18 febrero 2021

La mirada de Gil

Cada vez que he ido a Sucre he tratado de visitar, en el Colegio Junín, los murales del Grupo Anteo, que Walter Solón Romero formó en 1950 aglutinando jóvenes artistas plásticos como Lorgio Vaca y los hermanos Jorge y Gil Imaná, además de varios poetas. El Colegio Junín era, y es todavía pero ya no como antes, el más emblemático de la ciudad blanca desde su fundación en 1621. Allí estudiaron y/o enseñaron escritores y artistas como Ricardo Mujía, Ricardo Jaimes Freyre, Carlos Medinaceli, Nicolás Ortiz Pacheco, Agar Peñaranda, Octavio Campero Echazú y Claudio Peñaranda, entre otros cuyos nombres dirán poco a los ignaros y mucho a los que cultivan un mínimo de cultura general.

Marcha a futuro (detalle), de Gil Imaná

De todas las visitas que hice a ese lugar emblemático, dos ocupan un lugar especial en mi memoria. En una oportunidad fui con el propio Walter Solón Romero, en un paseo hermoso que hicimos por la ciudad mientras él me mostraba toda la obra que había realizado allí (algo similar hice con Lorgio Vaca años después en Santa Cruz).

Siempre me embargó la emoción de ver esos murales pioneros, más aún debido a la amistad que mantuve durante tantos años con Walter, Lorgio y Gil. A Jorge Imaná lo conocí cuando vino a Bolivia en 2014, pero no cultivamos una amistad tan duradera porque falleció a principios de diciembre del mismo año en Estados Unidos (donde residía).

Por todo lo anterior, me dio un gusto enorme regresar al Colegio Junín el 26 de septiembre de 2019 para visitar una vez más los murales y constatar que —a diferencia de una visita anterior, cuando la Asamblea Constituyente ocupó torpemente el establecimiento para el trabajo de sus comisiones, en 2019 los salones donde se encuentran los murales del Grupo Anteo estaban bien cuidados, limpios y despejados de muebles. Habían sido restaurados, según me explicó el joven profesor de historia, quien supo apreciar el valor de lo que ese colegio representa y alberga.

La admiración de este profesor, dedicado y comprometido con la educación de sus estudiantes, por aquellos artistas que no conocía personalmente, me impulsó en el momento mismo de la visita, a hacer dos llamadas para que él pudiera saludar a Lorgio Vaca en Santa Cruz y a Gil Imaná en La Paz. Fue una ocasión inolvidable para él y también para mí, porque sorprendí a mis amigos Lorgio y Gil: “¿Adivina dónde estoy en este momento?” Y ante su respuesta perpleja: “Estoy frente a tu mural en el Colegio Junín de Sucre, y quiero que te salude el profesor de historia, quien es celoso guardián de tu obra”. Y así el profesor pudo saludar a ambos maestros.

Al regresar a La Paz visité a Gil Imaná. Solía ir a su casa con cierta frecuencia y lo hice hasta poco antes de la pandemia, para conversar de muchas cosas que nos motivaban a ambos. El país, el arte, la memoria de encuentros anteriores, nuestros amigos comunes, su trayectoria pictórica, o el origen de su ceguera, cuyo responsable tiene nombre y apellido…

De esas conversaciones, que muchas veces grabé y filmé, me queda bastante información para escribir sobre Gil y hacer un documental sobre él, pero sobre todo quiero recordar ahora dos cosas: su manera suave y pausada al hablar, y la extraordinaria precisión de su memoria. Quizás por la ceguera que lo había acorralado durante años progresivamente, Gil Imaná recuperó los archivos de todos los rincones de su memoria de una manera envidiable.

Nuestra amistad se remonta a muchas décadas, probablemente medio siglo cuando nos vimos en París a mediados de la década de 1970 o antes cuando yo lo iba a visitar al taller que tenía en el segundo piso de una casa patrimonial en la esquina de la calle Ayacucho y Potosí, frente a la oficina de correos. Esa casa fue destruida para levantar el palacio fálico del megalómano presidente Morales, un monumento a la fealdad y al autoritarismo. Menos mal que Gil ya no podía ver el resultado de tan ominosa destrucción del paisaje urbano del casco histórico 

Gil se parecía en su generosidad a otros grandes amigos pintores como los hermanos Gustavo y Raúl Lara, y Ricardo Pérez Alcalá. Cada vez que los visitaba o me visitaban, dejaban un recuerdo, un dibujo hecho sobre la marcha sin levantar la pluma (Gustavo), un desnudo (Raúl), varias caricaturas (Ricardo). 

