A diferencia de los intelectuales franceses que afirman sistemáticamente que han “releído” tal o cual libro, como si nunca leyeran algo por primera vez, yo soy de los que reconoce con placer cuando leo por vez primera una obra. Siento que a lo largo de mi vida he leído poco y por eso disfruto descubrir autores que no estaban en mi radar, así sean muy conocidos. Nunca pude avanzar más de unas páginas de Ulises, ni en la versión original en inglés ni en su traducción al castellano. No me da vergüenza confesarlo. Tampoco leí El Capital, ni la Biblia, ¿y qué?
El escritor mexicano Juan Villoro |
De Juan Villoro solo había leído artículos y entrevistas. Leo ahora sus ensayos con el mismo placer con que leo los de Octavio Paz. Ambos tienen esa extraordinaria capacidad de expresar con belleza y profundidad sus ideas, sin recurrir a una retórica alambicada y pretenciosa. Sartre y Barthes tenían esa misma facilidad, o aparente facilidad: expresarse con claridad y elegancia sobre temas complejos.
Los libros Efectos personales (2000) y La utilidad del deseo (2017) me han acompañado en el tramo más angosto del confinamiento durante el año 2020 en Bogotá, abriendo ventanas insospechadas sobre el mundo de la literatura y de las ideas en general. Recomiendo categóricamente su lectura para todos los que quieran saber lo que es un buen escritor, cuyas frases uno quisiera citar con frecuencia. Leer esas 638 páginas ha sido un viaje mágico por el lenguaje, porque Villoro tiene capacidad de encantamiento y es un formidable guía por el sendero de las buenas letras.
No se puede llegar a ese nivel en el ensayo sin tener como base una gran cultura heredada y adquirida. No se puede escribir con tanta propiedad, elegancia e ingenio, sin haber leído mucho antes. Las fuentes de las que ha bebido Villoro son tan diversas como los temas que aborda con un entusiasmo contagioso. Ciertamente es alguien privilegiado, porque desde muy joven se ha dedicado a leer y a escribir como oficios inseparables.
Aunque separados por siete años en su publicación, ambos libros —al igual que De eso se trata (2008), son parte de un mismo eje de reflexiones que nos deslumbran por la agudeza de la observación y la manera de contarlo. Villoro tiene habilidad y soltura para entretejer en sus crónicas su memoria (episodios de su propia vida) con aquello que observa y disecciona. La utilidad del deseo retoma algunos temas de Efectos personales, como la experiencia de la traducción o la impronta de su formación alemana, entre otros.
No he leído antes una explicación del idioma alemán (que no hablo) en palabras y ejemplos tan sencillos como elocuentes. Para Villoro el alemán es una máquina que produce “metáforas literales”, por ejemplo, se usa la palabra Fahrstuhl para nombrar a un ascensor, pero en realidad quiere decir “silla que viaja”. Me han fascinado esos ejemplos ya que de “la selva de la lengua alemana” solo aprendí en mi vida a decir “Ich Liebe Dich” y “Grosse Kartoffel”. Siempre me intrigó el uso de mayúsculas en palabras comunes, como para darles más énfasis, y ahora creo comprender algo de esa complejidad que explica porqué las primeras versiones de filósofos alemanes al castellano eran tan deficientes que tuvieron que traducirse de nuevo décadas después.
Los
ensayos de Villoro nos aventuran por los rincones escondidos del lenguaje con
humor, sin adoptar una pose doctoral. En un abordaje de la obra de escritores
de muy diversa índole hace hermosas aproximaciones a la literatura como un arte
que nadie puede decir que domina porque siempre deja una zona de misterio. “Todo
libro representa un árbol. No es casual que en El barón rampante Calvino
asocie la escritura con la gramática vegetal que permite a su protagonista
andarse por las ramas”. Esa manera de acercarnos al espíritu de los escritores
hace que queramos citar a Villoro en todas sus páginas.
Sobre García Márquez acuña frases memorables. “El cronista tiene dos modos esenciales de aproximarse a la experiencia: con la autoridad de quien ya conoce lo que va a escribir o con el deslumbramiento de quien escribe para conocerlo”. Recoge del colombiano lo esencial: “García Márquez señaló que para estar bien construido un personaje debe tener tres realidades: vida pública, vida privada y vida secreta”.
A propósito de Onetti, Cortázar y Puig, y sobre la desaparición de la correspondencia escrita a mano y enviada por correo, dice algo con lo que muchos nos identificamos: “Pertenecemos a la primera generación que vio desaparecer las cartas. Inmersos en los estímulos suplementarios de Internet y las redes sociales, aún no sabemos qué tan grave fue esa pérdida. La escritura privada no se somete al juicio de la crítica ni pretende conformar un género literario, busca satisfacer a un lector”.
