(Publicado en Página Siete el domingo 18 de julio de 2021)
De los tres años que viví y trabajé en Haití me queda una mezcla de sensaciones contradictorias. Por un lado, descubrimientos maravillosos, y por otro, decepciones constantes. Es imposible vivir en Haití y no salir de allí con huellas indelebles en el espíritu.
Pude recorrer la isla de punta a canto, conocer lugares extraordinarios históricos o naturales casi en estado salvaje, pero también constatar la depredación salvaje (bis) del medio ambiente, la deforestación galopante, el crecimiento irracional de la marginalidad y la pobreza.
Muchas veces crucé la frontera hacia República Dominicana, donde todo parece más ordenado y funcional, pero a pesar de su desarrollo turístico estilo piña colada con sombrilla no cambiaría Punta Cana o La Romana por algunos lugares recónditos de Haití: en el norte la magnificencia de la Citadelle Laferrière en la cima de una montaña, o la arquitectura gingerbread de Cap Haitien, o Môle-Saint-Nicolas, donde Colón pisó por primera vez tierra americana el 6 de diciembre de 1492, o las playas secretas de Jeremy (en el extremo oeste).
Encontré gente extraordinaria en el campo de la cultura, cineastas como Raoul Peck y Arnold Antonin (amigo de antes, vivió en Venezuela algunos años), director del Centro Petion-Bolivar. Alterné con colegas escritores como Gary Victor, Anthony Phelps y mi querida Mimi Barthélemy (alejada de su patria, falleció en Paris). Gracias a mi amigo chileno Carlos Jara, exiliado de Pinochet y dueño de una galería de arte en Puerto Príncipe, visité en sus casas a los pintores fundadores de la escuela naif, como Wilson Bigaud, Préfète Duffaut, Alexandre Grégoire, y André Pierre, entre otros. Trabé una linda amistad con Tiga (Jean-Claude Garoute), uno de los grandes artistas contemporáneos, ya fallecido, como todos los otros pintores que he mencionado. Pude adquirir más de una treintena de obras de artistas haitianos, algunos conocidos y otros menos.
Esas amistades enriquecedoras compensaron de alguna manera la frustración cotidiana de vivir en un país colapsado, sin horizonte de esperanza. Su clase política era lamentable, y eso no ha cambiado. Toda la historia del país está marcada por traiciones, descalabros y decepciones políticas, a pesar de haber sido la cuna de la libertad cuando se hizo independiente de Francia el 1º de enero de 1804. Fue la segunda independencia de América después de Estados Unidos, y el primer país que abolió la esclavitud. La revolución libertaria la hicieron los propios haitianos.
La muerte del presidente “vitalicio” Duvalier, luego de 14 años de sangrienta dictadura, no es sino un episodio más en una larga saga de episodios políticos sombríos en un país ingobernable. Hubo un breve resplandor de esperanza en 1991 cuando Jean-Bertrand Aristide (cura salesiano, portavoz de la iglesia de liberación, que había trabajado en barrios pobres de la capital), llegó a la presidencia e introdujo cambios fundamentales para favorecer a los más marginados. La alegría no duró mucho debido al golpe militar de Raoul Cedras, apoyado por Estados Unidos.
Aunque las intervenciones de Francia y de Estados Unidos han sido perniciosas, no se puede culpar al “imperialismo” por el Estado fallido y el caos reinante. En la propia sociedad haitiana hay una clara desidia y oportunismo generalizado, además de una suerte de histrionismo colectivo y delirio de masas en las calles (¿herencia del vudú?), que hace que el país no prospere, aunque ha tenido muchas oportunidades gracias a la ayuda internacional, ya fatigada de que la historia se repita. Hasta Naciones Unidas está cansada de mantener durante décadas sus cascos azules.
A su regreso al poder en 1994 Aristide (“Titide”) se había transformado en un demagogo populista y corrupto. Me tocó la última parte de su presidencia y la primera de su sucesor, René Préval (1996-2001), un pusilánime que no tomaba decisiones (cualquier parecido con la Bolivia actual es mera coincidencia). En junio de 1997 viví un episodio político difícil de concebir: renunció el primer ministro Rosny Smarth (de lo mejorcito que había en Haití en ese momento) y también todo el gabinete de ministros y viceministros. Durante los once meses siguientes no hubo gobierno, Préval fue incapaz de nombrar nuevos ministros, y a la cabeza de los ministerios estaban los directores generales, algo inconcebible para cualquier otro país, pero no en Haití.
Después de esta implosión del Estado, en su segundo gobierno (2006-2011) se produjo el terremoto de 2010 que devastó la isla. El Palacio Nacional se desmoronó como una metáfora del país, Préval se refugió en una base militar cerca del aeropuerto y tardó dos semanas en aparecer en público para visitar los lugares siniestrados, su indolencia frente a la tragedia fue notoria. El terremoto fue una calamidad que se sumó al incurable y permanente canibalismo político de esa nación que comparte con Bolivia y Nicaragua los últimos puestos de la región en las estadísticas de desarrollo humano.
Por todo lo anterior, no me sorprende tanto el magnicidio de Jovenel Moïse, en su domicilio particular en Pelerin, un tranquilo barrio de montaña en el que viví durante mis años haitianos. El presidente tenía muchos enemigos y hacía todo lo posible para tener más. Profesor y luego empresario exitoso, fue electo a la presidencia en 2016 pero asumió recién en 2017 porque su elección fue cuestionada.
Dio un giro autoritario en años recientes, cooptando todos los poderes del Estado (¿suena conocido?). Copó el poder judicial, cesó al poder legislativo evitando nuevas elecciones y gobernó a través de decretos violando repetidas veces la Constitución de 1987. La violencia de bandas criminales ligadas al narcotráfico y a los secuestros creció durante su gobierno como nunca antes. Más de mil secuestros en 2020 (según la organización Défenseurs Plus), una cifra desproporcionada para un país con la población de Haití. Yo no conocí esa faceta tan cruel que ahora es común debido a la corrupción galopante que involucra a la policía, al ejército y al gobierno. Moïse tenía que entregar el poder el 7 de febrero, pero se aferró con el argumento de que su presidencia había comenzado con un año de retraso. En los dos últimos meses no apareció públicamente.
Después del misterioso asesinato, producto de la rivalidad entre grupos políticos y la diáspora haitiana en Estados Unidos, en la línea de sucesión presidencial estaba René Sylvestre, presidente de la Corte de Casación, la más alta instancia del poder judicial, pero falleció el 23 de junio con Covid-19 y no fue reemplazado como parte de la estrategia de Moïse de control absoluto de los poderes del Estado.
Para empeorar las cosas, Jovenel Moïse destituyó
al primer ministro Claude Joseph dos días antes de su muerte y en su último
tuit nombró a Ariel Henry, quien hasta ahora ha desaparecido de la escena
pública. Ni corto ni perezoso, Claude Joseph tomó las riendas del gobierno inmediatamente
después del asesinato, pero luego fue remplazado por Joseph Lambert, presidente
del Senado que fue cesado en febrero, quien será otro presidente “interino”, de
los que ha habido muchos en la historia de Haití. Pero todo puede cambiar en
cualquier momento, porque así es Haití.