(Publicado en el suplemento Ideas de Página Siete el domingo 5 de junio de 2022)
Desde las escrituras del Apocalipsis, pasando por traducciones del griego y emperadores romanos sanguinarios como Nerón, la cifra 666 ha estado rodeada de interpretaciones asociadas al mal, a la perversidad, al poder que se ejerce sobre los pueblos de manera implacable y cruel. En el lenguaje popular, el 666 es la marca de la Bestia, es decir, la marca de Satanás, el demonio.
Me ha venido a la mente esa historia que se remonta a la antigüedad, al conocer en días pasados el “Informe de situación 2021” que acaba de publicar la Unión Nacional de Instituciones para el Trabajo de Acción Social (UNITAS), cuyo proyecto de organizaciones sociales defensoras de los derechos humanos ha indagado una vez más sobre las “condiciones de entorno en el que las organizaciones de la sociedad civil desarrollan su acción en Bolivia”.
Una vez más, se trata de un informe revelador, resultado de una auditoría permanente sobre las violaciones y vulneraciones de los derechos humanos en la sociedad civil. Las fuentes de esta meticulosa investigación son 25 medios de información, así como los datos proporcionados por las propias organizaciones de la sociedad civil y las denuncias presentadas al Observatorio de Defensores de Derechos de UNITAS, en el marco de un excelente programa financiado por la Unión Europea, que se rige por la metodología de CIVICUS, quizás la más importante red internacional de instituciones de la sociedad civil.
En ese informe aparece la cifra 666 como una marca ominosa del abuso de poder. Si en la antigüedad fue el sello que se imprimía en monedas y documentos para recordar el perfil de los césares, hoy señala el oprobio de un régimen de intolerancia y persecución del pensamiento libre e independiente. Por ello es un informe que hay que leer detenidamente, revisar con avidez, porque revela lo que se está viviendo en Bolivia y nos invita a darlo a conocer ampliamente dentro y fuera del país. Quizás sobre todo en el nivel internacional, donde todavía hay quienes piensan que la democracia en Bolivia se traduce en libertades individuales y colectivas, cuando este informe demuestra lo contrario.
Si en el año 2020 hubo 232 casos de violaciones a las libertades, en 2021 se documentaron debidamente 666 vulneraciones, de las cuales 429 (64 %) corresponden al derecho a la protesta, 71 (11 %) a la libertad de expresión, 67 (10 %) a la libertad de prensa y 62 (9%) a la institucionalidad democrática.
Una cosa es vivir el día a día de la represión, las presiones, la censura, las amenazas, y otra es ver esos hechos reflejados en cifras y en informes respaldados por información que recogen los medios, por valoraciones que hacen expertos y por denuncias que si bien no abarcan todos los casos, al menos gran parte de ellos.
En cada capítulo del informe hay una radiografía completa y desmenuzada por categorías. No tiene sentido repetir aquí los acápites del informe, que puede ser consultado en la página web de UNITAS, pero como ejemplo podemos tomar el que nos concierne de más cerca: la libertad de expresión.
De las 71 vulneraciones a la libertad de expresión, 28 están relacionadas con la estigmatización de los trabajadores de los medios, 11 casos de amenazas directas, y otros vinculados a la censura previa, a presiones, a intimidaciones, atentados contra el discurso de interés público o la criminalización de ejercicio profesional, entre otros.
Tan acostumbrados estamos a recibir amenazas por los artículos que publicamos, que ni siquiera los reportamos. Este informe me hace pensar que debo hacerlo la próxima vez que reciba insultos y amenazas, por lo general anónimas, provenientes de los “guerreros digitales” pagados o de militantes del oficialismo, que pretenden acallarnos. No cabe duda de que si todos los que ejercemos públicamente el derecho a opinar denunciáramos oportunamente las amenazas que recibimos, la cifra podría elevarse significativamente. Nosotros mismos, al no hacerlo, nos convertimos en cómplices del silencio sobre las vulneraciones.
Todos los casos reseñados en el informe están documentados en detalle, y ver el conjunto en una sola publicación nos hace más conscientes de la gravedad de las vulneraciones de derechos humanos en Bolivia. Y eso que el informe cubre apenas una parte de las violaciones, y no aborda en detalle temas de corrupción y transparencia, tierra y territorio, medio ambiente o persecución política disfrazada de procesos judiciales, como es el caso de la expresidenta Añez.
Todas las normas de respeto a la convivencia democrática y al ejercicio de las libertades se han torcido para ejercer el poder con violencia física o verbal. Quienes ostentan cargos en el Estado no se consideran servidores públicos, sino autócratas con poderes ilimitados sobre las personas y sobre las instituciones y organizaciones de la sociedad civil, que son víctimas de agresiones permanentes.
La institucionalidad democrática está herida profundamente con esa marca de la Bestia que no conoce límites porque controla todos los poderes del Estado. La libertad de asociación o los derechos de los defensores son violados permanentemente. Un caso emblemático son las amenazas constantes que recibe Amparo Carvajal, la presidenta de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia (APDHB), y la institución que ella conduce con mucha valentía, a pesar de los intentos de régimen de crear organizaciones paralelas.
La importancia de un informe como este trasciende la coyuntura actual. Si bien nos ofrece un panorama bastante apabullante de las vulneraciones ocurridas durante el año 2021, también queda como un elemento de memoria que tendrá importancia en el futuro para medir las consecuencias de un periodo oscuro para la vida democrática de Bolivia.
Las organizaciones de la sociedad civil que representa UNITAS y muchas otras que han sido incluidas en este informe, sufren constantemente presiones de todo tipo para entorpecer su trabajo social. A través de disposiciones legales y exigencias administrativas, se trata de desmantelar a estas organizaciones. Hay más de 600 que están con los trámites trancados para adecuar su personería jurídica a las nuevas disposiciones del régimen, que se ha ocupado de inventar nuevas reglas del juego para ejercer un mayor control.
Ya tuvimos hace años el caso de la expulsión del país de Ibis, la ONG europea que hacía un importante trabajo en Bolivia, pero que irritaba al poder. No podemos excluir la posibilidad de que esto vuelva a suceder y de que se afecte también a instituciones bolivianas. Las presiones y amenazas del gobierno podrían escalar para llegar a la situación de Nicaragua, donde 82 instituciones de la sociedad civil han sido clausuradas este año luego de presiones y persecución de sus miembros.
La máxima que expresó Lord Acton en una carta a un obispo anglicano, parece aplicarse a Bolivia y a otros países de nuestra región con regímenes autoritarios: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.