(Publicado en Letra Siete, suplemento de Página Siete, el domingo 27 de marzo de 2022)
Hay libros de grandes autores que a veces pasan desapercibidos. Ediciones especiales y obras que no alcanzan mucha resonancia pero que para el propio autor son el resultado de un empeño amoroso, un divertimento o la prolongación centrífuga de otra obra anterior.
Es el caso del libro “A la mesa con Rubén Darío”, del nicaragüense Sergio Ramírez Mercado, una obra deliciosa en la que se mezcla el testimonio personal con la culinaria y por supuesto con la admiración por otro gran escritor de Nicaragua.
No conocería este libro de colección si no me lo hubiera obsequiado el propio autor apenas unas semanas antes del estallido de la pandemia, durante una cena literaria en su honor, que tuvo lugar a fines de enero de 2019 en el patio de ese hermoso palacio tropical que es la Casa del Marqués de Valdehoyos, sede alterna de la cancillería de Colombia en la ciudad de Cartagena.
El ambiente era tan propicio, que además de la presencia del libro y de su autor, el menú ofrecido durante la cena estaba estrechamente vinculado al texto. Fue una de esas ocasiones inolvidables, que me permitió saludar de nuevo a Sergio Ramírez después de varios años de haber coincidido en otro evento en Antigua, Guatemala, cuando presentó “Adiós muchachos”, su relato sobre el proceso sandinista de la década de 1980, transfigurado en dictadura por Daniel Ortega y su tenebrosa pareja.
En “A la mesa con Rubén Darío” se juntan dos placeres: el de escribir y el de comer, y de esa manera el autor hace del oficio de escribir algo privilegiado, una alquimia de imágenes, sabores, colores y aromas que se desprenden de las páginas de una obra muy cuidada, con detalles sabrosos: más de 200 grabados antiguos, citas de autores (Walter Benjamin, Carl Sandburg, Michel Onfray, Michael Alten, George Sand, entre otros) recetas de cocina y profusión de anécdotas. La primera cita de autor, de Joseph Conrad, marca el tono de la obra:
“De todos los libros creados desde tiempos remotos por el talento y la industria humanos, solo los que tratan de cocina escapan, desde un punto de vista moral, a toda sospecha. Podemos debatir, y hasta desconfiar, de la intención de todos los pasajes en prosa, pero el propósito de un libro de cocina es único e inconfundible. Es inconcebible que su objetivo sea otro que acrecentar la dicha de la humanidad”.
La obra nos habla tanto de los gustos de Rubén Darío, un sibarita notorio, como del propio Sergio Ramírez, unidos por el cordón umbilical de la cocina de su país natal, pero también de aquella de otros países visitados por ambos. La edición de Trilce auspiciada por la Universidad Autónoma de Sinaloa y la Universidad Autónoma de Nuevo León (ambas mexicanas), se consume como un platillo especial de 360 páginas. En la contratapa destaca otro detalle de diseño en forma de una lata de conserva: “Darío puro preparado por Sergio Ramírez”.
Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento), el poeta modernista que sirvió como diplomático —sin plantearse dilemas éticos— a varios gobiernos autoritarios de Nicaragua, inclusive el de Anastasio Somoza, es el tema por segunda vez de una obra de su coterráneo Sergio Ramírez, ahora el escritor vivo más importante de su país. Si en la novela “Margarita está linda la mar” Ramírez abordaba la vida de Darío en su dimensión literaria y social, aquí adopta el tono coloquial de la crónica para sentarse a disfrutar las costumbres culinarias del vate modernista.
Hay un encanto especial en este tipo de libros que rescatan la historia desde el testimonio, para que el lector reviva episodios como si estuviera presente, sentado a la mesa de los dos escritores, entre aromas y sabores. Es tan ameno el libro, que la segunda parte, 120 páginas de recetas de cocina, se deja leer como una continuación de la crónica e invita a recrear los platillos de Darío comentados por Sergio Ramírez.
Aunque Rubén Darío es el eje de la obra, Ramírez acude a 63 fuentes bibliográficas que amplifican el horizonte de la crónica desde Fray Luis de León hasta Marvin Harris, pasando por Balzac, Cervantes y Neruda, entre otros. La conversación de sobremesa con Darío cubre la importancia literaria de la culinaria y del buen comer. Cocinar y comer: dos actos culturales.
La cocina como arte se reivindica desde las primeras páginas donde rememora el juicio por homosexualidad a Oscar Wilde, cuando éste lo afirma frente a una audiencia victoriana que recibe con risas la aseveración. Han cambiado mucho las cosas con el tiempo.
