(Publicado en el Letra Siete, Página Siete, el domingo 15 de mayo de 2022)
Una página con cinco citas abre este extraordinario libro. Una de ellas, de Emilio Lledó, habla de los libros y la libertad: “El libro es, sobre todo, un recipiente donde reposa el tiempo. Una prodigiosa trampa con la que la inteligencia y la sensibilidad humana vencieron esa condición efímera, fluyente, que llevaba la experiencia de vivir hacia la nada del olvido”.
Otra, poética, de la autora mozambiqueña Mia Couto, expresa la magia: “Parecen dibujos, pero dentro de las letras están las voces. Cada página es una caja infinita de voces”.
Adentrarse en El infinito en un junco de la joven escritora zaragozana es un viaje no solamente por la historia de los libros, sino del lenguaje que hace a la inteligencia humana. Este es un ensayo de esos que se leen como una novela, apasionante de principio a fin, deliciosamente escrito. El placer de la lectura pasa por delante de la abundancia de información, sin menoscabo de esta.
Como toda investigación, este ensayo partió de algunas preguntas: ¿Cuál es la historia secreta de los libros? Al comenzar la investigación hay cierta angustia por lo que ha podido perderse a lo largo de miles de años: “¿Qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado? ¿Por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos? ¿Cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua? ¿Qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se han copiado de forma más apasionada? ¿Los mismos?
Con mucho acierto Vallejo señala una paradoja: “Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de video o un disquete de hace apenas unos años, a menos que conservemos todos nuestros sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad, en los trasteros de nuestras casas”.
La memoria es frágil, y los soportes que conservan la memoria del mundo con mayor eficacia son paradójicamente los más antiguos: los papiros con cinco mil años de antigüedad, los pergaminos y finalmente el papel, mientras que todo lo que es electrónico o en “la nube” es tan frágil que todavía no sabemos si puede durar una década o menos.
Desde la primera página de la primera parte (Grecia), Vallejo le pone el tono a su relato: una propuesta tentadora de adulterio, narrada con jovialidad, en la ciudad luminosa de Alejandría, por entonces más importante que Roma.
Entre historias de sábanas y reinados, la narración nos lleva de la mano, pero no a ciegas, donde la autora quiere: al gozo de la historia de los libros. Para sellar su romance con Cleopatra, Marco Antonio llevó de regalo a Alejandría 200 mil libros para la gran biblioteca que hoy es parte de nuestros sueños más remotos. La biblioteca de Alejandría recibió su nombre de Alejandro Magno, uno e los personajes más increíbles de la historia antigua, capaz de crear un imperio sin límites cuando tenía 25 años de edad. Obsesivo, imparable, era llevado por la fuerza del pothos, es decir, la búsqueda insaciable de lo inalcanzable, que es lo que suele motivar a todos los grandes hombres y mujeres que ha dado la humanidad.
Irene Vallejo ©Silvia P. Cabeza
Este es un libro de historia con gran H, pero también un libro muy personal, que mezcla las anécdotas de la historia con las de la propia autora, en un tejido seductor. Es un homenaje a la literatura de todos los tiempos, pero también a la creatividad humana, al cine, al teatro, al humor. Alejandro quería ser mito y leyenda para las generaciones futuras, y sabía que solo podía serlo en la memoria de los libros que se escribieran sobre él, por eso aparece en la Biblia y en el Corán, para no citar sino dos textos considerados sagrados.
Hay expresiones magníficas que cautivan, porque el lenguaje de investigación se teje con formas de expresión llenas de poesía: las palabras “son apenas un soplo de aire”. Solamente aire hasta que no se escriben sobre una tabla de barro, sobre la corteza de un árbol (como los corazones de los enamorados), o sobre madera, piel o papel.
Esta historia se desenvuelve como un pergamino de más de mil metros de largo. Aunque hemos tenido noticias por diferentes fuentes históricas, Vallejo nos hace vivir casi como si fuéramos testigos el esplendor de Alejandría, el ombligo del mundo occidental antiguo, gracias al museo y a la biblioteca que hizo construir Ptolomeo para honrar la memoria de Alejandro. La importancia otorgada entonces a la cultura no tiene punto de comparación con nada que hayamos visto en el mundo contemporáneo. Cuando la cultura es el centro de una civilización, se nota demasiado.