“Escribir es un devaneo hacia una meta ignorada”, o “la vocación literaria comienza por asumir que la escritura es un problema”, o “nadie está totalmente seguro de lo que escribe” son sentencias que nos reconcilian con el oficio, tantas veces ingrato, de escribir. Villoro recuerda una conversación con Roberto Bolaño en la que ambos llegaron a la conclusión de que “la única prueba confiable de que un texto ‘estaba bien’ ocurría cuando nos parecía escrito por otro”.
Al escribir, dice Villoro, “no dependemos exclusivamente de la mente, sino de su misterioso vínculo con la mano”, y se apoya en unos versos de Gerardo Diego: “Son sensibles al tacto las estrellas / No sé escribir a máquina sin ella”, para reafirmar que “las yemas de los dedos parecen tomar decisiones por su cuenta, como guiadas por un dictado astral”. Y también: “Las supersticiones y la paranoia son aliadas del que inventa historias”.
El placer de leer a Villoro crece en cada página, y no importa si habla de Gogol o de Pitol: “Quien escribe habita un entorno paralelo cuyos riesgos van del lumbago a la perturbación mental”. En el arte hay impostura que borra las fronteras entre la vida real e imaginaria: “Se espera que el creador tocado por la gracia tenga un carácter único. Salvador Dalí, Andy Warhol, Ramón María del Valle Inclán y Charles Bukowski han creado personajes para sí mismos que forman parte de su propuesta estética. En esos casos, el talento adquiere certificación exterior: se trata de genios disfrazados de genios”. Y entre los escritores más excelsos hay “criminales, políticos corruptos, alcohólicos perdidos, pederastas, traidores, usureros, fanáticos fascistas o simplemente malos esposos y pésimos padres”.
Sobre Pessoa, Villoro escribe algo genial: “Ante la falta de tradición literaria de Portugal, Pessoa concibió a sus heterónimos para asignarse la tradición de la que podía ser heredero”. Sobre un autor suicida, Pavese, recoge una frase inolvidable: “El suicidio es un asesinato tímido”.
Al introducirse en el mundo (no solo la obra) de Gógol, apunta ingeniosamente: “Por excelso que sea, el espíritu depende de un organismo que suda y orina. El humorista sabe que el cuerpo es grotesco. Solo la muerte produce la liberación definitiva del alma. Mientras ocupa un sitio en el mundo material, el hombre puede decir cosas sublimes y sufrir un retortijón”. Villoro cuenta que Gógol convivió en Roma con el pintor Alexandr Andréyevich Ivánov, quien trabajó durante 20 años en una sola obra, “La aparición de Cristo ante el pueblo”, que comenzó en 1837. Gógol admiraba a este genio que vivía en la pobreza, dedicado a la perfección de un solo cuadro: “Ivánov era un maratonista y Gógol un velocista. Ambos pensaban en crear una obra absoluta”.
Villoro invita a conocer a autores que uno (yo) desconoce. Es el caso de Karl Kraus, personaje polémico en muchos sentidos, creador de sentencias lapidarias e ingeniosas: “El psicoanálisis es la enfermedad que pretende ser su propia cura”. Los aforismos de Kraus incluyen este muy acertado: “Un aforismo no coincide nunca con la verdad; es una media verdad o una verdad y media”.
No puedo resistir el placer de citar a Villoro una y otra vez. “De acuerdo con Paul Virilio, la modernidad se obsesionó por controlar el espacio en la misma medida en que la posmodernidad se obsesiona por controlar el tiempo. Esta aceleración de la historia ya había sido advertida por Goethe en su descripción de la naciente sociedad burguesa como un compendio de ‘abundancia y velocidad’”.
El ensayo más extraordinario que he leído sobre Daniel Defoe, el padre de Robinson Crusoe, está en las páginas de Villoro, donde afirma que “las leyendas apelan al tiempo circular del mito, la poesía busca el instante inmemorial, la tragedia contrasta la fugacidad de los hombres con la eternidad de los dioses, las fábulas ignoran el reloj”. Y luego, “la vida imaginada con realismo llevó a una paradoja del conocimiento: nada resulta más cierto que lo escrito”.
Con el mismo placer que queremos citar a Villoro, él cita a los escritores que admira no solamente por su obra sino por su lucidez creativa. Uno de ellos es Nabokov, que a sus estudiantes que pedían recomendaciones para escribir una novela solía aconsejar: “Lean poesía”, de la misma manera que escuché a Werner Herzog decir a jóvenes cineastas en busca de orientación: “Lean, lean, lean y lean”.