Lo mismo sucedía con Gil Imaná, de quien conservo varios cariños de papel. Décadas atrás me regaló un anagrama con las primeras letras de mi nombre y apellido y me dibujó de perfil.  Otra vez me dio un librito de alasitas con los “Pensamientos chiquitos” de Ernesto Cavour, cuya portada y contraportada llevan sus dibujos. En una de las visitas en su casa de la calle Nardín Rivas, me regaló algo excepcional: uno de los dibujos que hizo de memoria, sin poder ver los trazos que realizaba porque su ceguera ya estaba muy avanzada. Se trata del perfil armonioso y sensual de una mujer desnuda. Atesoro ese presente que me dio el 19 de junio de 2016, fecha en la que estampó una dedicatoria guiando la pluma que llevaba en una mano, con el dedo índice de la otra: “Para Alfonso, intelectual ilustre, con admiración”. 

A principios de julio de 2014, junto a Matilde Casazola, Ernesto Cavour, Alberto Villalpando, David Mondacca, Norma Merlo, David Santalla, Erasmo Zarzuela, Gil Imaná, Alfredo La Placa, Lorgio Vaca y Quico Arnal, entre otros, tuve el honor de recibir del Ministerio de Educación el título oficial de Maestro de las Artes, un reconocimiento que tiene mayor valor para mi por la lista de recipientes, todos ellos grandes creadores en distintas disciplinas (música, artes plásticas, cine, teatro…) y amigos de muchos años. Lamento no tener más que una fotografía de aquella circunstancia tan especial. 

No enumeraré las exposiciones y los viajes de Gil e Inés a lo largo de la rica vida que compartieron desde el arte y hacia el mundo, pero quiero mencionar su última retrospectiva en el Museo Nacional de Arte, que abrió sus puertas el 30 de agosto de 2019 y se mantuvo hasta el 31 de diciembre, cuando el coronavirus ya se había desatado en Wuhan. Es decir, dos meses antes de que nuestras vidas cambiaran para siempre.

Lo que me importa retener de esa gran muestra, es que además de ser un último homenaje a Gil y a Inés, fue la ocasión propicia para anunciar oficialmente la donación de todos sus bienes artísticos al museo que llevará sus nombres, y que será instalado en la casa que poseen en la Avenida 20 de Octubre, esquina con la calle Aspiazu. Me consta el desprendimiento de Gil y la generosidad con que tomó esa decisión. Estuve varias veces en su casa mientras técnicos del Ministerio de Culturas catalogaban una por una no solamente la obra de ambos artistas, sino otras magníficas piezas que habían acumulado a lo largo de su vida.

La donación que hicieron a la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia (FCBCB) es inmensa. El inventario realizado incluye 6.553 piezas, entre las cuales destacan 3.948 dibujos, 1.048 obras de pintura, 244 en platería, 226 en metal, 136 esculturas, 248 grabados, 372 trabajos en cerámica, 181 piezas de joyería, 92 fotografías, 100 textiles, 162 objetos arqueológicos de su colección privada. El valor cultural y económico de esa donación es incalculable. Solo espero que la Fundación Cultural, convertida (como nunca antes) en botín político, cumpla con su parte del compromiso. Estaremos pendientes, no quitaremos el dedo del renglón, por si se les “olvida”.

Gil vivió en gran soledad durante sus últimos años. Las visitas que recibía eran raras. Nunca me topé con otros amigos en su casa. A veces nos sentábamos en la sala y a veces en su dormitorio, para conversar. En la mañana del 28 de enero recibí la noticia de su muerte. Lo había llamado semanas antes pero ya no podía contestar el teléfono. No pudimos despedirnos. Puta pandemia.

Otra amistad de medio siglo se cierra como el pesado telón de un antiguo teatro. Esta vez le tocó a Gil Imaná, uno de los últimos grandes artistas plásticos de su generación.

(Publicado en Página Siete el domingo 7 de febrero 2021) 

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A veces hay que estropear un poquito el cuadro
para poder terminarlo.
—Eugène Delacroix