Werner Herzog no es solamente un gran
cineasta, sino un gran ser humano. No todos los artistas lo son. No todos los
cineastas. Cuando vino a La Paz el viernes 10 de abril de 2015, estuve en el
conversatorio que ofreció en el Cine Teatro 6 de Agosto y al igual que todos
los que asistieron allí aquella noche, quedé maravillado por su sencillez y por
la profundidad de sus respuestas. Ninguna pose ni altanería.
Sobre ese encuentro publiqué una nota en
esta misma página porque me pareció que
lo que les dijo a los jóvenes sobre el oficio de hacer cine, merecía
destacarse. Vinieron a quejarse y a encontrar inspiración, y él les dijo, que
no se quejen tanto, que hagan cine aunque sea con su celular, y sobre todo:
“lean, lean, lean” (así, tres veces), algo que muy pocos hacen.
Otra de las cosas que dijo es que caminar
es tan importante para él, que preferiría perder uno de sus dos ojos, pero no
una pierna: “Si perdiera una pierna dejaría de hacer cine”. Y contó una
historia personal maravillosa. En 1974 cuando Lotte Eisner estaba aparentemente
a punto de morir, Herzog decidió caminar desde Múnich hasta París para que su
gesto de sacrificio le diera fuerzas a su mentora enferma. Por suerte para
ambos, Lotte vivió ocho años más, falleció a los 88 años de edad, 8 días
después de que Herzog, viéndola muy enferma y débil, le dijera: “Lotte, ya
puedes morirte”.
Lotte Eisner con Werner Herzog |
No fue cualquier caminata. Fiel a su
espíritu desafiante, Herzog decidió hacer el trayecto en línea recta, con una
brújula, y ello significó abandonar caminos y carreteras y adentrarse en
bosques, montes y ríos, y en la incertidumbre transgresora de vallas, propiedades
privadas y lugares solitarios. Y todo ello debajo de un invierno de copiosas
lluvias, barro y nieve. Para él, si no era un verdadero sacrificio, no valía la
pena.
En ese trayecto escribió un diario sin
pensar que sería leído por otros algún día. Empezó a escribirlo el sábado 23 de
noviembre de 1974 y terminó el sábado 14 de diciembre, tres semanas más tarde,
a su llegada a París. En 1978 se publicó el texto por primera vez, y en 1982
añadió a manera de epílogo su discurso
con motivo de la entrega del premio Helmut Käutner a Lotte Eisner, donde
compara a Eisnerin a los más grandes
conocedores de la historia del cine mundial: “la saludo y la honro como si
fuera el último mamut que queda sobre la tierra; como si fuera la última
persona con vida que conoce el cine desde el minuto en que nació…”
Me quedó el enorme deseo de leer ese
diario de viaje y pude hacerlo 41 años más tarde, en noviembre de este año,
gracias a mi amigo el escritor Raúl Teixidó que de tiempo en tiempo me regala
libros y películas extraordinarias, que llegan desde Barcelona por correo, cuidadosamente
empacados y amarrados con pita, como debe ser para que no se pierdan.
Del
caminar sobre el hielo es un testimonio escrito
entre el sueño esperanzado y la realidad del dolor físico. El joven Herzog no
solamente ha buscado el camino más difícil sino la experiencia de un paria, de
un marginal que duerme donde lo pesca la noche, sea sobre una banca en un
parque o en un granero abandonado. Todo sea por Lotte pero también por Werner,
por su posicionamiento en la vida.
No se trata solamente de un libro
descriptivo del contexto de un largo y difícil viaje, sino de una introspección
en el espíritu de su autor, que a ratos parece mirar el mundo como si fuera la
primera vez, sintiéndose solo, muy solo, y ajeno a lo que ve pasar a los lados
de su sendero empecinado.
“El aislamiento es hoy más profundo que
nunca. Desarrollo una relación dialéctica conmigo mismo. La lluvia puede
dejarlo a uno ciego”, escribe en lenguaje poético al final de la segunda semana
de trayecto. Y añade más adelante: “Transformo una caída hacia delante en un
paso. Primero intensas lluvias, más tarde solo niebla húmeda”.
Ocasionalmente, desmoralizado y
deteriorado físicamente, apabullado por tanto barro y lluvia, acepta algún
ofrecimiento para avanzar unos pocos kilómetros con algún conductor que le
brinda apoyo, pero persiste empecinadamente en su objetivo mayor.
Sus observaciones trascienden las de un
viajero común. Esto no es un paseo exterior sino interior: “Un hombre mayor
cruza el puente, no se siente observado; camina lenta y pesadamente, hace
pausas constantes tras dar pasos cortos y vacilantes; es la muerte, que camina
con él. Todo está en penumbra todavía. Nubes bajas, hoy no será un buen día”.
El caminante a veces no sabe si lo que ve
está allí o en su conciencia. A veces el camino evoca imágenes de su pasado, a
veces recrea situaciones que no sabemos si las está imaginando, si pertenecen a
su vida anterior o si suceden realmente delante de sus ojos. La línea entre la
descripción pura y dura y el relato onírico, casi delirante por momentos, es
tan difusa que es casi imposible discernir. Poco después de perder la brújula
que había guiado sus pasos, escribe:
El relato hace sentir el cansancio de
cada paso, el olor de sus ropas humedecidas por la lluvia, la repulsión que
siente hacia sí mismo cuando no puede lavar sus prendas. “Ama tu cama como a ti
mismo”, escribe en el borde de la desesperación.
Las últimas palabras, escritas luego de
su reencuentro con Eisnerin en París,
son de liberación: “Entonces me ha mirado y ha esbozado una fina sonrisa, y
como sabía que había venido a pie y por tanto indefenso, me ha comprendido.
Durante un breve y delicado momento algo suave ha atravesado mi cuerpo
exhausto. Abra la ventana, he dicho, desde hace algunos días puedo volar”.
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Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
—Antonio Machado
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
—Antonio Machado