(Publicado el domingo 26 de febrero de 2023 en el suplemento Ideas de Página Siete)
En Bolivia se publican más libros de los que se leen. El promedio de lectura de los bolivianos está por debajo de un libro por año, es decir, muy inferior al promedio regional y lejos del promedio de países como India, Tailandia, China, Filipinas o Egipto, donde se lee incluso más que en Europa. Todos nuestros vecinos leen más que nosotros. Chile: 5.3 libros por año, Perú: 3.3, Brasil: 2.5, Argentina: 1.6. No cabe la menor duda de que estamos como estamos porque nos cubre un gran manto de ignorancia. Hasta el vicepresidente y la ministra de Culturas son enemigos de los libros. Lo dicen con soltura, haciendo gala de su mediocridad.
Podríamos pensar que la abundancia de nuevos libros publicados en Bolivia es una señal de salud de la actividad intelectual, ya sea en el campo de la creación literaria (a puro pulmón) como de la investigación (financiada a veces por fundaciones), pero, por otro lado, ¿de qué sirven tantos libros interesantes si este es el país donde menos se lee en la región latinoamericana?
Tenemos numerosos autores de poesía o de narrativa que sin ningún estímulo se dedican a crear, e investigadores y ensayistas que, con suerte, consiguen apoyo de instituciones para publicar (y a veces para investigar), pero un sentimiento de frustración se apodera de quienes alguna vez creímos que publicar un libro podía hacer la diferencia y contribuir en algo a la cultura nacional: ya nadie lee, ya nadie cultiva una biblioteca personal.
Por eso estamos librados a la ilusión de las presentaciones de libros, donde autores y comentaristas se reúnen con un público generalmente conformado por amigos, familiares y algunos lectores contumaces. A pesar del esfuerzo y de la solidaridad manifiesta, hay muchas presentaciones impresentables, donde el entusiasmo de los presentadores y de la audiencia intenta reforzar el espejismo de un país culto. Con frecuencia, las más de las veces, son presentaciones largas y aburridas.
Ninguna presentación de un libro debería durar más de 60 minutos, de principio a fin, y ningún presentador o autor debería hablar más de 4 mil caracteres (6 mil en casos excepcionales), es decir, 750 a 1000 palabras, la extensión de una columna de opinión en la prensa. Si se puede opinar sobre política o cualquier otro tema en mil palabras, no hay razón para que la introducción oral a un libro dure más. Mil palabras (dos páginas a renglón seguido) se leen en 10 minutos a un ritmo pausado, 7.7 minutos a un ritmo normal y 6.3 minutos a un ritmo rápido. Por encima de esos tiempos y número de palabras, se comete un exceso que puede incomodar al auditorio.
Con la edad me he vuelto menos tolerante con quienes se enamoran de su propia palabra y les cuesta dejarla a tiempo. Mi umbral de resistencia se consume rápidamente, sobre todo cuando siento que el orador está hablando para sí mismo o sí misma, antes que para la audiencia.
Casi todos empiezan con palabras de agradecimiento que a veces consumen los dos o tres minutos iniciales: al editor, al autor, al público asistente, a los otros oradores, etc. Y luego viene algo así: "No tengo casi nada a añadir a lo que han expresado los ilustres oradores que me han precedido", o "me voy a limitar a señalar simplemente un par de aspectos de esta magnifica obra", o "quisiera brevemente subrayar aquello que me ha sorprendido más en este libro"...
Lo interesante es que luego de 15 minutos o más sin interrupción, el orador añade frases que al escucharlas ponen al auditorio en guardia: "quiero concluir con tres (o cuatro, o cinco) reflexiones que me deja la obra", o "lo último que quiero añadir", o "para terminar..." Lo cual nunca sucede como se ha anunciado. La perorata sigue hasta que se repite por tercera vez: “Para terminar...”.
Generalmente sucede lo contrario de lo que promete el que habla: la monserga continúa interminablemente con la oferta (cada cinco minutos) de concluir el discurso. Así se llega fácilmente a 25 o 30 minutos, como si se tratara de una ponencia en un congreso o de una clase académica. Por supuesto que hay expositores brillantes, que hacen de esos minutos una delicia, pero son pocos.
Siempre he pensado que es una falta de respeto de los primeros que hablan, con relación a los que hablan al final, robarles diez o quince minutos de su tiempo, o dejarles una audiencia cansada que solo espera el momento en que el acto concluya de una vez para poder comprar el libro y conversar con el autor entre una copa de vino y un canapé.
No niego que las presentaciones son necesarias para dar a conocer las obras que se publican, y acercar a los autores a los lectores. También es una oportunidad para ver amigos, para reencontrar a ese colectivo de seres humanos que tiene inquietudes y curiosidades comunes.
Lo que no me cuaja son las presentaciones donde los oradores no dicen nada que esté fuera del libro, no aportan nada, incuso a veces leen largos párrafos de la obra presentada, quitándole al potencial lector el placer de hacerlo por sí mismo.
Bastaría que los presentadores cuenten alguna anécdota interesante sobre el autor, algo que el público y el potencial lector todavía no sabe, ni sabrá leyendo la obra. Si los oradores, en lugar de describir la obra, se limitaran a destacar un solo aspecto para interesar a la audiencia, las largas presentaciones no serían tan pesadas. Los únicos que aguantan hasta el final son los tagarotes que esperan el vino de honor y no compran el libro.
De pie o sentado, el cansancio llega rápido mientras los enamorados de su propia palabra siguen ilustrándonos sobre su amplia sapiencia.
Con esto ya escribí 967 palabras y la última que quiero añadir es: gracias.