Egipto exportaba papiro para escribir 3 mil años antes de Cristo. No es poca cosa. Rollos de más de tres metros de longitud, entre 13 y 30 centímetros de alto, viajaban por todo el mundo como uno de los bienes más preciados. El más largo que se conserva mide 42 metros y se encuentra en el Museo Británico. Es uno de los muchos testimonios de aquella maravillosa “médula de una planta acuática” que dio cobijo para siempre a las palabras. En alguna parte leí (aunque Irene Vallejo no lo menciona), que la Biblioteca Británica imprime sobre papiro sus documentos más preciados, porque sabe que pueden conservarse durante miles de años, más que el papel o que cualquier otro soporte. Para los que se encandilan con las nuevas tecnologías, eso puede ser una sorpresa.
La biblioteca de Alejandría no era solamente una biblioteca a la que acudían desde todos los rincones de occidente, sino un centro de investigación y de creación de conocimiento, a donde fueron llevadas las mentes más brillantes de la Antigüedad, para vivir y trabajar allí en condiciones envidiables, como no ha vuelto a suceder después en la historia. Alejandría era como la reproducción de Atenas, pero concentrada y potenciada, un laboratorio de los saberes del mundo conocido. La propia palabra “faro” que tanto significado tiene en el lenguaje contemporáneo, procede de Alejandría, de la isla donde se construyó esa maravilla arquitectónica que guiaba a los navegantes. Era la luz del mundo y se dice que el lente que tenía en su cúspide permitía ver a lo lejos a Constantinopla.
Irene Vallejo ©Silvia P. Cabeza
Irene Vallejo nos hace soñar página tras página con un mundo donde el pensamiento y los valores eran importantes. Nos habla del ritual de “leer”, que no era un acto mecánico y utilitario como puede serlo ahora para muchos. La lectura de los rollos de papiro requería de una destreza especial porque mientras se desenrollaba el papiro con la mano derecha para descubrir nuevas columnas verticales de símbolos, se lo iba enrollando con la izquierda. Posteriormente había que regresarlo a su posición original para que otros pudieran repetir ese acto casi mágico.
Los apuntes autobiográficos de la autora hacen que el ensayo sea aún más agradable de leer. Todas las fuentes bibliográficas y las citas están al final, de manera que nada distrae de ese recorrido suave como el viaje en un velero. Leer a Vallejo me recordó el placer de leer a Octavio Paz o Juan Villoro, o en inglés los ensayos de Mark Kurlansky o de Jared Diamond.
Entre esos apuntes autobiográficos está la descripción de su experiencia estudiosa en Oxford, donde la biblioteca secreta y subterránea se extiende debajo de una inmensa extensión, preservando así la memoria del mundo. Cada día esa biblioteca incorpora mil nuevos títulos que hay que clasificar inmediatamente para recibir los del día siguiente. Es sin duda el equivalente de la biblioteca de Alejandría de nuestra era.
Al describir esa su aventura de descubrimiento, la autora nos regala piezas de hermosa literatura: “En la bruma de cada mañana, cuando me aventuraba a las calles borrosas, sentía que la ciudad entera gravitaba sobre un mar de libros, igual que una alfombra mágica en pleno vuelo”.
En estos tiempos en que talibanes de allá y de aquí tratan de destruir el pasado para que su mediocridad se disimule mejor por falta de puntos de comparación, Vallejo nos recuerda: “que todos podamos amar el pasado es un hecho profundamente revolucionario”.
Del papiro al pergamino (de Pergamon, que he tenido la fortuna de visitar en Turquía), fue un salto tecnológico como de la máquina de escribir a la computadora. El objeto-libro se hizo más manejable, acrecentando el fetichismo “librario”, que no es lo mismo que el fetichismo literario. Nos puede gustar la lectura, pero también nos gusta sostener en la mano un buen libro, un objeto precioso que tiene forma, textura y olor. Más allá del texto, este fetichismo hace que nos cueste mucho a los de mi generación reemplazar un libro por un lector digital.
Entre que describe a libros y autores, Irene Vallejo nos presenta a extraordinarios personajes de la Antigüedad, como el erudito Dídimo, que escribió más de 3 mil libros a lo largo de su vida, aunque a veces olvidaba lo que había escrito en ellos (me pasa lo mismo, sin haber escrito tantos).
Por supuesto, uno de los personajes más seductores es Homero (“el que no ve”), el gran poeta sin biografía, del que hasta hoy no se sabe si era una persona o un personaje colectivo, creado por su propia obra, en tiempos en que la poesía estaba socializada, porque se construía día a día a través de su transmisión oral y su enriquecimiento progresivo. No fue sino cuando a alguien se le ocurrió plasmar en caracteres las obras de Homero, que estas dejaron de enriquecerse y de evolucionar, pero antes habían pasado durante muchos años de una boca a otra, a veces en el conciliábulo de los “simposios” que no eran sino reuniones en las que se bebía e inventaba literatura colectivamente.
