05 febrero 2021

Arqueología del cine de Posnansky

En la década de 1970 llegaron a mis manos varios ejemplares de un pequeño folleto publicado el año 1926 con el argumento de “La gloria de la raza”, la película de Arturo Posnansky, estrenada el jueves 16 de septiembre de ese año en el Teatro París. En un exceso de generosidad regalé los ejemplares, que llevaban un fotograma en la tapa, menos uno que todavía conservo.

Probablemente me los obsequió don Gastón Velasco (Bueno Bonito y Barato), quien también me dio una fotografía de Luis Castillo, cuyo rostro no había sido difundido hasta que lo reproduje en mi “Historia del cine boliviano”. Investigar en aquella época era una tarea muy ardua, ni siquiera había fotocopiadoras. Mis primeros 16 libros los redacté en máquina de escribir, en una Olivetti portátil que me acompañó hasta Europa.

La vida del ingeniero naval austriaco devenido arqueólogo y cineasta está rodeada todavía de misterio, pero no a la manera de B. Traven que quería esconderse del mundo, sino porque nadie le ha dedicado todavía tiempo y esfuerzo de investigación al personaje, y somos pocos los que nos hemos ocupado de su trabajo como cineasta. Como los monolitos de la Isla de Pascua que estudió y los de Tiwanaku que conoció a su llegada a Bolivia, la figura erguida y elegante de Posnansky esconde más de lo que revela (tengo una copia original que me regaló Germán Rojas, con sello de su estudio fotográfico).

Como bien apunta Claudio Sánchez en su breve libro “Arturo Posnansky y el cine: el argumento de «La gloria de la raza»”, durante el siglo XIX y principios del siglo XX, todos los exploradores que recorrieron nuestra América tenían algo de aventureros en busca de descubrimientos que pudieran consagrarlos como pioneros en un continente todavía abierto a ojos codiciosos. Fawcett es uno de los ejemplos más emblemáticos y con una vida de aventura sin corbata.

No es fácil para los investigadores del cine escribir sobre películas que se han extraviado, aunque haya evidencia de su existencia. Yo escribí mi “Historia del cine boliviano” cuando todavía no se había recuperado “Wara Wara” (1930) ni “La profecía del lago” (1925) de José María Velasco Maidana, y no se podían ver películas de nuestra historia cinematográfica de las que solo había frágiles copias sin digitalizar. La palabra “digitalizar” no existía en la década de 1970.

Amateur en la arqueología y también en el cine y la fotografía, Posnansky tuvo el mérito de arriesgar. No era una época en que todos los descubridores eran científicos universitarios, sólidamente formados como ahora.  Desde la perspectiva actual es demasiado fácil criticar a los arqueólogos o etnólogos improvisados de aquella época, pero eso debe equilibrarse con los aportes que hicieron, así sea a través de especulaciones que más tarde se probaron erróneas.

Posnansky, según dice Claudio Sánchez citando a Carlos Ponce Sanginés, visitó por primera vez las ruinas de Tiwanaku el 16 de noviembre de 1903, y a partir de allí se abriría en su vida la etapa de arqueólogo apasionado. Sus conocimientos de ingeniería sin duda ayudaron a formular preguntas sobre la proveniencia del material lítico del sitio arqueológico, las medidas y el peso de aquellas obras de arte, pero para la documentación fotográfica se apoyó en el italiano Gismondi (y posteriormente en el peruano Germán Rojas), y para el cine en Luis Castillo.

La visión romántica de muchos europeos en la América indígena hacía que se alinearan a teorías sobre la superioridad racial de la población ancestral local, cayendo de esa manera en la otra cara de la moneda de la valoración racial, otra forma de racismo.

Las comparaciones de Claudio Sánchez entre el guion de “La gloria de la raza” y “Wara Wara” de Velasco Maidana son interesantes, en la medida en que se guían por principios similares y anclan sus argumentos en fechas clave como la festividad del Inti Raymi (la celebración del sol, que aparece otras veces en películas bolivianas y peruanas de décadas posteriores). La recreación idealizada del pasado de las civilizaciones andinas es propia a ambas producciones.

Sánchez le dedica bastante espacio en su ensayo al contexto del cine en la década de 1920, no solamente en Bolivia sino también en Perú, ya que los cineastas operaban a ambos lados de la frontera, o llegaban de paso hacia otros países. Es el caso de Goytisolo o Goytizolo, que es lo mismo, porque los apellidos vascos toponímicos usan indistintamente la “z” o la “s”, o la “z” y la “c”, como es el caso de mi propio apellido Gumuzio o Gumucio. Otro caso emblemático es Manuel Ocaña, cuyo paso por Bolivia fue breve pero su desarrollo en el cine fue pionero en Ecuador. O Pedro Sambarino, que trabajó en Argentina antes de hacerlo en Bolivia.

El título del ensayo de Claudio Sánchez no es el más apropiado, ya que la mitad de su texto cubre el periodo del cine silente más que el film de Posnansky. La obra se enriquece con el contexto de la cinematografía de la época, tanto en aspectos de producción, exhibición y discurso narrativo, antes de concentrarse en “La gloria de la raza”. Es a partir del tercer capítulo que se adentra en el cine de Posnansky, que describí en detalle en mi historia publicada en 1982.

La “mestizofobia” y el “indianismo” que señala Claudio sobreviven incluso hoy en los países andinos: el indio es fundamentalmente bueno y el mestizo tiene las taras heredadas de los blancos. Esas son expresiones tan racistas como cualquier otra, aunque pretendan aludir en términos positivos a los indígenas. Sánchez cita a Pablo Stefanoni: “El indianismo de Posnansky marchaba en paralelo con la mestizofobia, especialmente referida a los mestizajes entre indígenas y blancos; no obstante, los operados entre indígenas los consideraba positivos para el mejoramiento racial.”

La importancia del folleto de “La gloria de la raza” quedará en vilo mientras no sepamos si la película existe en algún desván en condiciones que permitan restaurarla. Lo cierto es que el argumento se publicó antes de la producción de la cinta, quizás como un adelanto para obtener recursos adicionales. No sabemos si el resultado final corresponde a lo que se ofrecía en esa publicación impresa. Es más, las notas de prensa de la época dan a entender que la película de aproximadamente 30 minutos de duración, se estrenó con títulos diferentes en La Paz y en Oruro: “La gloria de la raza” y “El ocaso de una civilización”.

En mi investigación señalé que la crítica no fue benévola: El Diario publicó el 17 de septiembre de 1926 que el argumento de la película era “algo diluido” porque “quiere ser una evocación de la prehistórica ciudad de Tiahuanacu, pero no llega a concretarse y es en realidad una exhibición animada de objetos de museo”.

Una intensa y extensa investigación bibliográfica ha permitido armar como un rompecabezas la trayectoria de la película y la relación con el público, lo cual demuestra su existencia, pero la historia es algo que se construye continuamente, con aportes que corrigen y enriquecen lo investigado previamente. De eso se trata.

(Publicado en Página Siete el domingo 27 de diciembre de 2020)

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Quizá la más grande lección de la historia
es que nadie aprendió las lecciones de la historia.
—Aldous Huxley