace 50 años cuando se publicó, porque no recordaba nada de la trama y porque esta lectura ha sido una manera de recordar a Yolanda Bedregal.
Estuvimos varias veces en su casa de la calle Goitia o en la mía de la calle 6 de Obrajes. En la época en que yo preparaba retratos para mi exposición “Retrato hablado”, le dije que había imaginado una fotografía de ella, sentada como una niña con los pies colgando, en una silla desproporcionadamente grande. Nunca hice el retrato porque encontré alguna resistencia suya: no quería fotos a su edad. “Ya estoy vieja”, decía, aunque conservaba el mismo aire de niña.
Rubén Bareiro Saguier, Yolanda Bedregal,
Manuel Vargas, Edith von Borries, Augusto Céspedes,
Alfonso Gumucio, Carlos Villagra,
Mariano Baptista Gumucio (1990)
En la casa de la calle Goitia hablamos de José María Velasco Maidana, quien había aglutinado en torno a la filmación de “Warawara” a lo más granado del mundo cultural paceño. Ella confirmó algunos datos que me habían proporcionado Marina Núñez del Prado y Donato Olmos Peñaranda, entre otros. En otra ocasión, estuvo en mi casa con motivo de la visita de dos amigos escritores paraguayos: Rubén Bareiro Saguier y Carlos Villagra. En esa oportunidad también invité a Augusto Céspedes, Mariano Baptista Gumucio, Manuel Vargas, Edith von Borries, y el director del Centro Cultural Patiño, cuyo nombre no recuerdo.
Yolanda y yo nos leíamos con respeto y cariño, como el que expresó al leer mi poemario “Sentímetros”: “Querido Alfonso: Ya en cama hasta las dos de la mañana, milímetro a milímetro he leído tus Sentímetros. Los he gustado con la lengua y sus implicaciones cerebrales y cordiales. Todo un alambique que al final destila poesía. Te has valido de una cuidadosa y misteriosa alquimia también. Le has arrancado, aunque no creas, frutos a tu papiel, cristales de extraña pulcritud elaborados. Frutos, y también ese silencio de que uno se va llenando para seguir gritando como quien se calla. Muchas cosas podría decirte de lo que esconde el mecanismo enloquecido y seco de tus poemas y como te digo, los leí emocionada y admirando su calidad literaria, además. Si te pongo estas líneas a vuela-punta es porque no puedo ir personalmente estos próximos días, como quería. Yolanda”.
Atesoro las Obras Completas de Yolanda Bedregal en los cinco tomos (7 kilos, 3 150 páginas) publicados por Plural Editores en 2009 (a diez años de su fallecimiento), en una edición promovida por Rosángela Conitzer Bedregal y José Antonio Quiroga, cuidada por Leonardo García Pabón, con el concurso especializado de Mónica Velásquez Guzmán, Ana Rebeca Prada y Virginia Ayllón. Es una edición hermosa. He preferido, sin embargo, releer la novela en la edición original de Los Amigos del Libro, impresa en 1971 (aunque en el lomo y en la portadilla dice 1970) en los talleres gráficos de don Ernesto Burillo (gran persona) en la Avenida Simón Bolívar, con la portada diseñada por Carlos Rimassa y un retrato de solapa que no lleva crédito de autor. Ese primer tiraje fue de 2 mil ejemplares, que aún entonces era importante. Sus 262 páginas están impresas en un papel grueso, hoy más amarillento por el tiempo transcurrido.
He reconocido las esquinas que doblé alguna vez, mis subrayados y marcas con lápiz, y he añadido otras para hilar las ideas de este comentario que no pretende ser un análisis especializado, apenas apuntes de reconocimiento de un territorio que había olvidado. He leído algunos comentarios en la prensa, y no reconozco en ninguno mis propias impresiones. Parece que hubiéramos leído una novela diferente, lo cual no es necesariamente malo, pero sí me sorprende el peso que algunos le dan a la descripción de la ciudad o del ambiente político, cuando eso ocupa poco espacio en la primera parte de la novela y sobre todo, no es su esencia.
En una lectura de primer nivel, esta historia gira en torno a un personaje, Verónica Loreto, que al principio de la novela muere en su habitación por una bala perdida. La joven, cuya vida es desconocida para todos, despierta la curiosidad de un siquiatra que se empeña en descubrir quién era Loreto (sin embargo, la había tratado antes de una pulmonía), y en el proceso se “enamora” de ella. En las últimas cuatro páginas, un incesto narrado al remate de un cuaderno íntimo, deshace los nudos narrativos, como si hubiera prisa para acabar con la pesquisa.
En una lectura de segundo nivel, este es un juego provocador, un texto sobre el oficio de escribir y sobre el desafío de innovar. Es cierto que las técnicas utilizadas no eran nuevas ni en el mundo ni en Bolivia. Los fragmentos de cartas, los sellos de cartas como pistas, la intervención del autor como personaje, las voces de tres narradores en primera persona, la construcción en forma de colcha de retazos, la línea continua de la muerte como leit-motiv, pueden encontrase en otras obras, pero sería ocioso mencionar a otros autores para demostrar que uno los ha leído.
Recordé el importante salto de Yolanda a la novela, que en aquella época sus jóvenes lectores y amigos vimos como un acto de desafío consigo misma, en la cúspide de una trayectoria tan emblemática en la poesía. La historia de la novela podría ser otra, porque es una excusa para abordar las relaciones humanas o la ausencia de ellas. El enigma de la vida de Loreto intriga a Gabriño, al extremo de que lo desequilibra emocionalmente. No por nada se sugiere en el texto que los siquiatras se forman para enfrentar sus propios fantasmas.
Hay otra lectura en esa lectura, que abarca la diversidad de voces y estilos, algunos con mejor fortuna que otros. Me impresionó el destilado poético de las primeras páginas, en particular el breve texto sin título que describe la quema de un piano de cola. Son seis párrafos magistrales, de la mejor narrativa (difiere en ediciones posteriores), que parece anunciar más páginas con ese mismo vigor poético, pero no sucede. Quizás no sucede porque Yolanda quería construir algo diferente, donde se trenza la poesía con los diálogos, con las reflexiones en primera persona de los tres narradores: Loreto, Gabriño y el narrador-autor exterior, que tampoco es neutro.
El autor-pescador aguarda que la historia se desenvuelva como un río, mientras “sus sentidos se prolongan al anzuelo” y provoca directamente al lector para que intervenga en su ayuda: “sin usted faltaría un elemento esencial, imprescindible”. Convertido en personaje el autor (que nunca se identifica como “autora”) ingresa físicamente en el espacio de la ficción, como desdoblamiento de Gabriño, en dos de los mejores capítulos de la novela (“Retorno” y “En la resaca”). Esa atmósfera me recordó “El círculo”, de Oscar Cerruto.
Las cosas más sorprendentes pueden suceder en la novela de un párrafo al siguiente, sin antesala ni anestesia, desde el disparo fortuito que mata a Verónica, el suicidio de Félix Camargo, el supuesto plagio o la revelación del incesto. La trama de pesquisa policial y literaria se sobreponen como capas de una cebolla transparente con ventanas reflexivas que a ratos abordan el feminismo, la muerte, lo sobrenatural, la justicia criolla, el oficio de escribir, la soledad del amor… Hay escenas inverosímiles o tal vez surrealistas (la valija de papeles tirada al río y luego recuperada). A ratos parece que la autora hubiera escrito “Bajo el oscuro sol” en etapas diferentes de su vida.