(Publicado en Página Siete el domingo 20 de mayo de 2022)
El 29 de marzo de 2019, al inicio de la pandemia, falleció a los 90 años de edad la cineasta Agnès Varda, que hasta el final de sus días mantuvo esa cara de niña y esa sonrisa de picardía. Tuvo el mérito singular de ser la única mujer en la primera fila de realizadores de la Nouvelle vague francesa, aunque a lo largo de su extensa carrera en el cine no realizó más de diez películas de distribución comercial entre las 61 obras que dirigió o que se filmaron con ella como personaje.
En su filmografía, sobresalen las películas más conocidas, como “Cléo de 5 a 7” que catapultó su fama en 1962, seguida de “La felicidad” en 1965, “Las criaturas” en 1966, “Daguerrotipos” en 1975, “Mur murs” en 1981, “Sin techo ni ley” en 1985, “Les glaneurs et la glaneuse” en 1990, “Las playas de Agnès” en 2008 y su última película, “Caras y lugares” en 2017.
En medio de esas obras mayores hay otras que hay que ver, decenas de cortometrajes que ponen en evidencia su espíritu inquieto y su compulsión por la imagen. Ya sea sobre temas trascendentes o sobre hechos cotidianos, su cine se caracteriza por la refrescante mirada con que describe situaciones y personajes.
Toda la obra documental de Agnes Varda es en primera persona, pero no siempre autobiográfica. La realizadora aparece en la imagen y en la narración, y con ello reafirma que no improvisa. Hasta la obra más breve y aparentemente menos elaborada, está planificada. Hay documentales que se resuelven en la etapa de edición, como Chris Marker que solía encerrarse años para editar como ebanista que va limando las asperezas de una pieza hasta conseguir su mejor expresión. En Varda, una obra parece estar completa desde el inicio, por muy sencilla que sea la idea y que parezca la película terminada. Hay algo de Godard, pero sin la pretensión intelectual.
Es el caso de un breve trabajo de cinco minutos, casi desconocido, “La petite histoire de Gwen la bretonne”, donde narra su encuentro casual con una francesa que había conocido años antes. Gwen Deglise se fue a Los Ángeles para comenzar una nueva vida, y perdió todo al principio, menos una bicicleta en la que circula por las calles de la ciudad. Su vida se encamina en parte gracias a los filmes de Agnès y de Jacques Demy, que exhibe primero en un pequeño cineclub y librería de barrio, antes de adquirir responsabilidades de programación en la Cinemateca Americana, instalada en el emblemático Teatro Egipcio. Mientras cuenta la historia de Gwen, cuenta la propia durante el tiempo que estuvo en Los Ángeles. A pedacitos, con otros breves documentales que hizo sin aparato de producción sofisticado, reconstruye en una parte de su propia vida, una memoria en el estilo de un diario de las personas que encuentra en su camino, a las que enriquece y las que la enriquecen o al menos despiertan su curiosidad.
Como la pintura de Frida Kahlo, el cine de Varda es autorreferencial, aunque no descarnadamente revelador de la intimidad, como las obras de la artista mexicana. La diferencia es que Varda disfruta de una vida sin grandes conflictos personales, y mira todo con un espíritu positivo, alegre, como una niña que se maravilla ante todo lo que se le cruza por el camino. No es casual la frecuencia de los espejos en sus obras, en parte para reflejarse a sí misma y en parte para indicar que el cine es solamente un reflejo de la realidad, filtrado por los sentidos y la interpretación.
Varda fue pionera de la nueva ola del cine francés, con cortos que precedieron al movimiento renovador de las décadas de 1950 y 1960. Por su experiencia en la fotografía, su cine se regodea en bellos encuadres y selección de colores, de manera que visualmente es siempre un placer. Como García Márquez o Cortázar, cualquier tema es bueno para crear belleza.
El documental “Agnès par Agnès” es una síntesis excepcional de su cine y de su filosofía de la vida. Es un placer ver esta obra de más de dos horas de duración que repasa las etapas de su actividad creativa, con una propuesta de mostrar las cosas con el ojo que caracteriza a sus trabajos: inspiración, creación y compartir son las palabras que resumen su visión del cine. El documental incluye representaciones de su familia, de sus amigos, una intimidad sin embargo precavida, donde lo más recóndito parece ser su relación y la muerte de Jacques Demy, su esposo, también cineasta.
Varda cuenta que “Cléo de 5 a 7” nació de su percepción del miedo colectivo por el cáncer, y la manera como fluye la historia con el personaje principal fue también un resultado de la necesidad de filmar en un día, por razones presupuestarias. El resultado es mágico, fresco, auténtico. Meticulosa, la directora no deja nada al azar. En sus obras más “documentales” todo está calculado. Esta es otra prueba de la borrosa frontera que existe entre la ficción y el documental, al extremo de que debería abolirse esa distinción impuesta por los distribuidores comerciales.
En “Daguerrotipos” filma a la gente de la calle donde vive, como si fuera un pequeño pueblo incrustado en la ciudad, donde todos se conocen. Los personajes son reales: la panadera, el carnicero, los comerciantes, la gente que hace filas, esa “mayoría silenciosa” que atrae el ojo de la cineasta. Su proximidad afectiva logra algo que no es fácil: filmar a la gente mientras continua con sus labores cotidianas, sin que la cámara (y el equipo detrás de la cámara), modifique los comportamientos. Varda habla de “la empatía del amor por la gente que uno filma”.
En la diversidad de su obra se alternan las películas realizadas en Francia y en estados Unidos. Su documental sobre los Black Panther, el grupo radical marxista-leninista de afroamericanos que lucharon contra el “establishment” en la década de 1960, es un retrato de la “minoría enfurecida” de los negros pero también de las mujeres. Varda se declara feminista y mantiene hasta el final de su vida esa visión de la igualdad y la justicia. Lo aborda en “Mi cuerpo es mío”, la vida de dos jóvenes mujeres, filmadas con diez años de distancia, donde hace el relato de una resistencia que no ha terminado, y para ello usa todo tipo de recursos: teatro, música, o muñecos. Todo tiene una referencia cultural sin estridencia, con buen humor y alegría.
Adolescente todavía, la actriz Sandrine Bonnaire tuvo su primer rol protagonista en “Sin techo ni ley” (1985) de Agnès Varda, donde interpreta a Mona, una joven de 17 años enojada con el mundo, un “road movie” que incluye 13 travellings de un minuto o más, una experiencia creativa complicada en esos años en que no existía la tecnología actual.
Se acaba el espacio, quedan muchos filmes de la pequeña Agnès Varda en mis notas. Hay que ver su cine, no tiene desperdicio. Este apretado texto es una invitación.
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J'ai peu d'argent,
mais le luxe, c'est de tourner à mon rythme, en alternant tournage et montage,
en repartant tourner après avoir monté, en évoluant dans l'aléatoire, mais
toujours avec des options de cinéma.
—Agnès Varda