21 marzo 2019

Duendes en el cine nacional

 Cada vez que se estrena una nueva película boliviana (y se han estrenado muchas en los últimos meses), regresa la eterna discusión sobre “el camino” que está tomando o debe tomar el cine nacional. 


El parto de algo nuevo se hace cada vez más difícil, porque en muchos casos comienza con la negación del padre, es decir, del cine de Jorge Sanjinés como referente más importante, aunque en verdad, hay desde hace bastante tiempo referentes de otro cine en las películas de Antonio Eguino, de Paolo Agazzi, Juan Carlos Valdivia o Marcos Loayza. De modo que la idea de “romper” con el pasado que propagan verbalmente algunos jóvenes cineastas es cuento chino: ya otros irrumpieron con nuevas propuestas décadas atrás. 

No puede uno sino sonreír con benevolencia cuando escucha las afirmaciones temerarias disparadas desde el improvisado “programa de cine” de la Universidad Mayor de San Andrés. El director de la Carrera de Comunicación, que ni de cine ni de comunicación ha investigado o publicado nada notable (quién sabe cómo trepan a esos cargos), aventuró hace algunas semanas en un canal de la televisión oficialista, que en la UMSA se iba a construir “la nueva teoría del cine boliviano”… Mi primera reflexión fue: “con qué físico van a hacer eso, no tienen el músculo suficiente”. 

Ya encarrilado en esa dirección negadora del pasado, el mismo funcionario tuvo el atrevimiento de afirmar que Jorge Sanjinés, Antonio Eguino y Paolo Agazzi ya habían dado al cine boliviano lo que podían dar. Los ninguneó al mismo tiempo que estaba invitando a Eguino y a Agazzi a dar clases en el programa de cine, donde carecen de buenos profesores titulares y, peor aún, de pensadores del cine. 


Lo anterior queda para el anecdotario de la mediocridad imperante en nuestra principal universidad pública, pero sirve también para ilustrar la discusión sobre los derroteros actuales del cine nacional. 

¿Qué cine quiere Bolivia? Es la pregunta del millón. 

Hubo un tiempo hace varias décadas en que el espectador boliviano se interesaba en el cine nacional al punto de ver algunas películas de Sanjinés, Eguino o Agazzi varias veces. El proceso de identificación, pero también un cierto orgullo por nuestra producción cultural hacía que las películas nacionales pudieran contar con un público interesado en la problemática social del país. 

Luego, con la desaparición de las tradicionales salas de cine y la aparición de los multicines pop-corn, además de la tecnología DVD y Blu-ray, el panorama se descompuso definitivamente y la polarización se radicalizó. 


Hay quienes argumentan que las “malas” películas bolivianas alejaron al público de las salas, dejando el campo vacío para que triunfen las malas películas producidas en Estados Unidos. La influencia de ese cine superficial saturado de efectos especiales encandiló a los espectadores que son capaces de pagar por ver “Rápido y furioso” No. 15, No. 26 o No. 36, aunque en esencia se trate de la misma estupidez. 

El nivel descendió al cine-comic, las espectaculares representaciones de Marvel o de otra empresa que resucita las páginas amarillentas de las revistas del Hombre Araña, Superman o Batman de la década de 1940, para convertirlos en éxitos de nuevo cuño para espectadores provincianos (de cualquier país). A eso se suman comedias baratas, con el mismo esquema que se repite con ligeras variantes. 

Imitadores locales salen con comedias que producen erisipela “a primera vista” o películas de terror y masoquismo que dicen poco y valen menos, pero tienen su público entre los jóvenes. 

Salvo honrosas excepciones como las obras de nuevos cineastas que se toman en serio el séptimo arte (Gory Patiño, Claudio Araya, Mauricio Ovando, Denisse Arancibia o Juan Carlos Richter, entre otros que podría mencionar aquí), el cine boliviano está poblado de mediocridad. Pero parece que la mediocridad gusta a un público con poca cultura cinematográfica que considera el cine como el espacio donde se come pop-corn, ya no como el séptimo arte. 


Algunas películas consideran que por ser producciones de El Alto, de Tarija o de Potosí ya merecen atención especial, como si eso elevara su calidad automáticamente y sirviera de excusa para sus defectos. 

Tomemos como ejemplo una película reciente “de terror” producida en Potosí: “El duende” (2018) dirigida por Erick Cortez. En inicio el planteamiento puede ser interesante, rescatar una tradición o superstición potosina: en los antiguos hornos de piedra habitan duendes que se llevan a los niños… La intención artística es también válida: una película filmada íntegramente en tonos grises, con muy poco color. 

Sin embargo, todo se desmorona a pocos minutos de iniciada la proyección.  El guion es pésimo, las actuaciones lamentables, los personajes caricaturales, la música invasiva, la banalidad de los diálogos, etc. Se salva de alguna manera la fotografía, que incluye efectos especiales. 

El resultado final es sorprendente: en lugar de asustarse, la gente se ríe a mandíbula batiente por la ridiculez de las situaciones y los lugares comunes, así como la caracterización de los personajes: la histeria permanente del pusilánime personaje principal (Rosalía, la madre), la eficiencia de los policías (que parecen ingleses en su trato), o el cinismo de los “malos”. 


Filmación de una escena de "El duende"
Al final, en ese sancocho mal fermentado el duende, que era lo único verosímil, queda disminuido por un complot de secuestro bastante inverosímil, que deja más preguntas que respuestas: ¿por qué no va a la escuela el niño?, ¿por qué la madre no para de gritar?, y finalmente, ¿por qué a nadie se le ocurrió tapiar el horno maléfico 30 años antes, cuando empieza la historia? 

Es kitsch lo que pasa en la pantalla y lo que pasa en el público, lo cual nos lleva de regreso a las consideraciones iniciales sobre los derroteros posibles del cine boliviano. Vi el filme en la Cinemateca Boliviana con mis estudiantes de la Escuela Andina de Cinematografía y luego de la proyección les pedí que escribieran un comentario crítico. Casi todos subrayaron los problemas antes señalados, pero la mayoría rescató el sentido de humor de la obra: la vieron como una comedia y no como un filme de terror. 

Esa constatación me lleva a pensar que el séptimo arte en Bolivia está ahora en manos del gusto del público, ya no del talento o del compromiso de los creadores. 


(Publicado en Página Siete el domingo 3 de marzo 2019)  
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Sólo es posible avanzar cuando se mira lejos.
Solo cabe progresar cuando se piensa en grande.
—José Ortega y Gasset