(Publicado en Página Siete el domingo 12 de junio de 2022)
Hugo Roncal (foto: archivo familiar)
Cuando hablábamos en su departamento cerca de la plaza Abaroa, Hugo Roncal mencionaba entre sus proyectos un largometraje titulado Un hombre cualquiera, pero nunca me ofreció detalles. Iba a ser una obra con la que demostraría su condición de cineasta de ficción, ya que por circunstancias de la vida se había visto obligado a dirigir documentales de encargo, postergando sus propios proyectos. Como Jorge Ruiz, Hugo pudo concretar pocas obras personales. En cambio, hizo muchas películas “alimentarias”, a veces sobre temas que probablemente chocaban con sus principios.
Entre los documentales de encargo, lo más rescatable es El mundo ignorado, serie financiada por Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos entre 1976 y 1978, que incluye Sucre, la ciudad blanca, La Virgen de Urcupiña, Iglesias de Bolivia, Lo que guarda la tierra (sobre las exploraciones de petróleo), Chapé Fiesta (filmada en San Ignacio de Mojos), y Los Ayoreos, quizás el mejor documental que realizó. Salvo aquel sobre la exploración petrolífera, los otros filmes fueron realizados con entera libertad y no responden a la necesidad de propaganda de la empresa auspiciadora, sino al ánimo de promover la cultura de Bolivia.
Hugo Roncal fue actor en películas argumentales, alguna vez en un papel protagónico, pero solo abordó la ficción como realizador en un cortometraje ingenioso: El mundo que soñamos, la historia de un papel periódico llevado por el viento sobre la ciudad de La Paz mientras narra en primera persona sus impresiones “al vuelo”. En una feria de títeres, la hoja de papel periódico se aferra a las piernas del titiritero para rogarle que haga de él un precioso muñeco. En este filme producido en el marco de su trabajo en el Centro Audiovisual de USAID, Roncal tuvo suficiente libertad de expresión como para hacer algo creativo y personal.
Estos antecedentes están ampliados en mi Historia del cine boliviano (1982) con base en las conversaciones que sostuve con Hugo Roncal, y me alientan ahora a celebrar la recuperación de Cómo duele ser pueblo (2021), un trabajo de reconstrucción realizado por Fernando Vargas por iniciativa de la familia de Roncal.
Cuando una película boliviana que parecía irremediablemente perdida o postergada sale a la luz muchos años después, siento que hemos recobrado la memoria. Es como si se descubriera la cura contra el Alzheimer o una píldora contra la desidia y el olvido. Emerge una obra que permanecía inédita porque no estaba terminada, y yo siento que todos hemos ganado una batalla, aunque el mérito corresponda a unos pocos.
El exilio hizo que mi contacto con Hugo se hiciera esporádico. Habíamos conversado a fondo sobre su cine en 1975, pero en 1980 se produjo el golpe militar del general García Meza, y los que estábamos en el Taller de Cine de la Universidad Mayor de San Andrés (fundado por Paolo Agazzi), fuimos perseguidos, nos refugiamos en la clandestinidad y/o salimos al exilio. Del grupo original donde estaba Luis Espinal, Paolo Agazzi, Antonio Eguino y yo, entre otros, no quedó nadie. A Lucho lo asesinaron en marzo de 1980, cuatro meses antes del golpe.
En ausencia de los profesores que habían participado inicialmente en el Taller de Cine de la UMSA, Hugo Roncal continuó con la labor entre 1981 y 1983, y en ese marco surgió la iniciativa de realizar una película. El título de rodaje era Dolor del pueblo, pero nunca pudo concretarse en una obra terminada durante la vida del realizador, aunque Roncal dejó atrás material filmado (9 rollos en 16mm, color) de dos historias que han sido editadas como parte de un mismo largometraje.
La primera está basada en el cuento “El tiempo y los sueños” de Gastón Suarez, que narra la desventura de un funcionario de la empresa de ferrocarriles en Oruro, desdeñado por su novia, que decide renunciar a su trabajo para dedicarse a la minería, con la esperanza de regresar algún día millonario y reivindicarse ante su antiguo amor. Su pequeña mina, que bautiza como “La desdeñosa”, le da más pesares que alegrías. Entretanto tiene un hijo con una indígena lugareña, con la que se comunica apenas pues ninguno de los dos es bilingüe.
La segunda historia, “Milagro de Nochebuena”, una idea original de Hugo Roncal, muestra a un joven padre de familia que cobra su magro aguinaldo para comprar regalos para sus hijos, pero por una confusión en la tienda acaba en la cárcel el 24 de diciembre sin que nadie quiera escuchar su versión de los hechos, salvo un ladrón con corazón (Hugo Pozo, excelente), que ofrenda su vida para hacer el milagro. La historia tiene agujeros e inconsistencias que no viene al caso enumerar aquí, pero transmite una dosis innegable de ternura, al igual que la primera.
Roncal falleció en 2005 a los 82 años, sin terminar estos proyectos ya filmados. Tengo la impresión de que los abandonó (nos ha pasado a varios) ya sea porque no encontró el apoyo necesario (en esa época era mucho más difícil que ahora) o porque consideraba que no ameritaba proseguir. Cuatro décadas después del rodaje, el material que estaba en depósito en la Cinemateca Boliviana fue digitalizado y supuestamente restaurado, aunque no es tan evidente en la copia que ha sido exhibida, que conserva varios defectos de origen. El trabajo más meritorio, sin duda, es el de Fernando Vargas, que ha logrado editar un material con base en notas e indicaciones que había dejado Hugo Roncal. Las composiciones de Javier Parrado pueden ser buenas piezas de música por separado, pero saturan la banda sonora al disputar el primer plano.
Me atrevo a decir que Fernando Vargas es coautor del film con todo derecho, porque cualquier cineasta sabe que la etapa de filmación no define el resultado de un trabajo si no es acompañado por el director en la etapa de postproducción. Vargas ha realizado una proeza editando las dos historias y creando entre ellas un vínculo en los minutos finales, para que entre una y la otra exista una continuidad o por lo menos un puente que permite presentarlas como una unidad cinematográfica, aunque las historias no se relacionan, las filmaciones pertenecen a etapas diferentes, los actores son distintos y también el tratamiento de la fotografía.
Creo que Roncal se embarcó inicialmente en dos proyectos autónomos, con equipos distintos, en momentos diferentes. La cámara de la primera parte parece haber sido manejada por sus estudiantes (zooms innecesarios, encuadres pobres), no así en la segunda historia, técnicamente más madura. Por ello, veo una enorme habilidad de Fernando Vargas para reunir ambas narraciones a través del personaje que interpreta Pozo. Con todo, si se considera la fecha de filmación, el filme no destaca por su calidad porque ya había antecedentes clave en el cine boliviano como La vertiente de Jorge Ruiz, o las obras de Jorge Sanjinés, Antonio Eguino y Paolo Agazzi anteriores a 1980.