Con Juan Villoro sí dan ganas de releer bajo una nueva luz las obras y los autores que él aborda con apasionada prosa. La erudición de Villoro sorprende en cada página: es un lector que lee autores, no solamente libros. No es una erudición “bancaria” sino en movimiento. Para aproximarse a un autor o a un tema lo investiga a fondo, absorbe como esponja, escribe y quizás luego olvida. Aborda a cada autor en toda su complejidad y riqueza a través del conjunto de la obra y también a través de otros que lo han leído y han escrito sobre sus vidas. Al escribir sobre ellos Villoro escribe sobre sí mismo y sobre su idea de la literatura. Esto es claro en sus apuntes sobre Peter Handke o Walter Benjamin. Nos invita a leer los libros y la vida, es decir el todo que constituye la obra de ciertos autores excepcionales, porque hay creadores de un gran libro, pero hay autores cuya obra se desplaza continuamente, como si muchos autores cupieran en uno solo.
De Benjamin extrae que “una idea vale la pena si no agota su sentido, si conserva un aura enigmática, un desorden sugerente, capaz de conducir a otra interpretación, a otra pregunta”. Reflexiones brillantes como estas abundan en los ensayos de Villoro, aunque provengan del pensamiento que sintetiza en sus lecturas. Sobre la novela Marchen de Handke, afirma: “Quien busque defectos en esta obra los encontrará con tanta facilidad y tan señalados por el propio autor que perderá el placer de criticarlos”.
Villoro tiene la capacidad de elaborar una hermosa disquisición sobre el parentesco literario entre Joyce y López Velarde, aunque los autores nunca se conocieron ni llegaron a leerse mutuamente. Meterse con Joyce no es tarea de aprendices. A López Velarde lo sigue como si lo viera en las calles del centro de México, cruzando la Plaza Santo Domingo “donde los escritores públicos escriben cartas para los novios a los que les sobra amor y les falta ortografía”.
Algún ensayo escapa a la regla de la honda sencillez con que escribe. Es el caso de su abordaje de Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, donde el preciosismo del ensayista quisiera competir con el novelista.
Villoro se mete con gigantes de México, su país, como Jorge Ibargüengoitia, recuperando la grandeza del humor en la literatura. A juzgar por su apellido Ibargüengoitia debió morir anciano, pero en realidad vivió solo 55 años. Le quedó más largo el apellido que la vida. El escritor describía su oficio de esta manera: “La labor del humorista -ese soy yo, según parece-, me dicen, es como la de la avispa -siendo el público vaca- y consiste en aguijonear al público y provocarle una indignación hasta que se vea obligado a salir de la pasividad en que vive y exigir sus derechos”. También aborda el “género” Monsiváis, una manera única de hacer crónica con humor y testimonio: “O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba entendiendo” decía Monsiváis entre muchas otras ocurrencias que rescata Villoro. Lo rescata enterito, en sus facetas más sorprendentes: como creador de canciones para el rockero (y luego cineasta) Alfonso Arau en The Tepetatles (1965) o actor en Los caifanes (1967) de Juan Ibañez, donde encarna a un Santa Claus borracho y deprimido.
De los grandes de la literatura a los gigantes de la literatura infantil, Villoro no le tiembla a ningún tema: “Resulta casi imposible escribir una historia infantil sin establecer algún tipo de lucha entre el bien y el mal. La ficción adulta puede ser una evasión sofisticada, un entretenimiento de primer orden; la literatura infantil debe ser eso y algo más: una disquisición ética”.
Cuando escribe sobre la relación en la literatura y la enfermedad (y cita a Semmelweis, sobre el que escribió L.F. Celine), elabora párrafos con bisturí: “A medio camino entre la ciencia y el arte, la medicina está nimbada de símbolos. La bata blanca y el caduceo sobre el escritorio transmiten la autoridad que dimana de la investidura del talismán Y resulta innegable que la sala de operaciones tiene mucho del ritual”.
Sobre Leopardi, anota: “Resulta imposible saber si se dedicó al arte a causa de su mala salud o si enfermó por dedicarse al arte”. Y más adelante: “El cuerpo debilitado adquiere méritos de centinela. La literatura, nunca ajena al narcisismo, abunda en vanidosos del dolor que no hacen otra cosa que estudiar sus llagas. Por suerte, también existen los malestares de los otros”.
Ahora que Villoro está en mi radar, no dejaré de leerlo. Quizás alguna vez, releerlo.
(Publicado en Página Siete el domingo 21 de febrero 2021)