(Publicado en el suplemento Letra Siete de Página Siete, el domingo 21 de febrero de 2023)
No me apena confesar que no había leído nada de Annie Ernaux, la escritora francesa de 82 años reconocida a fines del 2022 con el Nobel de Literatura. Es más, su nombre no estaba en mi cabeza, no recuerdo haberlo escuchado antes, tuve que buscar en San Google algo de información para saber qué obras había publicado.
Por casualidad, en el dormitorio de mi nieta mayor, en Paris, encontré “La place” (1983) que a pesar del premio Renaudot que obtuvo en 1984, no ha terminado de convencerme. Quizás sus obras anteriores ya la habían hecho tan famosa que era una apuesta comercial segura para sus editores.
Me enteré que apenas diez años antes de esta obra publicó la primera, “Les armoires vides” (1974), y otras dos novelas autobiográficas en 1977 y en 1981. Después de “La place” otras diez obras, en su mayoría prolongaciones de su quehacer autobiográfico.
Cuesta clasificar a “La place” como una novela. Es decir, podría ser perfectamente una novela si no supiéramos que es un relato ajustado a la realidad, una suerte de testimonio tardío sobre su padre, que murió en 1967 a los 67 años. Era un “brave type”, es decir, un buen hombre que surgió desde la pobreza más pronunciada entre las dos guerras mundiales (muy joven para participar en la primera y muy viejo para la segunda), y pasó de ser campesino como su padre, luego obrero con horario de salida y entrada, y finalmente pequeño comerciante, propietario de una tienda y café que atendía con su esposa.
La propia autora da cuenta de cierta resistencia que sintió al principio para escribir una novela sobre su padre. Lo que hizo, una vez más, fue contar las cosas como la recordaba, con pocos adornos, sin metáforas, en un lenguaje directo y limpio, correcto pero carente de propuesta literaria: “… comencé una novela donde él era el personaje principal. Sensación de disgusto en la mitad del relato”. Poco después quedó claro que una novela era “imposible”.
Por ello, la narración es una crónica de la memoria retenida o reinventada, donde sobresalen los detalles que sobre su padre percibió cuando era niña, y que ya adulta (y además profesora de literatura), procesó en forma narrativa, con cierto desapego del personaje, sin mucha pasión, como si hablara de un personaje inventado y ajeno.
Me hice una pregunta a lo largo de la lectura: ¿qué hay de especial en esta vida que tantos europeos vivieron en las mismas circunstancias en la primera mitad del siglo pasado en miles de pueblos a los que uno podría referirse con una mayúscula inicial y tres puntos suspensivos? La respuesta es: ninguna. El personaje no tiene mayor trascendencia, representa a cientos de miles con ese mismo origen y con esa misma trayectoria de superación. Y el estilo de narración no hace más interesante el relato.
Lo del pueblo natal con la letra Y y los puntos suspensivos es justamente una manera de referirse a un lugar cualquiera, que podría estar en cualquier punto del mapa de Europa, aunque por la biografía de la autora sabemos que se trata de Yvetot, en Normandía, entre Le Havre y Rouen. No nombrar el pueblo en el que sucede la mayor parte de la historia es una manera de decir que podría suceder en cualquier otra parte, del mismo modo que no llama por su nombre a su padre, porque es un hombre como cualquier otro en esa misma circunstancia.
Entonces, lo que me queda de este relato biográfico es la caracterización de las clases sociales, que seguramente ya ha sido abordada en ensayos y novelas, pero no deja de contener apuntes interesantes, por ejemplo, los sentimientos de inferioridad que dominan a la familia a medida que asciende socialmente. Utilizo la palabra “asciende” con plena conciencia de que “en teoría” ser campesino no es mejor ni peor que ser obrero o comerciante, pero en la obra queda claro que lo es, porque así lo vive la familia.
A medida que asciende en la escala social y mejora sus condiciones materiales en la vida cotidiana, predomina esa inseguridad que hace que el padre adopte una extrema cautela para interactuar con quienes pueden interpelarlo sobre su origen o sobre su educación. “¿Qué van a pensar de nosotros?”, es la pregunta que se hace íntimamente: “Regla: frustrar constantemente la mirada crítica de los demás, con amabilidad, con ausencia de opinión, con cuidado minucioso a los humores que corren el riesgo de alcanzarnos”, escribe Annie Ernaux.
Surge así una suerte de manual de etiqueta no escrito, aprendido sobre la marcha, donde hay cosas que no se deben preguntar, lugares que no se deben mirar, visitas que no se deben hacer sin ser invitado. La curiosidad más inofensiva debe ser reprimida, por el riesgo de incomodar a otros. La prudencia se convierte en un suavizante en las relaciones con otros considerados de un estrato social superior. Aún en ese pueblo minúsculo de Normandía, hay clases sociales bien marcadas.
Quizás otro aspecto interesante de la obra, ya que estamos en la tarea de rescatar lo bueno, es que incluye comentarios de la autora sobre el proceso mismo de escribir el libro, sobre todo al comenzar y cuando se acerca al final. El principio y el final se cierran como un círculo, ya que el relato comienza y termina con la descripción de la muerte del padre. Esos comentarios son una manera de aproximarse con confidencias al lector, atraído por la desenvoltura con que la autora lo hace partícipe de su intimidad creativa.
Me aventuro a pronosticar que, como ha sucedido con más de la mitad de los premios Nobel de Literatura, dentro de algunos años pocos leerán la obra de Annie Ernaux.
Un dato que llamó mi atención en su actividad creativa es la película “Los años Súper 8”, que realizó con su hijo David Ernaux-Briot y presentó en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes en 2022 (meses antes de la atribución del Nobel de Literatura). El film es un montaje de películas familiares en Súper 8 filmadas por su ex marido Philippe Ernaux, y lo más importante es que cuenta con un comentario revelador sobre la intimidad familiar, en la propia voz de Annie Ernaux. Las filmaciones corresponden (no es un dato menor) al tiempo en que Ernaux escribía su primera obra, “Los armarios vacíos”, que adelantan la crisis familiar que vivía.