(Publicado en Página Siete el domingo 5 de septiembre de 2021)
En las redes virtuales nadie se muere. Las cuentas sobreviven a sus dueños, a menos que un familiar se tome el trabajo de cancelarlas. Me doy cuenta de ello cuando reviso las “sugerencias” que hace la red LinkedIn para conectar con amigos y colegas que se supone están expectantes al otro lado del espejo virtual. Por curiosidad reviso esos contactos sugeridos y constato que a dos de cada diez tendría que enviarles mi invitación al más allá, pues por vías terrestres y pedestres, supe que ya fallecieron.
En el caso de Théo Robichet, amigo cineasta francés del que no tenía noticias hace años, no lo supe hasta hace poco. Puse un mensaje en su cuenta de LinkedIn, hice una búsqueda exhaustiva en la red, pero nada, no había manera de contactar a mi querido Théo. Busqué en el anuario telefónico indicando su lugar de residencia en Gennevilliers, al norte de París, sin resultado. Puse “Théodore” en vez de Théo, pero nada.
Pensé lo peor y busqué en los obituarios de Le Monde, que suelen destacar a los muertos importantes, pero no hallé nada, hasta que en una oscura página de archivos de bibliotecas, encontré en letra pequeña el dato que temía encontrar: “Théo Robichet 1941-2016”. Y nada más: se murió sin que nadie se acordara de él. Ni los amigos de París lo sabían, menos yo que vivo en este agujero alejado de todo.
Théo falleció el 27 de agosto de 2016 (hace cinco años) y nadie dijo nada. Qué final tan solitario para alguien que hizo cosas buenas en su vida y lo hizo con generosidad, esfuerzo y compromiso social. Militó muy joven en el Partido Comunista Francés (PCF) pero no aguantó mucho en esa estructura burocrática y vertical. Liberado de la carga y sin apartarse del campo progresista se dedicó a la producción de documentales y a colaborar como camarógrafo en producciones de otros colegas.
Su voluntad internacionalista lo llevó a Chile poco antes del sangriento golpe militar de Pinochet contra Salvador Allende, presidente electo democráticamente. De lo que filmó en esos días junto a Bruno Muel (Théo con la cámara) salió el primer documental sobre el golpe: “Septiembre chileno” (1973, 39 minutos), con imágenes del entierro de Neruda.
Por limitaciones presupuestarias dejaba de filmar durante largos periodos, pero no cesaba de elaborar guiones, tenía gran facilidad para escribirlos. Sus proyectos se apilaban. Cualquier idea que lo motivaba era rápidamente convertida en guion. Sucedió cuando le conté la historia de la película sobre Luis Espinal que nunca pude terminar. Le interesó tanto que en pocos días me entregó un tratamiento literario de 59 páginas en francés, pero con el título en castellano: “Luis Espinal, la película imposible”.
Mientras yo seguía mis estudios de cine en París, en la década de 1970, solíamos vernos con cierta frecuencia por razones profesionales y, cada vez más, de amistad. Él me presentó al “Tata” Cedrón, músico extraordinario, y a su hermano, el cineasta Jorge Cedrón, que murió en circunstancias extrañas durante un interrogatorio en la Prefectura de París.
con Fatiha Rahou y Théo Robichet
Théo y Fatiha Rahou, su compañera argelina que creaba sobre vidrio escenas de hermosa sensualidad, vivían en Gennevilliers, en las afueras de París. Para visitarlos había que tomar tren, bus y caminar un trecho para llegar. Su departamento era como me gustan: un espacio saturado de arte y de objetos de los países donde habían estado. Fatiha pintaba de colores vivos las mesas y las sillas, era como habitar en uno de sus cuadros inspirados en leyendas árabes.
En otra etapa coincidimos en Nicaragua, cuando Théo estuvo junto a Pierre Kalfon como consultor de Unesco ante el Ministerio de Cultura del primer gobierno sandinista, con Ernesto Cardenal de ministro, (cuando ese proceso era todavía revolucionario). Yo era consultor del PNUD en el Ministerio de Planificación, con otro personaje emblemático: el comandante Modesto, Henry Ruiz.
Théo era un experto en cámaras y equipos de cine, se adaptaba fácilmente a las nuevas tecnologías. Era un formidable camarógrafo, cámara en mano. Siguiendo los pasos de Fatiha, se puso a pintar en los últimos años, ya que hacer cine se había tornado tan difícil. Uno de sus cuadros llamó mi atención y él se dio cuenta, de modo que antes de despedirme lo descolgó, le sacó el bastidor, lo enrolló y me lo regaló pese a la resistencia (no muy convincente) de la que hice amago.
Ahora he revisado sus documentales para recordar su pasión internacionalista. Hizo “El hambre del mundo” (1975, 104 minutos) para denunciar el enriquecimiento capitalista a costa de la hambruna en el norte de África.
En “Jérusalem, à la folie” (1998, 54 min.) elaboró un retrato íntimo de esa ciudad compleja, la “capital mundial del fanatismo” (como dice una de sus interlocutoras). En entrevistas con sicólogos revela el lado hipócrita, histriónico y obsesivo del fanatismo religioso, principalmente de los judíos.
También estuvo en la guerra de Bosnia-Herzegovina, donde hizo reportajes que reunió con el título: “SOS mémoire 2” (1999, 50 min).
Retomó sus raíces bretonas para realizar un entretenido semi-documental, “Ar Cʹhanol : les mémoires du Canal de Nantes à Brest” (2006, 52 min.), el único filme que incluye escenas de ficción, interpretadas por Jean Kergrist. Teje así la historia de Francia y la de su región natal, donde se llevó adelante entre 1804 y 1842 el proyecto ambicioso de unir mediante canales y 236 esclusas, las ciudades de Nantes y Brest, para transportar mercancías en un viaje que duraba un mes.
En los suburbios de París realizó con Jean Dupré un documental sobre jóvenes mujeres boxeadoras: “Les filles du ring” (2003, 56 minutos), donde simpatiza con adolescentes que buscan salir de la marginalidad mediante ese deporte.
En 2006 se reunieron en “Les groupes Medvedkine, 1967-1974”, los documentales militantes que había filmado en la década de 1970 la agrupación de cine bautizada con el nombre del pionero del cine directo en la Rusia revolucionaria de los años 1920-1930. En ese movimiento había participado Théo junto a Chris Marker.
Una
de las cosas más tristes es enterarse de la muerte de un amigo demasiado tarde.