Al otro lado del canal de La Mancha, en Francia, la sociedad era más abierta y cocinar era una de las bellas ates mucho antes. El placer de comer exigía perfección y cultura. La “décima musa” ya había sido consagrada por Brillat-Savarin en 1826 como un arte de complicidad entre el gourmet que cocina y el que degusta. Y a veces puede convertirse en un vicio que lleva a la muerte como mostró magistralmente Marco Ferreri en su sorprendente largometraje “La grande bouffe”.
Honoré de Balzac, admirador de Brillat-Savarin lo expresó con enorme calidad: “Todos los hombres comen; pero son pocos los que saben comer. Todos los hombres beben; pero menos aún son los que saben beber. Hay que distinguir los hombres que comen y beben para vivir, de los que viven para comer y beber. Hay infinidad de matices delicados, profundos, admirables entre esos dos extremos…”
Ramírez no se ocupa de la vulgaridad de la obesidad sino de la noción artística del comer, no exenta de excesos, pero caracterizada por la elegancia. Escribir sobre culinaria en este mundo donde los pobres mueren obesos por ingerir comida chatarra podría parecer un acto de indiferencia hacia una sociedad en crisis civilizatoria, pero en realidad es un aporte a la cultura de vivir en armonía con la naturaleza, o por lo menos a la picaresca de saber vivir con placer y dignidad, en lugar de sobrevivir masticando mecánicamente alimentos ultraprocesados.
Darío era gourmet, pero no gourmand, nos dice Sergio Ramírez. La comida tenía que ver mucho con su proximidad al poder. Durante su estadía en Chile comenzó su costumbre de vestir y comer como si fuera rico, que no era. Era un hombre de fortuna en el sentido de que sus amistades le conseguían trabajos en la prensa y en la diplomacia desde que tenía apenas 20 años y su experiencia se reducía a ser una persona culta que hacía gala de sus lecturas y con ello impresionaba a los demás.
En Chile, se hizo amigo cercano de la familia del presidente Balmaceda y comió en su mesa muchas veces. En su época, para viajar de Centroamérica a Chile o Argentina la vía más rápida era por Europa, en barco. Darío logró que el gobierno de Colombia (y no el suyo) lo nombrara cónsul en Buenos Aires, algo impensable hoy. Más tarde se hizo nombrar cónsul de Nicaragua en París y embajador del presidente Santos Zelaya en Madrid. De ese modo estuvo décadas frecuentando a personajes en posiciones de poder. Y comiendo muy bien, que era una de sus aficiones.
Sergio Ramírez salpica el guiso literario con sabrosas anécdotas como la de los patos numerados de la Tour d’Argent, el restaurante más famoso y caro de París, hasta el día de hoy. Darío, en compañía del pianista y compositor chileno René López Mascayano y del poeta argentino Eugenio Díaz Romero, “oficiaron” ante el pato No. 32388. Sergio Ramírez apunta: “No se sabe quién de los tres pagó la cuenta”.
Ramírez no se erige en crítico de la frivolidad evidente de Rubén Darío, pero entrelíneas cualquier lector avezado llega a la conclusión de que Darío era un oportunista y vividor que dejaba deudas por todas partes escudándose detrás de los laureles que su extraordinaria poesía le proporcionó.
París era el objetivo de vida de Darío, pero una vez allí comenzó a detestar la ciudad luz, marcada por la excepcional Exposición Universal. Era el lugar del mundo donde había que estar en 1900. Como testimonio quedan hasta ahora monumentos que trascendieron al tiempo como la Torre Eiffel o el Grand Palais, entre otros emblemáticos de la capital francesa. Darío escribió para La Nación crónicas sobre aquellos monumentos históricos recién creados.
No se puede culpar tanto a Rubén Darío por exaltar la frivolidad de la ciudad que en ese momento se prestaba como nunca al goce de todos los sentidos. El mundo occidental parecía vivir uno de sus mejores momentos de paz y de progreso, aunque la pobreza de los desposeídos existía —casi invisible para los privilegiados— y sería el caldo de cultivo de la guerra que estallaría apenas unos años más tarde, en 1914. Mientras el cronista habla de morcillas, faisanes y langostas, en el mismo párrafo menciona “en las calles asaltos y asesinatos con más furia y habilidad que nunca”.
La biografía gastronómica de Ramírez sobre Darío no avanza en procesión cronológica sino con saltos de tiempo hilados por la temática, siempre en torno a la idea de que el gourmet come con talento, mientras el gourmand lo hace por glotonería, una idea que desarrolla Michel Onfray en “El vientre de los filósofos”.
