(Publicado en Página Siete el domingo 1 de mayo de 2022)
El séptimo arte es de una fragilidad pasmosa. Aunque de todas las artes el cine requiere de una mayor inversión, su resultado son imágenes volátiles suspendidas en la luz. Los artistas plásticos y los escritores tienen dominio cercano de sus nobles materiales de trabajo: piedra, barro, madera, papel. El arquitecto diseña un sueño y al cabo puede ver su obra construida como la imaginó. La música está en la cabeza de los creadores que se encargan de vaciarla en signos de un pentagrama para que pueda ser interpretada. En el teatro se conjugan muchos talentos, para montar una obra cuya existencia sobre el escenario se renueva en cada representación.
En una película se conjuga la creatividad colectiva con la tecnología. El cine contiene a las demás artes, pero solo se percibe como obra artística cuando ilumina una pantalla. Más allá de los aparatos y los soportes, el cine existe como experiencia compartida. Desde la primera exhibición pública el 28 de diciembre de 1895 en el Salón indio del Grand Café, en París, el cine se convirtió en arte y espectáculo colectivo de luces y sombras que se desvanecen al final.
La tecnología ha cambiado y ahora el cine es aún más etéreo. Una película es un número en una memoria digital, y su consumo no es ya necesariamente un acto colectivo. Pero de aquellos primeros cien años de su existencia han quedado rollos de película en diferentes formatos y soportes, que constituyen una memoria documental y artística invalorable.
Mucho se ha perdido. Las condiciones de conservación, los accidentes, los incendios y el propio paso del tiempo han hecho desaparecer obras cinematográficas en nitrato y en acetato cuya vida se ha reducido a unos pocos años. Mucho más han durado los papiros egipcios que se remontan a cinco mil años de antigüedad, tan antiguos como la escritura misma.
Fue una proeza crear y construir la Cinemateca Boliviana, y ha sido otra proeza mayor mantenerla a lo largo de más de cuatro décadas. En sus años nacientes la Cinemateca contaba con un público cautivo que no tenía pereza de desplazarse hasta la calle Pichincha para el ritual de ver una buena película. En una pequeña oficina con ventana a la calle Indaburo trabajaban como hormigas Pedro Susz, Norma Merlo y Carlos Mesa, gestores con visión de futuro que se empecinaron en convertir a la Cinemateca de La Paz, creada en 1976 con apoyo del alcalde Mario Mercado, en una Cinemateca Boliviana cuyas funciones y ambiciones se ampliaron.
Luego de un largo proceso se levantó ladrillo sobre ladrillo el actual edificio en la calle Oscar Soria (donde vivía nuestro querido escritor y guionista), en un terreno en el que solíamos jugar fulbito hasta que comenzó la construcción. Tantos años, tantas historias, tantos esfuerzos. La Cinemateca Boliviana ha tenido épocas buenas y épocas malas. Para quienes han estado a cargo de ella nunca ha sido fácil, pero ha sido más difícil en las últimas tres décadas.
La aparición comercial del DVD (Disco Versátil Digital) a fines de la década de 1970 fue un salto extraordinario de la tecnología, pero también produjo el derrumbe de las salas de cine. En La Paz más de 30 salas de barrio se extinguieron, sustituidas por centros comerciales con muchas pantallas, pero con una oferta de cine limitada a las producciones más comerciales. Nos acostumbramos a ver películas en la casa y el fenómeno de la apreciación colectiva del cine se redujo a la iniciativa de cine clubes y de la Cinemateca, que sobrevivió a los cambios.
La conservación del cine es una preocupación mundial que se ha traducido en la especialización de cinematecas, filmotecas y archivos fílmicos cuya función no es solamente exhibir, sino salvar el cine como séptimo arte, cultivando espectadores con sentido crítico, y recuperando, restaurando y archivando la producción de cine. Todo eso se ha hecho más fácil con la digitalización de imágenes, aunque la tecnología evoluciona tan rápido, que cada cierto tiempo hay que realizar nuevas operaciones de salvamento.
La mayoría de los cineastas bolivianos hemos depositado en la Cinemateca Boliviana nuestra obra, copias de películas en 35mm, en 16mm, en Súper 8 y diversos formatos de video. En las bóvedas se conservan y protegen más de 8.500 rollos del cine nacional (el 80% de lo producido en Bolivia) y cerca de 15 mil rollos de película de otros países. Visitar ese repositorio produce una intensa emoción, porque mucho de nuestro cine se ha salvado gracias al trabajo de la Cinemateca Boliviana, que ha sido blanco de varios gobiernos y también de la gente del gremio, como si fuera una fortaleza llena de oro. Ante la indiferencia y agresividad del Estado, la Fundación Cinemateca Boliviana tuvo que esquivar no solamente los derechazos políticos, sino además los ganchos al hígado del público que le dio la espalda.
Los que tenemos cierta proximidad con la Cinemateca sabemos que cada día es una lucha por la sobrevivencia. La institución no puede sostenerse solamente con las entradas de cine, por eso multiplica proyectos que le han permitido hacer investigación (un catálogo completo, por ejemplo), y mejorar su equipamiento. No hay oro en la Cinemateca, pero la riqueza que ha acumulado es la memoria del cine. Eso se logró con gran esfuerzo a lo largo de varias gestiones, no siempre exitosas. De todos los archivos de cine de América Latina, la Cinemateca Boliviana era la única que no tenía condiciones para digitalizar su acervo cinematográfico.
Hace siete años llevé bajo el brazo copias de dos películas mías en 16mm para digitalizarlas en la Cinemateca del Ecuador, y en 2020 los documentales de Luis Espinal para que fueran digitalizados en el Archivo Fílmico de Colombia, en el marco de acuerdos de cooperación con la Cinemateca Boliviana. Otros cineastas han hecho lo mismo en instituciones de Europa o América.
Ahora ya no será necesario ir a otros países porque nuestra Cinemateca ya tiene un equipo propio de digitalización de imagen y sonido en 35mm y 16mm, un aparato Blackmagic Design Cintel, que se obtuvo gracias al proyecto “La preservación y el acceso del patrimonio cinematográfico boliviano de la Cinemateca”, con el apoyo del Hilfsfonds, fondo de ayuda internacional creado a raíz de la pandemia por el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania, el Goethe Institute y las fundaciones Fischer y Robert Bosch. Es la segunda vez que la Cinemateca Boliviana accede a este fondo, ya que en 2020 obtuvo el sistema de proyección digital DCP. Esto se ha logrado en la gestión de Mela Márquez como directora, gracias a su persistente labor de relacionamiento con organismos de cooperación. Ramiro Valdez, el encargado del archivo, tiene ahora en sus manos una responsabilidad mayor.
El nuevo aparato de digitalización, idéntico al que tiene el Archivo Fílmico de Colombia, permitirá poco a poco digitalizar los principales materiales que conserva la Cinemateca en sus bóvedas. No es un proceso fácil ni rápido, ya que el scanner digitaliza las películas en tiempo real, y luego hay que someter a cada una a un proceso de corrección de contraste y color, mejoramiento de la banda sonora, etc. Los servicios que preste la Cinemateca, permitirán generar ingresos y mantener así su independencia como institución.
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Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo
de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
—Jorge Luis Borges