El libro nos ilustra no solamente sobre la invención de los libros sino del acto de leer y de comunicar lo leído. Al no existir copias de los textos, estos se transmitían de memoria hasta aterrizar en un nuevo pergamino o rollo de papiro. Homero es anterior a la escritura, del tiempo de “las palabras aladas” que recorrían enormes distancias. Por eso hasta hoy existe la duda si realmente existió una persona con el nombre de Homero que fue el autor de “La Ilíada” y de “La Odisea”.
Solo a partir del alfabeto podemos tener algunas certezas. Para los recalcitrantes, el aterrizaje de la palabra alada en la letra muerta era un retroceso, pero no había otra manera de trascender en el futuro. Lo que pasó con los 15 mil versos de “La Ilíada” y los 12 mil versos de “La Odisea” fue una manera de que fijarlos para que no se siguieran moviendo indefinidamente.
Contrariamente a lo que podría creerse, no fue la poesía lo que inició la escritura, sino el comercio, las listas de bienes, las cuentas: “Empezamos escribiendo inventarios y después invenciones (primero las cuentas; a continuación los cuentos)”, dice Vallejo. Más allá de contar historias, la escritura pronosticó el nacimiento del espíritu crítico, cruzado por un doble filo: perder el ejercicio de la memoria y de la oralidad.
La historia del alfabeto es tan fascinante como la del soporte material de los libros. Hebreo, árabe, indio, arameo, griego o latino, todos estos alfabetos son hijos de la misma raíz fenicia, mil años antes de Cristo. Es el origen de la unidad cultural occidental.
Mucho se ha perdido, no sabemos cuanto sino gracias a los primeros catálogos bibliográficos. El primer bibliotecario de la historia, Calímaco de Cirene, dejó listas meticulosas que nos permiten saber hoy lo que se ha perdido, papiros y pergaminos comidos por el tiempo. La búsqueda de esas huellas, sugiere Vallejo, es tan fascinante como el dolor por lo que se ha desvanecido.
Vallejo rescata referencias de los primeros escritores y nos quita el velo de la ignorancia cuando afirma que la primera escritora fue mujer, Enheduanna, que ejerció la poesía con su nombre, 1500 años antes de “La Ilíada”, en un mundo dominado por filósofos y literatos varones, que por supuesto no la mencionan para nada en sus obras. La renombrada democracia ateniense era “cosa de hombres”, excluía por igual a esclavos, extranjeros y mujeres.
No todo era mieles y progreso intelectual en la Antigüedad. El propio Platón (“espalda ancha”) pretendía crear una “policía poética” para controlar lo que se escribía, una suerte de censura previa.
Cuando parece que ya se va agotando Grecia, la segunda parte del libro está dedicada a Roma, que es otro descubrimiento para el lector. Los romanos no eran tan creativos, pero eran políticos sagaces. Pasaban la mayor parte de su tiempo librando guerras imperiales, pero tomaron lo mejor de los griegos en lugar de destruirlo, como harían hoy los talibanes de toda suerte. Capturaban esclavos, pero si eran griegos e ilustrados, les daban privilegios, los trataban como presos de lujo. Roma significó el fin del monopolio aristocrático sobre las bibliotecas y la aparición de lectores anónimos, gracias a la reproducción acelerada de los libros. Legiones de esclavos con buena caligrafía se encargaban de esa tarea. Era además una buena costumbre de los millonarios romanos legar su patrimonio a escritores y filósofos (ojalá hicieran algo similar los acaudalados de ahora).
Tampoco eran épocas de armonía para todos. Marcial, Ovidio y otros escritores rebeldes que satirizaban la opulencia padecieron el exilio, y la mala costumbre de destruir y quemar libros se ha mantenido desde los papiros hasta los mensajes en TikTok. La persecución de las ideas no es otra cosa que una expresión de la ignorancia y el miedo a la inteligencia, como podemos ver en los gobernantes actuales en todo el mundo autoritario. La censura es el lenguaje de los mediocres y la autocensura es el silencio de los cobardes.
Soy un lector lento porque a veces patino en las páginas y mi pensamiento salta por el borde al vacío. Me gusta releer algunas frases y a veces marco aquellas que me seducen. Los libros que pasan por mis manos están marcados para siempre, y siento cierta frustración cuando no puedo hacer lo propio con libros prestados, ya que soy de los tontos que devuelven. Con “El infinito en un junco” he tenido una nueva historia de amor por los libros, no solamente por la literatura, sino también por el alfabeto, por el papel, por la tinta, por las bibliotecas y sus celosos guardianes.