(Publicado en Los Tiempos el domingo 23 de abril de 2023)
Sobre pintura y artistas bolivianos hay muchísimo que decir para honrar su trabajo en un país que suele abandonarlos a la suerte del mercado, y que prefiere privilegiar casi siempre lo superficial y lo más comercial, antes que obras y trayectorias sin concesiones, producto del talento y la tensión creativa.
Gracias al privilegio de ser amigo de una docena de los más grandes artistas contemporáneos de Bolivia, algo he aprendido en el camino, y por eso me atrevo de vez en cuando a escribir mis impresiones. Sin embargo, hay quienes lo hacen con mayor conocimiento de causa, desde una trinchera especializada.
Una de esas personas es María Isabel Álvarez Plata, curadora y restauradora, alguien que tiene la capacidad y la experiencia para hacer una lectura de la obra de un artista a la vez integral y selectiva, lo primero a partir de lo segundo: de la esencia sublimada a una visión panorámica pero a la vez profunda, porque teje todos los aspectos que atañen a la vida y obra de un artista, en este caso Alfredo La Placa: su origen, su formación, sus itinerarios internacionales, sus influencias, sus vivencias, sus experimentos, su espacio de trabajo, sus interacciones con otros artistas, sus reflexiones, la evolución de su técnica y de su temática, entre otras. Es decir, ponerse en los zapatos del artista para entender su obra.
La Placa, como dice María Isabel Álvarez Plata, es “un artista difícil de encasillar”. Con frecuencia esto quiere decir que va a contracorriente de otros artistas de su época, buscando un camino propio que a veces tarda en ser reconocido. Eso me recuerda el trabajo de Rufino Tamayo, tan alejado de la corriente muralista predominante en México en su tiempo (Rivera, Orozco, Siquieros, O’Gorman), pero a la vez compenetrado de manera íntima con lo esencial de la cultura nativa. Lo propio sucede con La Placa, su expresión abstracta araña en la profundidad de los colores y las formas del altiplano boliviano, pero los representa en su esencia antes que en la figuración más obvia.
Al respecto, María Isabel recuerda las propias palabras de La Placa, sobre esa sublimación de la realidad y su negativa a incorporarse en el discurso dominante: “La pintura no predica ni demuestra, ella expresa, revela la esencia de las cosas, crea formas, las modifica, y se define en infinitas expresiones. La técnica controla y atrapa la emoción, ella no se transmite, se reinventa con cada pintor. Su elaboración supone un gran trabajo de perfeccionamiento, de dominio, rigor y renuncia, de errores, de descubrimientos, de síntesis y de grandes audacias”. (CAF, 2010)
De las muchas cosas interesantes que María Isabel subraya de este gran artista autodidacta (que hizo primero estudios de medicina y luego talleres libres de arte), está su dimensión poética, que se revela no solo en lo que plasma en un lienzo sino en los títulos que elije para bautizar a sus obras. Esos títulos provocadores obligan al observador a reflexionar en varios niveles sobre la obra que tiene delante, aunque en algunos casos el acto de “nombrar” una obra pudiera tratarse de un artificio para jugar con la imaginación del que observa, a la manera de los surrealistas o dadaístas. Algunos títulos, sin embargo, son amalgama de símbolos: Solunande o Criptiandina, al igual que las series Espacioamalgama, Paisanjenesis, Pterigomáquina o Cosmoacontecer.
Los apuntes que el libro nos ofrece sobre el taller del artista muestran la enorme importancia que tiene para un creador el espacio en el que trabaja: “Un cúmulo de objetos guardados por La Placa se constituyen en una gran instalación en su taller. Fueron estos objetos los que estructuraban las construcciones visuales que el artista realiza cotidianamente”. Aquí también se destaca la importancia de aquello que está por fuera de una obra, pero la complementa. Un artista sabe lo que su obra vale, por ello Alfredo tenía siempre en sus talleres un rincón denominado “Gran Reserva La Placa”, como un vino de buena cosecha. Cito de nuevo a la autora: “El taller era la estructura interna que sostenía La Placa para establecer y fijar sus principios; probablemente era el hilo conductor entre la creación y la forma…”
Pero aquí no estamos hablando solamente de Alfredo La Placa, sino de un libro sobre su pintura, un proyecto ambicioso impulsado por Rita del Solar, esposa de Alfredo La Placa desde 1989, con el concurso de muchas otras personas. El libro, en sí mismo, es una obra de arte que merece consideraciones especiales, más aún cuando este tiene un texto de María Isabel Álvarez plata que dialoga con la pintura de La Placa, ofreciendo el resultado de una investigación minuciosa sobre el artista y sobre algunas de sus obras, sin abarcar todo su universo, pero sí lo más significativo (como hiciera no hace mucho tiempo la propia María Isabel con la curaduría de la extraordinaria retrospectiva de Enrique Arnal). El libro, como objeto de arte, ocupa un espacio propio y genera una memoria particular porque establece relaciones que complementan el vínculo ya establecido con anterioridad entre la obra del artista y quien la aprecia.
Como suele suceder, el Estado rehúye sus responsabilidades porque tiene una concepción reduccionista de la cultura, aunque añada una “s” al final para significar lo contrario. Son fundaciones privadas y esfuerzos personales, generosos, los que permiten que proyectos como este germinen, para dejar en manos de quienes pueden apreciarlo, una reunión de imágenes y textos en un espacio de oportunidad que no vuelve a repetirse.