Los apuntes de Ramírez y Darío se confunden en esta crónica cómplice. Los gordos “no dan entrada a la mal aconsejadora melancolía. Casi siempre están de buen ánimo y saben el precio de la vida. Ríen de verdad, con la risa franca y sabrosa (…) Raro, rarísimo, será el gordo suicida”.
Hay apuntes estupendos sobre las cocinas de los conventos, “laboratorios de la mejor de las alquimias, que es la comida”. Cuando enviudaban, las señoras ricas se retiraban a los claustros acompañadas por las cocineras de familia, que producían maravillas. No se quedaban atrás los monjes, hábiles sobre todo para producir vinos y licores, como Dom Pérignon, Bénédictine o amaretto Disaronno.
Darío bebía mucho, era alcohólico. Durante ciertos periodos de su vida se recluía en propiedades de amigos ascetas para tratar de curarse, pero nunca lo logró. Aunque rechazaba la etiqueta de “bohemio” elogió en su juventud a los grandes poetas consumidores de ajenjo, el “demonio verde” que producía alucinaciones y podía enloquecer a algunos. A Verlaine lo conoció en 1893 en el café D’Harcourt, tan ebrio que no pudo sostener una conversación con él. Darío no fue ajeno al ajenjo, como sugiere Valle Inclán en una escena de “Luces de bohemia” donde el nicaragüense aparece como personaje en el café Colón de Madrid.
Ramírez regala abundantes disquisiciones propias, relacionadas o no con Darío, pero sí con mitos y costumbres culinarias que recoge en múltiples lecturas. Es el caso del carnero, su carne y sus cuernos en las representaciones a través del tiempo, algunas vinculadas al diablo y a la religión, a la mesa o a la cama.
En sus crónicas de bon vivant, de las que bien vivía en París, Darío no podía ignorar los quesos de Francia, uno para cada día del año, como enorgullece a los franceses. Lo interesante es que los compara con nostalgia con los quesos de su tierra, y menciona al pasar la pobreza campestre en la que creció, elogiando la leche de “exquisito sabor” porque las vacas se alimentaban de coyol, “fruto mucilaginoso y pegajoso que da una palmera de la cual se saca aceite…”
Ramírez contribuye con su propia memoria. De los pocos quesos de Nicaragua había en esa época menciona uno “queso duro y seco, de partir con serrucho, salado a más no poder para que pudiera durar, y cubierto por el propio estiércol de la vaca que, al secarse, formaba una coraza…”
La lectura de un especialista contemporáneo de la alimentación, Marvin Harris, ayuda a Ramírez a echar una mirada actual sobre las costumbres culinarias de Rubén Darío y de su época, y opone a Darío la gran cultura y experiencia refinada del mexicano Alfonso Reyes. Darío era un diletante algo irresponsable, ya que por una compensación monetaria aceptada encargos que otros escritores hubieran rechazado. Publicó por entregas una novela que nunca terminó, titulada “El oro de Mallorca”, basada en su corta vivencia en la isla, con diálogos y personajes que allá conoció, incorporándose incluso como personaje cuando le faltaba un narrador que pudiera decir cosas inconvenientes. Entre 1913 y 1914 entregó capítulos que no daban para construir una historia con argumento.
Sergio Ramírez extiende las páginas de su crónica mencionando los viajes y peripecias literarias de Darío, aunque no se vinculen directamente a sus prácticas gastronómicas. El propio Darío solía llenar páginas con largos párrafos descriptivos de un lienzo, por ejemplo, haciendo literatura de la pintura y desplegando su enriquecido vocabulario modernista. Los higos abiertos le sugerían el sexo femenino, analogía bien escogida por el tamaño, el color y la textura.
Como todo en la vida acaba, y sobre todo la vida misma, el regreso triunfal de Darío a Nicaragua en 1908 lo hace descubrir quesos, frutos, animales, platillos y bebidas que lo devuelven a su infancia y que antes no había apreciado en justa medida o no tenía los instrumentos literarios necesarios para describir. El maíz es parte de ese “inventario sentimental” de Darío, pero también de Sergio Ramírez. A ratos ambas voces se confunden.
Viajes y honores por donde iba, Sergio Ramírez describe bien al poeta laureado hasta en su manera pomposa de vestir, su atuendo con ribetes dorados: “La literatura comenzaba a ser un espectáculo…”
Más de 120 páginas de “recetas darianas” poco convencionales, sazonadas con comentarios literarios, cierran este libro fascinante. No hay que buscar en ellas la unidad de un recetario de cocina, aunque estén divididas en categorías. Es más bien un recetario intercultural que muestra que el mundo de la gastronomía es ancho y ajeno.
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La boca es el lugar de la historia,
Y la historia no es más que un perpetuo recomenzar…
—Michel Onfray